Por The New York Times | Lydia Polgreen
Haiti Montana Accord (Haiti) Henry, Ariel Aristide, Jean-Bertrand United States International Relations International Relations
PUERTO PRÍNCIPE — Los hombres armados que invadieron el barrio de Christelle Pierre en julio la obligaron a tomar una difícil decisión: correr o morir. Estaba embarazada de 6 meses de su primer hijo. Los hombres eran miembros de una de las despiadadas bandas criminales que campan a sus anchas por esta ciudad. Pronto incendiaron el barrio, que quedó reducido a sus cimientos.
La vi allí el mes pasado, un par de días después de que hubiese dado a luz encima de un cartón en un parque público. Los pañales de tela, los delicados arrullos y el colchón para el bebé que había estado guardando con todo el cuidado se habían quemado. También había perdido a su marido. Los gánsteres que invadieron su comunidad lo mataron de un disparo en la cabeza y dejaron su cuerpo entre las llamas, también.
“No puedo quedarme en la calle con un bebé, pero no tengo adonde ir. No hay centros de acogida, comida, medicinas ni trabajo. Solo hay caos en este país”, me dijo.
Haití va en caída libre.
La persona más poderosa aquí es el jefe de una banda criminal al que se lo llama por su nombre de guerra: “Barbecue” (nombre civil: Jimmy Chérizier). Sus hombres han levantado barricadas de fuego que impiden la distribución de las fuentes de combustible y alimento del país. Las bandas, la mayoría de ellas ligadas a líderes políticos y empresariales, han dejado prácticamente paralizada la economía de Haití al interrumpir la circulación del combustible y los alimentos. El hambre está aplastando a muchas familias. El cólera, que ya mató a unas 10.000 personas aquí, se está extendiendo otra vez.
Oficialmente, el gobierno de Haití lo dirige un primer ministro en funciones profundamente impopular, Ariel Henry, quien llegó al poder con el apoyo de Estados Unidos y otras importantes fuerzas regionales tras el magnicidio del anterior presidente hace más de un año. Él y sus apoyos internacionales han ignorado una propuesta planteada por una coalición de asociaciones de la sociedad civil haitiana dirigida a la formación de un gobierno interino más representativo y a allanar el camino para la vuelta a la democracia. Las manifestaciones en las calles exigiendo su dimisión han convulsionado las grandes ciudades durante semanas. Las condiciones de seguridad son tan nefastas, que el pasado viernes Henry pidió una misión internacional de seguridad para ayudar a la desbordada policía a retomar el control de las calles.
A pesar de su aparente complejidad, la agitación actual gira sobre la misma pregunta motriz de casi todas las crisis en la isla en los últimos 230 años: ¿quién gobernará Haití? ¿Y alguna vez tendrán los haitianos la posibilidad real de resolver esa pregunta por sí mismos, o una vez más será gente de fuera quien desempeñe ese decisivo papel en el futuro del país?
Es una pregunta con la que llevo lidiando desde la primera vez que me mandaron a Haití como joven reportera de The New York Times. Fue en 2004, en vísperas del bicentenario de la independencia de Haití tras la única rebelión moderna con éxito del pueblo esclavizado. A raíz de mis experiencias en Haití, la autodeterminación y el autogobierno de los pueblos que han sido antiguas colonias en el sur del mundo pasaron a ser temas centrales en mi trayectoria como corresponsal en África y Asia. Y fue la cuestión de la autodeterminación la que me trajo de nuevo aquí. Hacía mucho tiempo que Haití obtuvo la independencia, pero ¿dónde estaba su verdadera libertad? Hacía tiempo que celebraba elecciones, pero ¿dónde estaba su verdadera democracia?
En aquel momento, Jean-Bertrand Aristide, un carismático exsacerdote católico que se había convertido en el primer presidente electo democráticamente del país, se enfrentaba a una ola de protestas, algunas de ellas respaldadas por sus viejos enemigos de la minúscula élite rica del país y antiguos devotos aliados que ahora lo consideraban cada vez más burócrata. La última vuelta de las elecciones al Parlamento no se había celebrado aún, y Aristide estaba gobernando básicamente por decreto. Estados Unidos y los socios europeos paralizaron la entrega de cientos de millones de dólares en ayuda que les habían prometido, como forma de presión política. Los activistas por los derechos humanos dijeron que Aristide estaba dando poder a las bandas callejeras para proteger su gobierno e intimidar e incluso matar a sus críticos.
De pronto caí en esta compleja historia. Cuando eres una reportera que cubre la actualidad diaria y estás ante una gran primicia, es fácil perderse con los detalles graduales. Me pasaba los días en la calle entrevistando a personas comunes, en su mayoría leales a Aristide, quien provenía de los arrabales de la ciudad. Su enfado era palpable, y derivaba en violentos enfrentamientos en las calles.
Como muchos corresponsales extranjeros en el Haití de entonces, me pasaba las noches aprendiendo cosas sobre el país, con jóvenes haitianos que eran como yo: de veintitantos años, que habían estudiado en América del Norte, que hablaban inglés y francés con fluidez y de mentalidad cosmopolita. Sus padres ricos poseían empresas amenazadas por las políticas redistributivas de Aristide, y apoyaban a los partidos y candidatos políticos que querían expulsarlo del poder. Alrededor de infinitas botellas de cerveza Prestige y bandejas de pollo djon djon, sus puntos de vista moldearon, quizá inevitablemente, los míos, suavizando un poco la cruda realidad de lo que estaba teniendo lugar: una usurpación de la voluntad de la mayoría del pueblo haitiano.
A finales de febrero de 2004, una insurrección armada echó a Aristide del poder, llevándolo a tomar un avión estadounidense hacia el exilio. Los marines estadounidenses llegaron poco después, y el presidente George W. Bush declaró: “Es esencial que Haití tenga un futuro esperanzador. Este es el comienzo de un nuevo capítulo”.
¿Quién quería la salida de Aristide? Había ido a muchas manifestaciones contra su gobierno, y vi que la oposición no se circunscribía totalmente a una pequeña élite rica. Sin embargo, dada su enorme popularidad entre los pobres, parece improbable que una mayoría de los haitianos quisiese su salida.
Aristide se había hecho enemigos poderosos. Había exigido que Francia le pagara a Haití 21.000 millones de dólares, como indemnización por la repugnante deuda que le impuso a su ya liberada colonia. Los franceses estaban entre los primeros países que pedían su expulsión. Los aliados de Aristide dirían después que su marcha fue un secuestro; el embajador francés de la época declaró recientemente a The New York Times que, en efecto, Estados Unidos y Francia habían llevado a cabo un “golpe de Estado”. Los funcionarios estadounidenses rechazan desde hace tiempo tales calificaciones. Posteriormente, una investigación de The New York Times demostraría que una organización estadounidense conservadora ayudó a dar forma a la oposición, lo que planteaba nuevas preguntas sobre el papel de Estados Unidos.
En otro lugar, un dirigente como Aristide podría haber agotado sus periodos en el cargo y afrontado una derrota para después atender sus rencores políticos y entorpecer a sus enemigos desde los márgenes. ¿Qué es el autogobierno, sino el derecho a elegir tu propia decepción? Pero esto es Haití, un país donde todos sus dirigentes, con escasas excepciones, han salido del poder de dos formas: o exiliándose o dentro de un féretro.
El 29 de febrero de 2004, mientras estaba en la pista del aeropuerto aquí, mirando el avión estadounidense que se llevaba a Aristide al exilio, no pude evitar sentir que se había perdido algo irrecuperable. Lo mejor de lo que él representaba —la demanda de una redistribución justa, desde fuera y dentro, como camino a la democracia y la igualdad verdaderas— había desaparecido. Lo que quedaba era su peor impulso: las bandas criminales que habían ayudado a proteger su presidencia. Fue un trauma del que Haití nunca se ha llegado a recuperar, que dejó una nación rota viviendo a la sombra del país más poderoso del mundo; un hombre del saco, un quebradero de cabeza, un peón.
¿Qué le debe hoy el mundo a Haití? En primer lugar y sobre todo, dejarlo en paz. Darles a los haitianos el tiempo, el espacio y el apoyo para imaginar un futuro diferente para su país.
Dan Foote, exenviado especial de Estados Unidos en Haití, se ha vuelto desde entonces un crítico excepcionalmente franco respecto a las políticas de Washington. Me dijo que “la política exterior estadounidense sigue creyendo en su subconsciente que Haití es un puñado de negros idiotas que no saben organizarse, y que nosotros tenemos que decirles lo que tienen que hacer, o si no las cosas se pondrán muy mal. Pero los extranjeros hemos hecho de Haití un estropicio cada vez que hemos intervenido. Es hora de darles una oportunidad a los haitianos. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que lo hagan peor que nosotros?”.
Haití ha sido objeto del uso y abuso de países más poderosos desde que Cristóbal Colón atracara en la costa norte de la isla en 1492. Estados Unidos ha oscilado entre evitar y asfixiar a Haití, primero negándose a reconocer el país, y después invadiéndolo en 1915, convirtiéndolo en una cuasi colonia durante 19 años. Los cálculos de la Guerra Fría aseguraban que Estados Unidos conservase una profunda influencia sobre la política y la economía de Haití, a veces con inquietud, a través de los crueles regímenes, entre 1957 y 1986, de los Duvalier, padre e hijo.
En la última década, la política haitiana se ha ido fracturando cada vez más, mientras el país era azotado por un destructivo terremoto y una serie de tormentas y huracanes. La escena política ha estado dominada por líderes de centroderecha, respaldados por Estados Unidos y que han sido creíblemente acusados de corrupción y de tener vínculos con las redes criminales.
Entre el aislamiento y las injerencias extranjeras, la cultura política del país fue cuajándose en un insalubre guiso de paranoia fratricida. Sin una economía industrial moderna, el país se estratificó rápidamente. Existe una clase mercantil que gana la mayor parte de su dinero importando mercancías y vendiéndolas a otros; los desesperadamente pobres sobreviven con salarios mínimos y las remesas de una floreciente diáspora en Estados Unidos, Canadá, Francia y otros lugares.
Estos años han vapuleado la fe de los haitianos en las elecciones. En las primeras elecciones democráticas de verdad, en 1990, acudió a las urnas más de la mitad del censo electoral. En las últimas elecciones, lo hizo menos del 20 por ciento.
Los haitianos, además, tienen una comprensible poca fe en los de fuera. Jean Rosier, guardia de seguridad de 53 años, repetía lo que me decían muchas personas en Haití: “Las potencias internacionales no quieren el cambio en Haití. Prefieren que seamos débiles, que seamos pobres. Quieren que saquemos las manos, para que así puedan escupirnos en ellas”.
Si bien Estados Unidos valoraba antes Haití como patio de recreo del capitalismo y como baluarte contra la invasión del comunismo, ahora solo quiere impedir la entrada de los inmigrantes haitianos.
La historia le ha dado a Estados Unidos mucho por lo que responder en Haití, y sin embargo los dos países han acabado tan entrelazados que incluso la inacción de Estados Unidos es una especie de acción.
Juan Gonzalez, director sénior para los asuntos del Hemisferio Occidental del Consejo de Seguridad Nacional, dijo el mes pasado que Estados Unidos no va a tratar de inclinar la balanza a favor de cualquier facción. “En realidad no hay un arreglo fácil en Haití. También pienso que dejar simplemente que sean los haitianos quienes resuelvan sus problemas; pienso que eso ignora la muy, muy preocupante situación, cada vez más deteriorada, dentro del país”.
La actual crisis presenta un rompecabezas aparentemente imposible. El gobierno actual es débil y no tiene legitimidad; se mantiene en gran medida gracias al apoyo de Estados Unidos y otras potencias occidentales.
El impulso de casi todos los actores externos, así como del gobierno, es intentar celebrar elecciones lo antes posible para sustituir un gobierno extraconstitucional por uno que represente los deseos del pueblo de Haití. Sin embargo, en un país donde no hay seguridad, difícilmente se pueden celebrar unas elecciones creíbles. Y las elecciones, incluso unas técnicamente libres y limpias, son una condición necesaria pero no suficiente para el verdadero autogobierno. Hará falta mucho más para que aquí se recupere un ápice de confianza y fe en el gobierno.
En mis conversaciones con los haitianos, descubrí un fino pero persistente hilo de esperanza en que este será por fin el momento de declarar una especie de bancarrota política, liquidar todas las viejas deudas políticas y empezar de cero, con un nuevo pacto para que Haití vaya adelante.
Una amplia franja de la sociedad haitiana, que incluye partidos políticos rivales, sindicatos, organizaciones del ámbito comunitario y activistas por los derechos humanos, se ha unido para proponer un pormenorizado marco de trabajo para una transición política.
Su pacto, llamado Acuerdo de Montana, aboga por el nombramiento de un presidente interino, y los miembros del grupo eligieron a principios de este año a un exgobernador del banco central haitiano llamado Fritz Jean como candidato de consenso para desempeñar esa función. Jean me dijo que el país necesita tiempo para reconstruir sus instituciones y trabajar para la celebración de unas elecciones. Prometió que no se postularía como candidato a la presidencia en dichas elecciones.
Durante buena parte de la historia de este país, el pueblo haitiano ha sido el juguete de poderosas fuerzas externas e internas: de las potencias coloniales y neocoloniales, de las élites económicas, de las redes criminales mundiales, de los políticos que solo buscan llenarse los bolsillos.
Hay una palabra en criollo haitiano, granmoun. Su traducción literal es “persona grande”, pero su significado real encierra algo más profundo. Ser un granmoun es ser dueño de tu propio destino, y que tu vida y tu futuro dependan de ti. Un granmoun es un ser soberano.
Magali Comeau Denis, una de los líderes del grupo que intenta poner en marcha el Acuerdo de Montana, me enseñó la palabra cuando me explicaba cómo ve ella el futuro de Haití. Después, dijo: “Esta es la primera vez en la historia haitiana en la que de verdad hemos hablado sobre nuestro futuro con los grupos económicos, sociales, políticos y comunitarios, todos juntos, directamente en la mesa, aportando sus observaciones y haciendo cambios, y escuchándose sus objeciones —me dijo—. Esta vez es de verdad. Esta es nuestra oportunidad”.
El primer paso para ayudar a Haití a cumplir su destino, a ser la república negra independiente que su revolución prometía, podría ser que los demás salgamos de su camino.
Lydia Polgreen es columnista de Opinión de The New York Times desde 2022. Pasó una década como corresponsal del Times en África y Asia, tiempo en el que ganó los premios Polk y Livingston por su cobertura sobre la limpieza étnica en Darfur y los conflictos por los recursos en África Occidental. También se desempeñó como editora jefa de HuffPost. @lpolgreen