Por The New York Times | Sarah Maslin Nir
A una hora al norte de Berlín, detrás de matorrales, cubierta de ortigas y junto a un lago azul, una villa que perteneció a una mente maestra nazi se pudre en silencio.
Nadie sabe qué hacer con la finca situada junto al lago Bogensee, en Brandeburgo. Fue construida para Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi, por su agradecido país justo antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Ahora la villa —junto con un conjunto de dormitorios teatrales construidos más tarde por el Partido Comunista para albergar una escuela de adoctrinamiento— es propiedad del estado de Berlín y se ha ido desgastando a costo del erario público. Se trata de un terreno de unas 8 hectáreas en el que resuena el pasado de dos regímenes totalitarios.
Demasiado oneroso para que el gobierno siga haciéndose cargo de él, prohibitivamente caro para la mayoría de los prospectores inmobiliarios y mancillado por la historia, Berlín ha renunciado a venderlo o desarrollarlo.
Más bien, ha ofrecido dar la mansión nazi, gratis. (El destinatario, por supuesto, estaría sujeto a la aprobación del gobierno).
Esta primavera, Stefan Evers, senador de finanzas del estado federado, se dirigió, exasperado, al Parlamento y dejó claro su argumento —o nos la quitan de las manos o la derribamos—, lo que provocó una oleada de interés por parte de posibles propietarios de todo el mundo.
Habían expresado interés un dermatólogo que quería abrir un centro de cuidado de la piel y algunos cazadores de gangas, dijo Evers recientemente en una entrevista en sus oficinas de Berlín. Ninguno ha resultado adecuado, añadió.
Una consulta anterior, de un grupo de extrema derecha llamado Reichsbürger, o Movimiento Ciudadanos del Reich, parecía encarnar los peores temores de las autoridades. El grupo niega la legitimidad del actual Estado alemán; algunos de sus miembros están siendo juzgados por un complot para derrocar al gobierno.
Esta atención —la asociación de la finca con la época nazi podría atraer a un comprador desagradable— explica en parte el abandono de la villa.
“La historia de este lugar es precisamente la razón por la que Berlín nunca entregaría este edificio a manos privadas, ya que se correría el riesgo de que se hiciera un mal uso de él”, dijo Evers.
El destino de la villa no es solo un dilema logístico para Alemania. Ilustra un enigma mayor y a largo plazo, cuyos fundamentos han ido cambiando con el tiempo, según los expertos: si conservar o destruir los numerosos edificios del pasado atroz de Alemania.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, la consigna predominante era seguir adelante, ignorando la propiedad anterior, para no arriesgarse a cosificarla, según Peter Longerich, historiador y autor de la biografía Goebbels. El apartamento de Hitler en Múnich, por ejemplo, tiene poca información que detalle su historia; ha sido durante mucho tiempo una comisaría de policía en la que los agentes siguen utilizando las estanterías de madera del propio Hitler, dijo.
La ventaja de que sus inquilinos sean agentes de la ley es que su presencia mantiene a raya a los simpatizantes nazis que a veces peregrinan a esos lugares. El año pasado, en Austria, el gobierno decidió convertir la casa en la que nació Hitler en una comisaría de policía por este motivo, lo que suscitó un debate polémico.
Pero a medida que la extrema derecha ha resurgido en la política alemana, se ha producido un cambio en el sentimiento sobre la gestión del pasado, para no olvidarlo nunca.
“La actitud dominante en la educación durante mucho tiempo fue ignorar, si era posible, muchas cosas de ese periodo”, dijo Longerich. “Pero nadie tiene más ganas de reconciliarse con el pasado que los alemanes, así que se trata de un proceso abierto”, añadió. “Y puede que con el tiempo haya que superar la ignorancia y la gente considere necesario preservar este espacio”.
A las afueras del centro de Wandlitz, el bosque silvestre ha crecido alrededor de la casa, bloqueando la puerta del cine privado donde Goebbels proyectaba sus películas de propaganda. Las telarañas cubren las ventanas de los dormitorios. Y el polvo domina los espaciosos salones donde invitaba a cenar a los dirigentes nazis y donde sus seis hijos jugaban junto a la chimenea, hasta que él y su esposa los envenenaron en los últimos días de la guerra.
El mantenimiento de la propiedad cuesta 280.000 euros al año (casi 306.000 dólares) solo para evitar que se caiga a pedazos, según el departamento de construcciones. La restauración no solo sería costosa, sino que introduciría otra cuestión espinosa que preocupa a los conservacionistas, quienes deben ocuparse de antiguas estructuras del pasado nazi y comunista de Alemania.
“Si son demasiado bonitos, su dominio se reestetiza”, dijo Thomas Weber, profesor de historia y asuntos internacionales de la Universidad de Aberdeen en Escocia. “Pero si los dejas y destruyes el modo en el que funcionaban en la época, entonces la gente tampoco lo va a entender”.
La mansión está llena de florituras arquitectónicas que eran populares entre los líderes nazis, como sus ingeniosas ventanas de la sala de día que se pliegan, un recurso que también se utilizó en el refugio vacacional de Hitler en los Alpes bávaros. También hay un búnker en la parte trasera, por si acaso.
Con el tiempo se añadieron otras estructuras. Bajando por un sendero, junto a estatuas de hormigón sin cabeza de amantes entrelazados, hay varios edificios de una especie de estilo federal. Se utilizaron como escuela internacional de la juventud comunista desde la década de 1940 hasta la caída del Muro de Berlín. Sus interiores cavernosos albergan cuarteles y un auditorio que hace mucho eco.
Es una parte del pasado del lugar a menudo eclipsada por su herencia nazi, dijo Gerwin Strobl, profesor de historia moderna de la Universidad de Cardiff en Gales, quien estudia Alemania. Pero también es una parte dolorosa para los alemanes. “De hecho, abarca dos dictaduras alemanas consecutivas. Eso explica también por qué es tan difícil encontrarle un uso”, dijo Strobl. “Los edificios por sí mismos, sin embargo, no son malos”.
En un paseo en bicicleta un viernes reciente, un hombre y una mujer de unos 60 años se detuvieron frente a lo que fue el centro social del campus para contemplar el edificio en ruinas. Marita y Frank Bernhardt se conocieron allí en 1978.
Marita Bernhardt dijo que se enteró de su pasado nazi solo después de la reunificación. “Por eso tiene un regusto amargo”, dijo al volver por primera vez. Sin embargo, fue allí donde ella y su marido se enamoraron. “Los recuerdos siguen siendo bonitos”.
Tras conocer la oferta de Berlín de ceder el inmueble, el rabino Menachem Margolin, presidente de la Asociación Judía Europea, envió una carta abierta en la que se ofrecía a convertirlo en un centro educativo para contrarrestar todas las formas de odio.
“Es un mensaje importante para todos”, dijo el rabino Margolin. “Que incluso el lugar más oscuro del mundo puede convertirse en una fuente de luz”.
Un proyecto así merece la pena, dijo Evers, pero la cuestión es la financiación. Walter Reich, antiguo director del Museo Conmemorativo del Holocausto de Estados Unidos, dijo que era obligación de Alemania ayudar a pagar. “Es parte de la carga de la historia alemana”, dijo Reich en un correo electrónico. “El pasado ingobernable de Alemania”.
Mientras la maleza domina la villa, Oliver Borchert, alcalde de Wandlitz, lleva años rechazando el interés de la extrema derecha, incluido el grupo golpista Reichsbürger.
El lugar necesita algo más que mantenimiento, necesita cambio, dijo Borchert: “Hay que encontrar un uso que pueda oponerse y también reflejar las sombras de la casa y su historia”.
Tatiana Firsova colaboró con reportería.
es una reportera del Times que cubre todo lo relacionado con Nueva York. A veces más allá. Más de Sarah Maslin Nir
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