Este 25 de agosto se cumplirá una nueva celebración del Día de la Independencia en nuestro país, una fecha cargada de controversia y de debate entre los historiadores. Guillermo Vázquez Franco, por ejemplo, consideró en declaraciones a este portal que celebrar la independencia en esta fecha es una "fantochada" y que hacerlo "debería darnos vergüenza".
El nacimiento de nuestra identidad es un tema sensible, en vistas de nuestro pasado como parte de las Provincias Unidas, los motivos por los que luchó José Artigas y la participación de las potencias extranjeras en la conformación del Uruguay como estado independiente.
El semiólogo Washington Silveira, que hiciera un detallado análisis de los candidatos de las últimas elecciones en el país, dedicó la siguiente columna a la independencia uruguaya, incluyendo los traumas históricos y las falacias perpetuadas para no dejar que sucumba nuestra "autoestima-país".
Uruguay, historia de una tergiversación
Los textos y los contextos contribuyen a desentrañar la significación más íntima y profunda de los momentos y procesos históricos. La genealogía de la identidad de una nación -por ejemplo- responde a múltiples discursos, algunos coyunturales o circunstanciales y otros deliberadamente provocados.
Cuando Leonardo Borges me propuso que intentara un abordaje semiótico de nuestra historia sentí cierta incomodidad, pues desde que logré recorrer la naturaleza ontológica de la discursividad historiográfica, de las intenciones y de los encuentros y desencuentros conceptuales -que fueron perfilando nuestra nacionalidad- comprendí que el Uruguay es la historia de una tergiversación.
Artigas, el gran prócer, el pensador y articulador político de nuestra génesis histórica y de la reafirmación de nuestra identidad oriental, nunca proclamó otra realidad que la de una provincia autónoma, de organización republicana y liberal, integrada a las Provincias Unidas del Río de la Plata; a imagen y semejanza de la organización política inspirada en las ideas de Thomas Paine que sirvieran a la configuración de los Estados Unidos de América.
Desde el texto de las Instrucciones del Año XIII y el contexto de las valoraciones y acciones artiguistas hasta llegar a la exégesis y el espíritu de la Declaratoria de la Independencia de 1825 (con Artigas ya emigrado) no hay otra cosa que la reafirmación de pertenencia a una comunidad cultural y territorial, representada en principio por la Liga Federal y que deviniera luego, fragmentariamente, en la Confederación Argentina.
Es en este marco que debemos significar los hechos y sobre todo la deconstrucción identitaria que supuso la Convención Preliminar de Paz de 1828, creándose un Estado a partir de una ficción jurídica que a decir del historiador Vázquez Franco "versa sobre cosa inexistente". A partir de esta Convención nacería el Uruguay, o también "Ponsombylandia", como le bautizara jocosa y tardíamente un muy reconocido profesor.
Ahora bien, desde el punto de vista -que podríamos llamar "psicoanalítico"- de la construcción de nuestra propia identidad, no debería ser tan risueño nacer a la vida estatal como el fruto de la intermediación (acaso imposición) de un plenipotenciario británico que buscara disolver los escollos que suponía una guerra desgastante, muy poco fecunda y en la que nada lograba definirse. Y mucho menos, si ello era a título de una "graciosa concesión" de las partes contratantes en la que los "heroicos orientales" no tuvieron casi nada para decir y sí bastante para aceptar. No olvidemos que, en este último sentido, hasta nuestra primera Constitución estaría sujeta a la aprobación de nuestros vecinos. Si así nació nuestra soberanía no es extraño que, como nación, tengamos algún "trauma de nacimiento".
De allí a los diferentes "mecanismos de defensa" que suelen encontrarse en el ser colectivo uruguayo, para verse justificado ante su pequeñez, sus limitaciones, sus miserias y su terrible y casi permanente necesidad de superarlas -al menos en un terreno simbólico- hay solo un tramo. La negación, el desplazamiento, la disociación y la proyección se encuentran entre los que más se pueden observar en nuestro ecosistema social. A ello se deberá agregar los "préstamos" psicológicos y culturales de las corrientes migratorias que -mas tarde en el proceso histórico- nos tuvieron por destino de sus huidas y esperanzas. ¡Un cóctel que aún no se termina de agitar!
Veamos algunos ejemplos de estos mecanismos. Para hablar de negación podríamos citar al historiador y profesor Alfredo Castellanos quien en una encendida defensa de lo logrado por "obra de los propios orientales" considera un "error y profunda injusticia de carácter histórico el hacer aparecer la independencia oriental como una concesión graciosa de las potencias signatarias de la Convención" (refiere a la Convención de Paz de 1828). Pero esta negación tiene la virtud de ser expresada con vivacidad y convencimiento, en tanto otras -como los viejos programas de enseñanza escolar- simplemente silenciaban los aspectos más sórdidos de nuestra historia y de nuestros "héroes". Otra forma, la proyección, hace que -aun en la actualidad- veamos a los argentinos, y particularmente a los bonaerenses, como portadores de los mas nauseabundos defectos que seamos capaces de imaginar, y que no son otros que los que nosotros hemos tenido, pero que, vistos en ellos, adquieren dimensiones que dejan al desnudo nuestro catártico resentimiento de hermano menor despechado por el abandono.
Y de la proyección pasamos a la disociación, la cual quiere minimizar nuestras carencias e incluso excluirnos de todas las bajezas que les reconocemos a nuestros hermanos, a la vez que reclamamos americanismo e integración con la "Patria Grande". En realidad, si no fuera por el fútbol hoy no sabríamos muy bien quienes somos. No deja de llamar la atención que para proclamarnos "Campeones del mundo" debimos ganar dos "heroicas" finales a Argentina y a Brasil precisamente. ¿Casualidad? No. Un país de verdad necesita su narración épica y reafirmar su identidad en ella. ¡Gracias Maracaná! La sublimación alcanza aquí su máxima expresión.
Dejaré el desplazamiento y la condensación para que algún psicoanalista lacaniano, que guste coquetear con las explicaciones sociales, procure abordarlos desde los conocidos conceptos de metonimia y metáfora. El carácter primigeniamente onírico de estos mecanismos, que suponen poner el verdadero significado de una percepción en otra, o hacer de un signo polisémico un solo significado, es algo que bien merecería un capítulo exclusivo a la hora de ubicar nuestra identidad histórica.
Esta breve aproximación, que me he permitido realizar, a la naturaleza psicológica de nuestro ser vernáculo como colectividad, como país, como hijos huérfanos de su propia génesis histórica, me ayuda a comprender por qué los uruguayos son -de alguna manera- mucho menos nacionalistas que los argentinos o los brasileños. En cierto momento se dejó deslizar en mi imaginación el concepto -nada feliz para mi noción de patria- que Uruguay era la única provincia argentina con bandera e himno propios, o el único estado brasileño que hablaba castellano. Durante muchos años escuché decir a algunos compatriotas orientales de otras generaciones: "Que nos devuelvan lo que nos robaron". ¿Que nos robaron? Nosotros fuimos sustraídos de una comunidad mucho más amplia. Somos nosotros lo usurpado por el interés de la corona británica de su época. Y fuimos nosotros quienes tuvimos que nacer a la vida institucional sin saber muy bien cómo hacerlo. Nosotros debimos procesar la génesis de ser uruguayos en lugar de orientales. Y pese a todas las contradicciones y avatares de los primeros tiempos de la vida independiente -me refiero principalmente a las primeras cinco décadas- pudimos finalmente incorporarnos a la modernidad y aceptar la responsabilidad de ser "soberanos".
Atrás quedaban los discursos y las ideas que abrigaron Artigas, los Treinta y tres Orientales y la Declaratoria de la Independencia. Atrás -y en lo posible olvidadas- quedarían las gestiones de Lord Ponsomby y la ignominia de los renunciamientos al verdadero ser histórico.
No fueron las genuinas ideas de Artigas sobre la naturaleza política de la Provincia Oriental las que triunfaron. No fue recogida -ni mucho menos honrada- la ley de Unión de la Declaratoria de la Independencia que conmemoramos cada 25 de agosto.
Nada de lo que la historia nos señalaba fue recogido por la realidad de su devenir.
Todo ello me ha llevado pensar, no sin tristeza, no sin culpa, no sin ajena vergüenza, que el Uruguay carece del sentido fundacional que hace a una verdadera nación. Porque Uruguay no nace con Artigas ni con su ideario, no nace con la Declaración de Independencia, ni siquiera nace con su primera Constitución; nace sin saberlo, sin quererlo, sin comprender su justificación histórica, divorciado de su pasado aún antes de comprenderlo. Uruguay nace de una aberración, de la desidia trasnochada de los traidores que no supieron o no pudieron darle forma a la patria imaginada, nace de la especuladora visión de un embajador inglés y del cansancio de los guerreros que nos disputaban. Hijo ilegítimo de la historia, adoptado por los historiadores, hijo de la invención y la mentira... ¡pero parido al fin!
Por Washington Silveira Rodríguez
Washington Silveira Rodríguez nació en Montevideo en el año 1962. Cursó estudios universitarios de Derecho, Lingüística y Comunicación Social. Se ha especializado en Semiótica General y Aplicada y ha sido el único perito de Uruguay -en la especialidad de semiótica o semiología- reconocido y habilitado por la Suprema Corte de Justicia, desde la entrada en vigencia de la Acordada que reglamentó la ley por la que se establecen las condiciones del ejercicio de la profesión de perito.