Por The New York Times | Elizabeth Dickinson
El mes pasado, una organización criminal armada paralizó casi un tercio del norte de Colombia, en buena medida sin resistencia. “A partir de esta fecha se decreta cuatro días de paro armado”, decía un panfleto del 5 de mayo que ordenaba a la gente a que permaneciera en sus casas, cerrara los negocios y vaciara las calles.
El Clan del Golfo, un grupo del narcotráfico de corte paramilitar, inició el paro contra el gobierno colombiano en represalia por la captura y extradición a Estados Unidos de su líder, Dairo Antonio Úsuga, conocido como Otoniel. “No nos hacemos responsables de aquellos que no acaten las órdenes”, advertía ominosamente el grupo.
Para enfatizar su mensaje, los miembros del Clan del Golfo marcaron paredes con sus iniciales en los centros urbanos, quemaron vehículos y camiones para bloquear carreteras, instalaron puestos de control ilegales y patrullaron los campos en motocicletas. Con poca policía estatal o presencia militar para proteger las zonas rurales, los colombianos en 11 de los 32 departamentos del país acataron las órdenes del grupo y se impuso una quietud fantasmal.
Al final de los cuatro días, al menos ocho personas habían muerto, casi 200 vehículos habían sido incinerados y muchos de los tres millones de personas afectadas se estaban quedando sin comida y otros productos básicos.
El Clan del Golfo también parece estar incidiendo en la elección presidencial. El grupo emitió amenazas por escrito a los partidarios del candidato de izquierda, Gustavo Petro, y en las zonas rurales donde el recuerdo del paro seguía presente, los líderes comunitarios dijeron que el miedo limitó la participación de los votantes.
Pero tal vez porque hay mucho en juego, un porcentaje alto de votantes acudió el 29 de mayo a las urnas para la primera vuelta electoral. Petro obtuvo poco más del 40 por ciento de los 21 millones de votos totales y se enfrentará en la segunda vuelta del 19 de junio a Rodolfo Hernández, un controversial empresario inmobiliario de derecha que hizo una fuerte campaña en TikTok.
Aunque ambos candidatos difieren de manera significativa en todos los temas —desde la movilidad social hasta la política exterior— comparten una debilidad: ninguno ha articulado un plan claro para detener el aumento de la amenaza armada y la violencia que afecta a la Colombia rural, como revelan las acciones del Clan del Golfo. Los números de personas desplazadas, la acumulación de asesinatos de líderes sociales y comunitarios y el reclutamiento forzoso de niños, son indicios de que la seguridad se está deteriorando con rapidez.
Ni Petro ni Hernández parecen estar preparados para enfrentar los desafíos de las zonas rurales en conflicto. Además de la violencia organizada del Clan del Golfo, alrededor de una decena de otros grupos armados recorren las áreas más vulnerables del país, buscando controlar territorios para establecer rutas lucrativas de tráfico de drogas y otros mercados ilegales.
El próximo presidente de Colombia debe alejarse del enfoque actual del gobierno de priorizar las capturas y extradiciones de líderes de organizaciones ilegales, como la que causó el paro armado. Esta estrategia no ha logrado desmantelar a los grupos criminales pero sí ha generado consecuencias profundas para los civiles.
En cambio, el nuevo presidente debería centrarse en una política que reoriente a las fuerzas de seguridad de Colombia para proteger a los civiles de los grupos armados, que hoy ejercen una autoridad de facto en muchas partes del país. Esto, sumado a la implementación de programas sociales y una inversión sustancial en el campo, puede ayudar a cambiar el rumbo y pavimentar el camino hacia la paz.
El acuerdo de paz, firmado en 2016 entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ha logrado reducir en buena medida la violencia rural. Pero algunas regiones, como Montes de María, donde los grupos armados están tomando el control de enormes territorios —incluidas grandes áreas que las FARC solían controlar—, son un buen anticipo de la situación que enfrentará el candidato que gane la elección.
Cuando visité Montes de María en marzo, me quedó claro que esta región agrícola, rica en recursos, estaba en crisis. El Clan del Golfo ha expandido agresivamente su presencia desde la firma del acuerdo de paz, reclamando rutas de tráfico e imponiendo el cobro de pagos de protección a la población. Este grupo armado —como casi todos los que hoy operan en el país— evita los enfrentamientos con los militares. Su objetivo no es tomar poder en Bogotá, sino sacar ganancias de las tierras y de su gente.
Se suponía que esto no debería suceder. El acuerdo de paz con las FARC eliminaría las desigualdades que habían empoderado a las guerrillas y a los narcotraficantes. Prometía ayudar a los agricultores pobres que cultivaban coca, la materia prima de la cocaína, a abandonar un medio de vida que los exponía a la violencia. Cerca de 100.000 familias se apuntaron y arrancaron voluntariamente sus cultivos de coca.
No obstante, el gobierno actual, encabezado por el presidente Iván Duque, llegó al poder en 2018 argumentando que el acuerdo de paz era demasiado indulgente con las FARC, y se ha enfocado en las partes del acuerdo afines a sus intereses políticos —como la desmovilización de excombatientes y el gasto en infraestructura— mientras que otras promesas, como abordar la desigualdad en la posesión de tierras y el respaldo a la sustitución de cultivos de coca, quedaron en el olvido.
Al mismo tiempo, decenas de grupos armados, como el Clan del Golfo, han mostrado ser más ágiles, tenaces y económicamente habilidosos para aprovechar las oportunidades que ofreció el desmantelamiento de las FARC.
Al interior del país, hombres armados reclutan a la fuerza a niños para engrosar sus filas, sacándolos de sus hogares y escuelas. Otros adultos jóvenes se unen por su cuenta porque, sin posibilidades de educación o trabajo, el conflicto es el único empleo disponible. En el sur de Córdoba, el Clan del Golfo se promueve como “la única empresa que tiene las puertas siempre abiertas”.
La élite política colombiana considera, erróneamente, que estas amenazas están desvinculadas de la desesperación social y económica que viven muchos colombianos. Es más fácil culpar de los disturbios a otros enemigos, ya sea Venezuela, las guerrillas de izquierda o los rivales políticos. Y, de hecho, en lugar de solucionar esta situación, la respuesta más común del gobierno ha sido desplegar el ejército.
Los soldados enviados para acabar con la inestabilidad saben que este enfoque no está funcionando. “Aquí no hay una solución militar”, me dijo un comandante de una brigada militar en una de las zonas de conflicto más ríspidas de Colombia, sugiriendo que lo que se necesitaba era inversión social.
Por ahora, muchas de las fuerzas del gobierno están enfocadas en la erradicación forzosa de la coca, eliminando los cultivos que luego se vuelven a sembrar en tasas que, se calcula, llegan al 50 y 67 por ciento. La estrategia de las fuerzas armadas de matar y capturar a miembros de los grupos armados deriva en el reemplazo inmediato de esas bajas con nuevos reclutas.
En pocas palabras, la estrategia inadecuada del gobierno colombiano en las zonas remotas es parcialmente culpable del resurgimiento de la violencia. Los candidatos presidenciales tienen la oportunidad de cambiar de rumbo.
Es alentador que tanto Petro como Hernández han dicho que implementarán el acuerdo de paz de 2016, que el gobierno de Duque ha descuidado en muchos puntos. Sin embargo, ninguno de los dos ha presentado un plan claro sobre cómo gestionar el deterioro de la situación de seguridad de los ciudadanos de a pie.
Petro, quien en el pasado fue parte de una organización guerrillera, se comprometió a iniciar un diálogo con los grupos armados e implementar la desmovilización de grupos del crimen organizado, como el Clan del Golfo. Hernández, por su parte, ha sugerido agregar al Ejército de Liberación Nacional (ELN) al acuerdo firmado con las FARC.
Aunque en estas ideas hay algunos elementos que podrían funcionar, la mejor manera de abordar la crisis es proteger a los colombianos que viven en el epicentro del conflicto, con mejores servicios policiales, oportunidades económicas y razones concretas que les permita confiar en el gobierno.
Una presión puntual de Washington puede ayudar. La reciente declaración del gobierno de Biden que destaca al acuerdo de paz es importante pero ha sido socavada por sus acciones. Los dólares estadounidenses se gastan de manera desproporcionada en enfoques de mano dura, como la erradicación forzosa de la coca, que no contribuyen mucho a resolver el problema y exacerban la desconfianza en el gobierno.
La zozobra que aún acecha en las calles del norte de Colombia está avanzando demasiado rápido y lejos como para ignorarla. Los candidatos y los votantes urbanos que ignoran estos desafíos lo hacen bajo su propio riesgo. Lo que está en juego en las elecciones se extiende al futuro de un conflicto que se suponía que había terminado pero que, más bien, se está reavivando.
Colombia, que ya había empezado a acabar con un conflicto armado, no debería permitir que vuelva a estallar.
Elizabeth Dickinson (@dickinsonbeth) es analista sénior del International Crisis Group para Colombia, con sede en Bogotá. Antes de unirse a la organización en 2017, trabajó durante una década como periodista. Colombia Elections Peace Process Drug Abuse and Traffic Revolutionary Armed Forces of Colombia Hernandez, Rodolfo (1945- ) Petro, Gustavo