Por The New York Times | Paul Krugman
Russian Invasion of Ukraine (2022) International Trade and World Market Protectionism (Trade) Germany Ukraine Russia Putin, Vladimir V
El 12 de abril de 1861, la artillería rebelde abrió fuego contra Fort Sumter, y así comenzó la Guerra de Secesión de Estados Unidos. Al final, la guerra se convirtió en una catástrofe para el sur, que perdió a más de una quinta parte de sus jóvenes. Pero ¿por qué los secesionistas, del sur confederado, creían que podrían ganar?
Una de las razones es que creían que estaban en posesión de un arma económica poderosa. La economía del Reino Unido, la principal potencia mundial en ese momento, dependía profundamente del algodón del sur, y pensaron que cortar ese suministro obligaría al Reino Unido a intervenir del lado de la Confederación. De hecho, la Guerra de Secesión provocó al inicio una “hambruna de algodón” que dejó sin trabajo a miles de británicos.
Pero el Reino Unido, como se sabe, se mantuvo neutral, en parte porque los trabajadores británicos interpretaron la Guerra de Secesión como una cruzada moral contra la esclavitud y apoyaron la causa de la Unión, formada por los estados del norte, a pesar de tener que padecer sus consecuencias.
¿Por qué contar esta vieja historia ahora? Porque tiene una relevancia evidente para la invasión rusa de Ucrania. Parece bastante claro que Vladimir Putin vio la dependencia de Europa —y de Alemania en particular— del gas natural ruso de la misma manera en la que los propietarios de personas esclavizadas vieron la dependencia del Reino Unido al Rey Algodón: una forma de dependencia económica que obligaría a las naciones a consentir sus ambiciones militares.
Y no estaba del todo mal. La semana pasada señalé a Alemania por no estar dispuesta a hacer sacrificios económicos por el bien de la libertad de Ucrania. No olvidemos tampoco que, en el preludio de la guerra, la respuesta de Alemania a los llamados de ayuda militar de Ucrania también fue patética. El Reino Unido y Estados Unidos se apresuraron a proporcionar armas letales, incluidos cientos de misiles antitanque que fueron determinantes para resistir el ataque de Rusia a Kiev. Alemania ofreció y tardó en entregar… 5000 cascos.
Y no es difícil especular que si, por ejemplo, Donald Trump todavía fuera presidente de Estados Unidos, la apuesta de Putin de que el comercio internacional sería una fuerza de coerción, no de paz, habría sido validada.
Si creen que estoy tratando de ayudar a avergonzar a Alemania para que sea un mejor defensor de la democracia, tienen razón. Pero también estoy tratando de elaborar un argumento más hondo sobre la relación entre la globalización y la guerra, que no es tan simple como muchas personas creen.
Entre las élites occidentales existe la vieja idea de que el comercio es bueno para la paz y viceversa. El esfuerzo prolongado de Estados Unidos de impulsar la liberalización del comercio, que comenzó incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, siempre fue en parte un proyecto político: Cordell Hull, el secretario de Estado de Franklin Roosevelt, creía firmemente que los aranceles más bajos y el aumento del comercio internacional ayudarían a sentar las bases para la paz.
La Unión Europea también fue un proyecto tanto económico como político. Sus orígenes están en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, que entró en vigor en 1952 con la misión explícita de hacer que las industrias francesa y alemana fueran tan interdependientes que nunca pudiera haber otra guerra europea.
Y las raíces de la vulnerabilidad actual de Alemania se remontan a la década de 1960, cuando el gobierno de Alemania Occidental comenzó a aplicar la Ostpolitik —“política del Este”—, con la que buscaba normalizar las relaciones, incluidas las económicas, con la Unión Soviética, con la esperanza de que una integración cada vez mayor con Occidente fortaleciera a la sociedad civil y encaminaría al Este a la democracia. El gas ruso comenzó a llegar a Alemania en 1973.
Entonces, ¿el comercio promueve la paz y la libertad? Sin duda lo hace en algunos casos. En otros, sin embargo, los gobernantes autoritarios más preocupados por el poder que por la prosperidad pueden ver la integración económica con otras naciones como una licencia para portarse mal, asumiendo que las democracias que tienen un sólido interés financiero en sus regímenes se harán de la vista gorda ante sus abusos de poder.
No estoy hablando solo de Rusia. Mientras Viktor Orbán ha desmantelado sistemáticamente la democracia liberal en Hungría, la Unión Europea se ha mantenido al margen durante años. ¿Qué tanto de esta respuesta endeble puede explicarse por las grandes inversiones en Hungría que han realizado las empresas europeas, y especialmente las alemanas, para reducir costos con la subcontratación?
Luego está la gran interrogante: China. ¿Xi Jinping ve la estrecha integración de China con la economía mundial como una razón para evitar emprender políticas aventureras —como la invasión de Taiwán— o como una razón para esperar que Occidente responda con sutileza? Nadie lo sabe.
Ahora bien, no estoy sugiriendo un regreso al proteccionismo. Estoy sugiriendo que las preocupaciones de seguridad nacional sobre el comercio (preocupaciones reales, no versiones absurdas como cuando Trump invocaba la seguridad nacional como razón para imponer aranceles al aluminio canadiense) deben tomarse más en serio de lo que yo, entre otras personas, solía creer.
Sin embargo, de manera más inmediata, las naciones respetuosas de la ley deben demostrar que no se dejarán disuadir para defender la libertad. Los autócratas pueden creer que la exposición financiera a sus regímenes autoritarios provocará que las democracias teman defender sus valores. Tenemos que demostrar que están equivocados.
Y lo que eso significa en la práctica es que Europa debe moverse con rapidez para eliminar las importaciones de petróleo y gas rusos y que Occidente necesita ayudar a Ucrania con las armas que necesita, no solo para mantener a Putin a raya, sino para lograr una victoria clara. Lo que está en juego es mucho más grande que solo Ucrania.
Paul Krugman ha sido columnista de Opinión desde 2000 y también es profesor distinguido en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ganó el Premio Nobel de Ciencias Económicas en 2008 por su trabajo sobre comercio internacional y geografía económica. @PaulKrugman
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