Por The New York Times | Paul Krugman

Elon Musk no cree que los visionarios como él deban pagar impuestos como lo hace la gente cualquiera. Después de todo, ¿por qué entregar su dinero a burócratas aburridos? Solo lo despilfarrarán en planes insignificantes como... rescatar a Tesla en un momento crucial de su desarrollo. Musk tiene la vista puesta en cosas más importantes, como llevar a la humanidad a Marte para “preservar la luz de la conciencia”.

Verán, los multimillonarios tienden a estar rodeados de gente que les dice lo maravillosos que son y nunca, jamás, sugerirían que están haciendo el ridículo.

Pero no se atrevan a burlarse de Musk. El dinero de los multimillonarios les da mucha influencia política, la suficiente para bloquear los planes demócratas de pagar un gasto social muy necesario con un impuesto que solo habría afectado a unos cuantos cientos de personas en una nación de más de 300 millones. ¿Quién sabe lo que podrían hacer si creen que la gente se ríe de ellos?

Sin embargo, la decidida y hasta ahora exitosa oposición de los estadounidenses increíblemente ricos a cualquier esfuerzo por gravarlos como personas normales plantea un par de preguntas. En primer lugar, ¿hay algo de cierto en su insistencia en que cobrarles impuestos privaría a la sociedad de sus contribuciones únicas? En segundo lugar, ¿por qué las personas que tienen más dinero del que cualquiera puede realmente disfrutar están tan decididas a quedarse con cada centavo?

En cuanto a la primera pregunta, la derecha siempre ha afirmado que gravar a los multimillonarios los disuadirá de hacer todas las cosas maravillosas que hacen. Por ejemplo, Mitt Romney ha sugerido que gravar las ganancias de capital hará que los ultrarricos dejen de crear puestos de trabajo y en su lugar compren ranchos y cuadros.

Pero, ¿hay alguna razón para creer que los impuestos harán que los ricos se vuelvan como Galt y nos priven de su genialidad?

Para los no iniciados, “volverse como Galt” es una referencia a la novela “Atlas Shrugged” (“La rebelión de Atlas”) de Ayn Rand, en la que los impuestos y la regulación inducen a los generadores de riqueza a retirarse a una fortaleza oculta, lo cual provoca el colapso económico y social. Resulta que la obra magna de Rand se publicó en 1957, durante la larga secuela del Nuevo Acuerdo, cuando ambos partidos aceptaban la necesidad de una tributación muy progresiva, una fuerte política antimonopolio y un poderoso movimiento sindical. Por lo tanto, el libro puede verse en parte como un comentario sobre el Estados Unidos de Harry Truman y Dwight Eisenhower, una época en la que los impuestos a la actividad empresarial eran más del doble de lo que son ahora y la tasa impositiva máxima de las personas era del 91 por ciento.

Y qué pasó, ¿los miembros productivos de la sociedad se pusieron en huelga y paralizaron la economía? No. De hecho, los años de la posguerra fueron una época de prosperidad sin precedentes; los ingresos familiares, ajustados a la inflación, se duplicaron en el transcurso de una generación.

Y en caso de que se lo pregunten, los ricos no consiguieron esquivar todos los impuestos que se les imponían. Como documentó un fascinante artículo de Fortune de 1955, el estatus de los ejecutivos de las empresas había decaído bastante comparado con el de antes de la guerra. Pero, de algún modo, siguieron haciendo su trabajo.

De acuerdo, los superricos no se pondrán en huelga si se les obliga a pagar algunos impuestos. ¿Pero por qué les preocupan tanto?

No es que tener que soltar, digamos, 40.000 millones de dólares tenga un impacto visible en la capacidad de un Elon Musk o un Jeff Bezos para disfrutar de los placeres de la vida. Es cierto que muchas personas muy ricas parecen considerar que ganar dinero es un juego, en el que el objetivo es superar a sus rivales; pero la clasificación en ese juego no se vería afectada por un impuesto que todos los jugadores tuvieran que pagar.

Lo que sospecho, aunque no puedo probarlo, es que lo que en realidad mueve a alguien como Musk es un ego inseguro. Quiere que el mundo reconozca su inigualable grandeza; hacer que pague impuestos como un “apretado de Wall Street que gana 400.000 dólares al año” (mi frase favorita de la película “Wall Street”) sugeriría que no es un tesoro único, que tal vez no se merece todo lo que tiene.

No sé cuántos recuerdan la “ira contra Obama”, la furiosa reacción de Wall Street contra el entonces presidente Barack Obama. Si bien fue en parte una respuesta a los cambios reales en la política fiscal y regulatoria —en efecto, Obama les aumentó bastante los impuestos a los que más ganaban—, lo que hizo enfurecer a los financieros fue su sensación de haber sido insultados. Porque ¡incluso llamó a algunos de ellos peces gordos!

¿Acaso los muy ricos son más mezquinos que el resto de nosotros? En promedio, tal vez sí; después de todo, pueden permitírselo y los cortesanos y aduladores atraídos por las grandes fortunas sin duda facilitan que alguien pierda el piso.

Sin embargo, lo importante es que la mezquindad de los multimillonarios viene acompañada de un gran poder. Y el resultado es que todos nosotros acabamos pagando un precio muy alto por su inseguridad.