Por The New York Times | A-J Aronstein
En la última década, he corregido 3000 currículums en mi trabajo como orientador profesional universitario. Este es mi consejo: el mejor cabe en una sola página. Hay pocas excepciones. En una hoja tamaño carta de 21,6 x 27,9 centímetros caben unas 700 palabras, así que debes ser eficiente. Los reclutadores suelen decir que le dedican seis segundos a la revisión de un candidato promedio. ¿Vales siete segundos?
Me volvería loco si no hiciera más que corregir currículums, por eso me dio curiosidad su historia.
Internet dice que Leonardo da Vinci escribió el primer currículum a finales del siglo XV. Lo hizo para promover sus cualidades en la fabricación de armas —no sus servicios artísticos— ante Ludovico Sforza, el duque de Milán. Parece genial que Da Vinci tenga entre los logros en su currículum justo el de haber inventado el currículum, pero no parece tan correcto que haya conocido al futuro mecenas de “La última cena” al postularse para un puesto inicial de armero. Todo un renacentista sin límites profesionales.
Da Vinci conocía a su audiencia: “Ilustrísimo señor”, inició. No puedo evitar imaginarme la exasperación del analista de recursos humanos del Departamento de Asuntos Militares de Milán en cuyo escritorio cayó esta cosa sin solicitarla y con un estruendo. “Me esforzaré, sin perjuicio para nadie más, por darme a explicar a su Excelencia”. Sigue así varias líneas más. Los genios también necesitan orientación para sus currículums y, si Da Vinci se hubiera asesorado conmigo, habría empezado por decirle que limitara los artificios aduladores.
No obstante, hay fortalezas reales. Escribe: “Tengo varios morteros, de lo más convenientes y fáciles de transportar, y con estos puedo arrojar tantas piedras pequeñas que casi parecen una tormenta, y con el humo de estas el enemigo sufre un inmenso terror, para su gran detrimento y confusión”. No sería mala idea imitar la especificidad en su enumeración de experiencias relevantes, aunque me estremezco cuando describe la facilitación de la muerte como una habilidad.
Quise evocar esta historia demasiado prolija y muy blogueada (Da Vinci, ¿de verdad?) para intentar armonizar lo que he encontrado en mi experiencia al asesorar candidatos ansiosos por captar la atención de los duques de Milán de la actualidad. Todos trabajan en el sector tecnológico. Descubrí una cantidad sorprendente (para mí) de ensayos eruditos sobre estos difamados documentos y el ascenso de su prominencia en el siglo XX.
Dan argumentos arbitrados sobre la capacidad de expresar significado de los currículums y lo que sucede cuando alimentas la trituradora del mercado laboral con personas que tienen una identidad bien definida y trayectorias sólidas. Las conclusiones no son alentadoras. La mayoría de las veces, ni siquiera un currículum excelente puede predecir la capacidad verdadera de un candidato para realizar un trabajo específico. Cuando se les presenta una lista de candidatos, los directores de recursos humanos —incluso los robots— exhiben diversos prejuicios relacionados con la raza, el género, el grupo étnico y la educación. Nadie parece saber con exactitud cómo la experiencia vuelve apta a la gente para los distintos puestos de trabajo.
No obstante, la desaparición del currículum (prometida desde la década de 1980, cuando se creía que las semblanzas en VHS remplazarían el papel) siempre parece algo muy lejano en el horizonte.
Antes de morir en 2005, Randall Popken enseñó inglés y escritura en la Universidad Estatal de Tarleton, Texas. Su descripción sobre el ascenso de los currículums (por mucho la más cautivadora, aunque la competencia no es muy reñida que digamos) rastrea su presencia temprana en los libros de texto de redacción empresarial de la década de 1920. En “The Pedagogical Dissemination of a Genre: The Résumé in American Business Textbooks, 1914-1939”, Popken arguye que la pedagogía masiva popularizó y estandarizó los currículums como los conocemos. “No quiero sugerir que los autores de esos libros de texto hayan inventado el currículum exactamente, sino que son el lugar donde —para el pequeño pero influyente público de los futuros empresarios— el currículum hizo su aparición y se estabilizó en la cultura profesional estadounidense”.
Encontré algunas cosas en mis propios esfuerzos por rastrear las primeras referencias a los currículums en la prensa estadounidense. La primera solicitud de un currículum en un aviso clasificado que pude conseguir salió en The New York Times en noviembre de 1917. Un anuncio para el puesto de “corresponsal de ventas” les pide a los candidatos “llevar su ‘résumé’ de experiencia”.
Aquí, “résumé” significa “resumen” o “recapitulación”. En un montón de periódicos estadounidenses, la palabra “résumé” aparece en reseñas de teatro y libros mucho antes de que apareciera en los avisos clasificados. Así que, aunque tal vez haya sido la primera ocasión en que alguien utilizó “résumé” para referirse a un resumen profesional, el uso precede la evolución de la palabra a un término independiente.
Me interesan menos los significados y los falsos cognados en francés que el uso distintivo de la palabra “résumé” en Estados Unidos. Cuando describe el uso “principalmente norteamericano” de “résumé” (la mayor parte del mundo prefiere “CV”), el diccionario Oxford hace referencia a un anuncio en The Hartford Courant del 3 de abril de 1938. En él, se alienta a los candidatos a un puesto de “analista de siniestros fatales” a “enviar un ‘résumé’ completo con fotografía”.
Encontré un ejemplo todavía más antiguo. En The New York Herald Tribune, el 27 de diciembre de 1931 la empresa “Executive Service Corporation”, ubicada en la calle 42 Este, publicó el siguiente anuncio: “Experiencia en contabilidad y estadística; traer ‘résumé’ escrito”. Sentí que había encontrado el primer soneto escrito en una servilleta de bar del siglo XV.
En “A Theoretical Study of Indirect Speech Acts in Résumés”, Popken argumenta que el acto de leer un currículum puede implicar “una manufactura agresiva de significados más allá de los que se pueden suponer según el texto literal”. Esto representa un claro desafío lingüístico.
A mi taller de reparaciones llegan toda clase de insinuaciones y significados superfluos. A mis asesorados les digo que describan sus trabajos anteriores en puntos. Que solo usen verbos fuertes: dirigí, gestioné, creé, construí, vendí, superé, presenté, colaboré, implementé y logré. Hazlo aunque creas que hay mejores palabras para describir tus logros durante esos años agotadores: soporté, sobreviví, marché, resistí, lloré, luché, quedé destrozado, fracasé, me equivoqué, recaí, me fascinó. ¡Esto mejorará la impresión que dejarás en el lector!
No sabía que iba a tener esta carrera. No recuerdo haberme postulado. Por supuesto, los currículums son una manera de ejercer mi profesión. Obsesionarme con el conteo de palabras, las sílabas y los significados.
Sin embargo, a últimas fechas, me sigo imaginando como el protagonista de alguna novela sentimentaloide de campus. El protagonista trabaja en una universidad sin nombre de Nueva Inglaterra. Se pasa la vida dando un servicio silente a los futuros capitanes de las finanzas, la tecnología, la medicina y el derecho. Nunca se eleva por encima del título de subdecano del Centro Da Vinci para el Ascenso Profesional. Al final, se corre el rumor en LinkedIn de que está en su lecho de muerte y quienes fueron sus alumnos acuden por montones al campus para un triste gracias y una última corrección.
Nunca se percata de que los currículums constituyen su obra maestra.
¿Quieres un consejo de verdad? Los currículums violentan el lenguaje. Son poesía invertida. Debes extraer el goce de los huesos de las palabras, drenar el sabor humano, dejar una cascarilla laboriosa impresa en un cascarón de huevo. Solo así podrás comunicar con honestidad que estuviste en la lista del decano de tu universidad durante cinco de los ochos semestres totales y esperar que sirva de algo.
No añadas los idiomas que no dominas. Todo el mundo sabrá que no hablas inglés “conversacional” y a nadie le importa que hayas ido una vez a Francia.
Buena suerte en tu búsqueda.