Por The New York Times | Lisa Abend
En una calurosa tarde de agosto, un grupo de jóvenes con cajas de pizza y botellas de cava barato emprendió la cuesta arriba hacia los bunkers del Carmel de Barcelona. Situadas en una colina desde la que se domina la capital catalana, estas estructuras de hormigón albergaron armas antiaéreas que protegieron la ciudad durante la guerra civil española en la década de 1930. Más tarde, el lugar se convirtió en destino de los paseos nocturnos de los residentes y lugar de reunión de los jóvenes locales.
Pero eso era antes de Instagram y TikTok.
Hace varios años, inspirados por las redes sociales, los jóvenes turistas empezaron a hacer de los bunkers su espacio favorito para beber, divertirse y hacerse el inevitable selfi al atardecer. La primavera pasada, el ruido, la basura y el número de visitantes obligaron a la ciudad a vallar el espacio.
Ahora, cientos de visitantes encuentran cualquier hueco que pueden entre los matorrales y rocas circundantes. O simplemente saltan las barreras.
“Yo jugaba allí de niña”, dijo Manoli Fernández, de 57 años, residente desde hace tiempo, que paseaba con su hija y su madre, de 87 años. “Ahora hay turistas borrachos meando en la puerta de nuestra vecina”.
Para cualquiera que desee comprender los complicados contornos del turismo excesivo en Barcelona, los bunkers del Carmel son un buen punto de partida. Las frustraciones que experimentan quienes viven cerca se aplican a otros lugares de moda: los residentes del Barrio Gótico que se sienten desplazados por las multitudes; la contaminación a lo largo del paseo marítimo donde atracan enormes cruceros; y en todas partes, al parecer, un aparente desprecio por la cultura local.
El mes pasado, Barcelona saltó a los titulares de todo el mundo cuando unos 3000 residentes protestaron contra el turismo, algunos de ellos mojando con pistolas de agua a los visitantes en el famoso bulevar de Las Ramblas de la ciudad. Los medios de comunicación especularon con la posibilidad de que las tensiones en torno al turismo, latentes desde hace años no solo en la capital catalana, sino en toda Europa, se hubieran convertido finalmente en hostilidad abierta.
Transformados por el turismo
En Barcelona, hay un nuevo sentido de urgencia para resolver un problema cuyos orígenes se remontan en gran medida a los Juegos Olímpicos de 1992, que introdujeron legiones de viajeros a los encantos de la ciudad, y transformaron su fortuna. La llegada de Ryanair en 2010 tuvo un gran impacto, iniciando una nueva era de turismo de bajo costo, y el fuerte crecimiento de los cruceros atrajo a cientos de miles de turistas a la ciudad. Plataformas como Airbnb impulsaron la conversión de viviendas residenciales en alquileres de corto plazo más rentables.
Luego, tras la pandemia, llegó el turismo de “venganza”, cuando multitud de personas llegaron tras dos años de bloqueo. Este año se espera que el número de visitantes supere los niveles anteriores a la pandemia.
Quizá aun más significativa que la renovada presencia de turistas sea la ausencia que la precedió. Como dijo Daniel Pardo, de 48 años, cofundador de la Asamblea de Barrios por el Decrecimiento Turístico, que ayudó a organizar la reciente protesta: “Durante la pandemia recuperamos los espacios y costumbres que el turismo nos había obligado a abandonar. Se podía tomar un café en una mesa frente a la catedral, o charlar tranquilamente con los vecinos en la calle. Incluso había escenas preciosas, como niños bañándose en la fuente de la Plaça Reial”.
Hoy, la fuente vuelve a ser una ruidosa percha para turistas que chupan de botellas de cerveza, mientras la ciudad de 1,6 millones de habitantes se esfuerza por acoger a los que, según las autoridades turísticas, serán al menos 13 millones de visitantes. Su impacto incluye precios de la vivienda por las nubes, playas sucias, vías públicas abarrotadas y la transformación de barrios históricos en lo que los lugareños llaman “parques temáticos”.
Sin embargo, según Mateu Hernández, director general del Consorcio de Turismo de Barcelona, “Barcelona ha desarrollado más herramientas para gestionar el turismo que quizá ninguna otra ciudad”.
En la última década, el gobierno municipal ha prohibido la construcción de nuevos hoteles, ha subido la tasa turística de los alojamientos, ha limitado el tamaño de los grupos en zonas congestionadas e incluso ha eliminado de Google Maps una línea de autobús público muy popular entre los turistas. A finales de 2028, una nueva normativa eliminará los alquileres vacacionales de corta duración.
Económicamente, Barcelona sigue dependiendo del turismo, que aporta el 14 por ciento de los ingresos de la ciudad y da empleo directo a 150.000 personas. Hoteles, anfitriones de casas de vacaciones, camareros de restaurantes, propietarios de quioscos, todos se oponen rotundamente a cualquier cosa que pueda perturbar a la gallina de los huevos de oro.
Como consecuencia, la ciudad se encuentra limitando algunos tipos de turismo mientras fomenta otros. Por ejemplo, a partir del 22 de agosto, Barcelona acogerá la Copa América, una competición internacional de vela que se espera atraiga a decenas de miles de personas.
Un fin de semana recorriendo la ciudad muestra apenas lo complicado que puede ser equilibrar estas necesidades contrapuestas. Pero, según el teniente alcalde responsable de Turismo, Jordi Valls, la ciudad no tiene elección.
“Tenemos que plantear políticas que gestionen la realidad, que es que el turismo en Barcelona ha sido un éxito, y que nos puede llevar a la ruina”, dijo. “Tenemos que entender que la demanda es imparable. Lo único que podemos hacer es controlar la oferta”.
Eixample, sábado, 9:00 a. m.
Un reciente sábado por la mañana, dos inspectores intentaban hacer apenas eso. Alba y R (cada uno de ellos pidió dar solo parte de sus nombres porque algunos inspectores han recibido amenazas) esperaron insistentemente al timbre de una puerta del elegante barrio del Eixample hasta que un hombre de aspecto somnoliento, con el pecho desnudo y el cinturón desabrochado, abrió la puerta. De mala gana, respondió a las preguntas de los inspectores en una mezcla de español con influencias italianas e inglés. Sí, había pagado una habitación tras reservarla por internet; no, no conocía a las personas que se alojaban allí. “Así que”, explicó Alba al incauto inquilino, “esto es un alquiler ilegal”.
En una ciudad con una aguda escasez de vivienda y alquileres desorbitados, Alba, R y otros 25 inspectores forman parte del esfuerzo por controlar cuántos apartamentos se convierten en alquileres turísticos. En 2014, la ciudad empezó a exigir a los propietarios que obtuvieran permisos para alquileres de menos de 31 días, y los inspectores han estado ocupados desde entonces.
La combinación de la reducción del parque de viviendas y el aumento de los precios ha hecho que muchos residentes no puedan permitirse vivir en el centro. “Es un juego de suma cero”, dijo Eduardo González de Molina, sociólogo de la Universidad Carlos III de Madrid y exasesor de la Gerencia de Vivienda del Ayuntamiento de Barcelona. “Cada piso turístico es uno menos para una familia”.
Jaume Collboni, el alcalde, anunció recientemente que Barcelona revocaría en 2028 los 10.100 permisos actualmente en vigor. Junto con un tope en 2017 a la construcción de nuevos hoteles, la medida reducirá aun más las 155.000 camas legalmente disponibles en el centro. Según un estudio de la Universidad Autónoma de Barcelona, Airbnb ha hecho subir los precios de los alquileres en el centro un 7 por ciento. Pero los detractores de la medida señalan que el costo de la vivienda ha subido mucho más —un 66 por ciento en la última década— y que el número de permisos para apartamentos turísticos se ha congelado en unos 10.000 desde que se introdujeron las licencias en 2014.
“Si el costo de la vivienda ha subido en los últimos años, no es culpa de los apartamentos turísticos porque la cantidad de ellos se ha mantenido igual”, dijo Enrique Alcántara, presidente de Apartur, una asociación de administradores de apartamentos turísticos que ha demandado a la ciudad por una normativa que, según ellos, revoca inconstitucionalmente sus licencias. Según Alcántara, la culpa es más bien de la falta de nuevas construcciones y de los alquileres no regulados que disfrutan los expatriados y los nómadas digitales.
Un portavoz de Airbnb respondió a una solicitud de entrevista con un comunicado: “Las causas fundamentales de los retos de la vivienda y el turismo en Barcelona y España son la falta de construcción de nuevas viviendas y décadas de turismo de masas impulsado por los hoteles, que representan la gran mayoría de los visitantes de Barcelona cada año”.
Solo alrededor del 30 por ciento de los visitantes que pasan la noche se alojan en alquileres. Y desde que fue multada en 2018 por permitir listados ilegales, Airbnb exige a los anfitriones que registren sus números de permiso.
Pero Alba, la inspectora, dice que ha visto de primera mano cómo algunos propietarios, sobre todo los que han comprado varios apartamentos y los han convertido en alquileres turísticos, se saltan el sistema con anuncios no registrados en otras plataformas de alquiler. Como alguien que no puede permitirse alquilar en el centro, no cree que el plan para eliminar los apartamentos turísticos vaya a dejarla sin trabajo. “Todo lo contrario, de hecho. Creo que significará que tendremos mucho más trabajo”.
Las Ramblas, sábado, mediodía
Un sábado a mediodía, Las Ramblas, la vía pública que antaño estaba repleta de boutiques y puestos de flores y pájaros, es una masa de turistas sudorosos. Un lado de la calle está destrozado por unas obras que, con el tiempo, supondrán aceras más anchas y nuevos espacios verdes. Pero por ahora el bulevar sigue siendo un marasmo de puestos de recuerdos, casas de cambio y cafés que sirven sangría y paella al microondas.
“Los turistas consumen cierto tipo de servicios que los locales no, y viceversa”, dijo Ayman Tobal, de 30 años, historiador económico, que participó en las protestas y vive cerca. Hace poco no pudo encontrar un lugar donde le copiaran las llaves. “Era absolutamente imposible: las tiendas de recuerdos y los cafés especializados los han echado a todos. El turismo excesivo destruye el tejido de un barrio”.
Quizá ninguna institución represente mejor el cambio de ese tejido que el mercado La Boquería de Las Ramblas, antaño considerado uno de los mejores del mundo. Hoy en día, en lugar de abastecer principalmente a familias o cocineros con ingredientes crudos, los puestos abastecen a los turistas con alimentos preparados: los pescaderos venden cucuruchos de gambas fritas junto a filetes de rape; los vendedores de aves de corral colocan empanadas precocinadas junto a huevos.
Yolanda Serrano, carnicera, regenta uno de los pocos puestos que aún venden solo ingredientes crudos. “El turismo nos ha quitado este mercado. Nuestros clientes ya no pueden venir aquí porque no pueden pasar con sus carros. Pero yo soy carnicera, no quiero vender empanadillas malas”. Está pensando en trasladar su tienda a una calle cercana al mercado de Sant Antoni, menos turístico.
Pinotxo, hasta hace poco el bar más conocido de La Boqueria, ya se mudó. Su propietario, Jordi Asín, no puede estar más contento. “En La Boqueria, el exceso de turismo cambió mucho el tipo de negocio que podíamos hacer”, dijo. “Aquí, seguimos recibiendo turistas, pero son los gastronómicos que vienen porque conocen nuestra cocina. Y hay muchos más locales, así que el equilibrio es mucho mejor”.
Parc Güell, sábado, 4:00 p. m.
Con sus vivos mosaicos y ondulantes terrazas, el Parc Güell, diseñado por el arquitecto Antoni Gaudí, es un imán turístico, tan popular que la atracción cerró recientemente su taquilla in situ y ahora requiere que los visitantes reserven por internet.
Situado en una prominente colina del barrio de Gracia, el Parc Güell no es de fácil acceso; incluso las estaciones de metro más cercanas requieren un empinado paseo cuesta arriba o cuesta abajo. Sin embargo, hay un medio de transporte público que ayuda a los residentes a sortear las colinas: un minibús que para en la entrada del parque. “Pero se había llenado tanto de turistas que el gobierno municipal pidió a Google que lo eliminara de sus mapas”, dijo Artur Paz, que, con su hijo, formaba parte de un puñado de pasajeros un sábado por la tarde. “Ahora vuelve a ser nuestro”.
El turismo excesivo presiona a las comunidades de muchas maneras. El hijo de Paz va al colegio dentro del parque, y dice que muchos padres están tan hartos de las multitudes que a veces embisten a los turistas con sus bicicletas. Cree que ese tipo de animadversión es injustificada. “A veces todos somos turistas”, afirmó. “Si viajo a Nueva York y estoy sentado en una cafetería al aire libre, no me gustaría que alguien se me echara encima con una pistola de agua”.
Terminal de cruceros, domingo, 9:00 a. m.
Un domingo por la mañana, miles de pasajeros se habían desbordado de cinco enormes cruceros atracados apenas a las afueras del centro de la ciudad. La mayoría de las mañanas de verano son testigo de la llegada de varios barcos, pero los domingos son especialmente malos: hasta 25.000 pasajeros llegan a la ciudad en pocas horas.
Para disminuir su impacto, la ciudad ha trasladado recientemente las terminales de cruceros de la base de Las Ramblas un poco más al sur. Pero la mayoría de los pasajeros suben a autobuses que los llevan a Las Ramblas. Y muchos, como los 5500 que llegaron esa mañana en el MSC Virtuosa, se quedan solo un día, ejerciendo una gran presión social y medioambiental sobre la ciudad sin gastar mucho.
Kieran y Corinne George y sus cuatro hijos habían embarcado en el MSC Virtuosa ocho días antes en Inglaterra, y no tenían planes para sus 10 horas en Barcelona. En el autobús hacia Las Ramblas, se sorprendieron al oír que la ciudad quería reducir las excursiones de un día como la suya. “¿Están diciendo que no quieren que vengan familias?”, preguntó George.
Según Valls, la ciudad cobrará pronto tasas más altas a los barcos que atraquen solo un día. Forma parte de un plan para atraer un turismo de “mayor calidad”, dijo. “Queremos visitantes que realmente valoren lo que encuentran en Barcelona, su cultura, sus conciertos, su diseño urbano, su arquitectura”.
Y su Copa América. Según Hernández, de la autoridad turística, el acontecimiento atrae a los turistas más centrados y con mayor poder adquisitivo que quiere la ciudad. “La persona que viene porque le gusta la vela: ese es el perfil de alguien que aporta mucho valor”.
La celebración de ese evento, al igual que la ampliación del aeropuerto, sugiere a algunos críticos —como Daniel Pardo, cuya organización quiere que se prohíba la promoción turística— que la ciudad no se toma en serio la lucha contra el turismo excesivo. “Que el gobierno pretenda que está haciendo algo contra la turistificación de la ciudad cuando continuamente decide y defiende públicamente este tipo de cosas es completamente incoherente”.
Sagrada Familia, domingo, 11.30 a. m.
El exterior de la famosa basílica de Gaudí es el caos habitual. Las multitudes miran boquiabiertas, los guías pastorean a los grupos y los vendedores se alinean en la acera. Mientras esperan su turno, dos turistas de Utah, Cindy Godoy, de 21 años, y Lexiana Casaday, de 21, dicen que habían oído hablar de las protestas, pero que aun así se sintieron bienvenidas. “La gente es muy amable”, dijo Godoy. “Pero puedo imaginar que hay un punto de inflexión en el que sientes que tu ciudad ya no es tuya”.
Dentro, los bancos estaban llenos de feligreses y visitantes. Aunque la misa se ofició en catalán, algunas oraciones estaban en otros idiomas, y un asistente recordó a la congregación —en inglés— que el sacramento era solo para católicos bautizados.
Entre los residentes se encontraban Jordi Nicolau y Gloria Belasch, de unos 80 años, que frecuentan la Sagrada Familia desde hace años, e incluso se habían casado allí. Aunque Belasch admitió que los visitantes a veces dificultan el tránsito por las calles, ella y su esposo les dieron la bienvenida. “El antiguo cura nos dijo que teníamos que querer a los turistas y mostrarles cariño”, dijo Nicolau. “Y así lo hacemos”.
Los dos salen de la iglesia tomados de la mano y, mientras un músico callejero entretiene a los turistas con “Hotel California”, van a saludar a sus vecinos.