El flamante Uruguay comenzó a exportar extracto de carne en la década de 1860, cuando en Europa occidental aumentaban en general los salarios y la demanda como consecuencia de la revolución industrial, y en ciertos ámbitos se debatía cómo mejorar la calidad de la alimentación.
El aumento de la producción y productividad industrial conducía directamente a una mayor demanda de materias primas e, indirectamente, al aumento de la población, la urbanización, y la mejora de los salarios, lo que incrementaba la demanda de alimentos, ha observado Javier Rodríguez Weber, doctor en historia económica y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Udelar.
Hasta entonces la exportación uruguaya de alimentos se basaba en el tasajo, era complementaria de cueros y lanas y los mercados no eran europeos sino latinoamericanos: Brasil y Cuba.
En 1866 Francis Clare Ford, cónsul en Uruguay, reportó favorablemente al Parlamento británico el proceso de producción en Fray Bentos del extracto de carne de Georg Giebert y Justus von Liebig: “Su potencia se puede calcular a partir del hecho de que 33 libras de carne [unos 15 kilos] se reducen a una libra de esencia [454 gramos], que es suficiente para hacer caldo para 128 personas [...]. Una cucharadita de extracto en una taza grande de agua, se consume sola. Y con la adición de un poco de pan, patata y sal, proporciona una buena comida” (1).
El extracto se exportaba a granel y luego se fraccionaba en los depósitos europeos en potes sellados.
Ciertos gobiernos y empresas, sobre todo de Gran Bretaña y Francia, experimentaron cómo llevar carne vacuna y ovina congelada desde América y Oceanía, donde se desperdiciaba en enormes volúmenes, solo para explotar la lana, los cueros y la grasa.
La emigración salvó a Europa de sus tensiones
Después de las guerras napoleónicas, que finalizaron en 1815, y hasta fines de ese siglo, entre veinte y treinta millones de habitantes de Europa emigraron a los confines del mundo.
No fue un proceso accidental sino por razones demográficas. Los emigrados huían de la escasez de posibilidades y de los desquicios de Europa central y oriental, España, Portugal, Italia, Irlanda, Escandinavia. Eran atraídos por los altos salarios y las posibilidades de ascenso social: “hacerse la América”. También emigró parte del capital acumulado por la revolución industrial experimentada en Gran Bretaña, Francia y Alemania en procura de nuevas oportunidades. El continente liberó así una parte de sus tensiones, y a la vez provocó un fabuloso trasplante económico y cultural.
“Durante el siglo XIX Europa estaba aumentando la población de sus ciudades dinámicas y saliendo al mundo. Gran Bretaña fue el líder de ambos procesos (con el aumento más rápido de la población y la más firme emigración) […]. Los británicos eran los principales urbanizadores, además de los colonizadores más numerosos”, reseñó el historiador británico Paul Johnson (2).
Solamente entre 1815 y 1840 más de un millón de personas abandonó las islas británicas: 500.000 hacia Canadá, 458.000 hacia Estados Unidos, 58.500 hacia Australia y Nueva Zelanda y más de 10.000 hacia África y América del Sur. También se inició entonces la emigración desde Irlanda, “un presagio del éxodo masivo que había de transportar a Estados Unidos un tercio de la población irlandesa”, escribió Johnson.
“La década de 1820 fue el período clave de la europeización de enormes extensiones del mundo. Numéricamente el objetivo principal fue América del Norte, pero el fenómeno fue global. La migración en masa se había puesto en marcha al fin” (2).
Estados Unidos de América, una nación nueva que a fines del siglo XIX se convertiría en la primera potencia económica mundial, aumentó su población en forma explosiva, sobre todo entre 1800 y 1890 —período en el que pasó de 5,2 millones de pobladores a 63 millones— debido a las grandes oleadas de inmigrantes y a la abundancia de trabajo, tierras y alimentos.
Entre 1851 y 1881 la población de la colonia británica de Australia creció casi seis veces: de 404.000 personas pasó a 2.253.000, estimulada por la inmigración europea y la abundancia de provisiones. En el mismo período el stock bovino en Australia trepó a 8 millones de cabezas, y el de ovinos a 65 millones.
En los emergentes Estados del Río de la Plata se registró un proceso similar. A finales de la década de 1880 la población de Uruguay superó las 700.000 personas, cinco veces más que en 1850, y Argentina sobrepasó largamente los tres millones de habitantes. En Uruguay había unos 8 millones de vacunos y 20 millones de ovinos, mientras en Argentina, en 1884, había 14 millones de vacunos y 70 millones de ovinos.
Por entonces cerca de la mitad de la población de Buenos Aires y Montevideo, los principales puertos de ingreso de inmigrantes, había nacido en el extranjero.
Durante el siglo XIX y principios del XX la población de origen europeo se apoderaría de gran parte de las zonas templadas del mundo, incluyendo Uruguay.
La inmigración en masa y las novedades de la revolución industrial estimularon el proceso de cambios más rápido y profundo que Uruguay conoció en toda su historia.
Un “refugio para los vagabundos descontentos”
El crecimiento en tropel de la población uruguaya en el siglo XIX es una alegoría de su desarrollo socioeconómico.
En 1803 el territorio, aún colonia española, albergaba unos 30.000 habitantes. Una parte menor pero significativa era indígena. El mestizaje entre negros, indígenas y colonizadores blancos fue muy amplio, sobre todo al norte del río Negro. Muchos “gauchos” y peones de las grandes corambres y arreos de ganado eran guaraníes emigrados de las Misiones a partir de la expulsión de los jesuitas del territorio español en 1767. Varios miles de guaraníes siguieron a Fructuoso Rivera hasta territorio oriental después de su conquista de las Misiones en 1828.
En 1830, cuando la independencia, Uruguay tenía unos 74.000 pobladores, de los que solo 14.000 vivían en Montevideo (18,9% del total).
Los esclavos negros eran relativamente escasos en la campaña, incluidos los que fugaban de Brasil. La esclavitud tenía poco significado económico en un país ganadero, y fue abolida por completo en Uruguay en 1842. Pero en Montevideo, donde servían a las familias patricias, podían representar hasta el 25% de la población total.
Según estudios de Andrés Lamas, entre la independencia y 1842, cuando el país contaba con poco más de 100.000 pobladores, habían arribado 17.536 franceses (muchos de ellos vascos de los Pirineos), 4.305 españoles peninsulares, 8.200 canarios, 11.995 italianos, 147 ingleses, 117 alemanes, 28 portugueses, 1.218 brasileños, 32 norteamericanos y 4.540 de origen africano.
La inmigración francesa hacia Uruguay se tornó muy significativa a partir de 1838, cuando una escuadra naval de Francia bloqueó el puerto de Buenos Aires y los otros de la Confederación Argentina. El triunfo poco después en Uruguay de la revuelta de Fructuoso Rivera contra el presidente Manuel Oribe dio a los barcos franceses una base sólida en Montevideo.
El inglés W. Whittle, quien estuvo en Montevideo entre 1842 y 1843, escribió en su Diario de un viaje al Río de la Plata, incluyendo observaciones hechas durante una estada en la República de Montevideo, publicado en Manchester en 1846: “Los artesanos son en su mayoría emigrados de las Provincias Vascas, por ejemplo ebanistas, albañiles, herreros, etc., y forman un grupo formidable. Se supone que son cerca de diez mil. Ellos traen y retienen consigo sus costumbres y forman un pequeño mundo. Tienen sus propios lugares de esparcimiento […]. Los jóvenes de Montevideo concurren a jugar a la pelota vasca, cuando tienen deseos de jolgorio. Muchas de las mujeres son extremadamente bonitas y muy vivaces. Generalmente hablan tanto francés como español, al estar el país entre ambas naciones” (3).
Había vascos en los dos ejércitos enfrentados en la Guerra Grande, voluntarios o forzados: los Voluntarios de Oribe entre las tropas del Partido Blanco, aliadas a los federales argentinos, que sitiaron Montevideo entre 1843 y 1851; y entre los milicianos de la Legión Francesa que sirvió al Gobierno de la Defensa de Montevideo, formado por el Partido Colorado, los unitarios argentinos y una escuadra naval anglo-francesa.
La corriente de vascos que provenían de territorio francés se acentuó notoriamente a partir de 1851, con el fin de la Guerra Grande.
Un poema popular que se exhibe en el Museo Vasco de Bilbao, en plaza Miguel Unamuno, resume las delicias de la vida en América:
Me marcho a América por voluntad propia
con la esperanza de vivir mejor que aquí.
Es que estoy tan harto de esta suerte...
Adiós padre y madre, que viváis bien.
Ya tengo un hijo allá en América
que partió hace seis años;
si acaso te encuentras con él,
dile que aún el padre vive.
Tomo café dos veces al día;
paseo a caballo cuando me place;
no me falta comida ni bebida, ni qué decir salud.
Padre, ¡si todo eso fuera en Donostia!
El artista inglés Robert Elwes, que pasó por la capital uruguaya durante la Guerra Grande, escribió después, en 1853: “[Montevideo] se ha convertido en una especie de refugio para todos los vagabundos descontentos de todos los países de Europa. Ingleses, franceses, italianos, alemanes, vascos, van allí como mercenarios, se llaman a sí mismos patriotas y consideran que están luchando por la libertad del país”.
Y Giuseppe Garibaldi —quien se convertiría luego en uno de los héroes de la unificación italiana, y estuvo entre 1841 y 1848 en la capital sitiada al servicio del Gobierno de la Defensa, como jefe de la Legión Italiana— la describió así en sus memorias: “Montevideo constituía un verdadero mercado cosmopolita, donde los extranjeros de todas las naciones eran siempre, por lo menos, en número igual a los indígenas, y los intereses extranjeros son casi siempre superiores a los de aquellos” (4).
Uruguay era un Estado nuevo y proteiforme, con un territorio semivacío, en el que abundaban las oportunidades, pese al primitivismo y la inestabilidad política. Y era un país completamente abierto a los inmigrantes de Europa y de los países vecinos.
El flujo proveniente de la península ibérica fue más o menos constante, desde la era colonial hasta finales del siglo XIX. La mayor parte llegaba de las regiones más pobres de España, como Extremadura o Galicia, aunque había también castellanos, catalanes, asturianos y muchos portugueses.
En general la mano de obra mínimamente calificada fue escasa y bien remunerada en Uruguay durante la mayor parte del siglo XIX, fenómeno similar al registrado en otros países nuevos y pujantes, como Estados Unidos.
En la Guía del emigrante para la República Oriental del Uruguay publicada en 1885, su autor, José Pesce, enumeraba precios de productos de consumo y los salarios en el país, y concluía que los oficios “en ningún país de Europa están tan bien remunerados” (5).
(1) Justus von Liebig – The Chemical Gatekeeper, de William H. Brock, Cambridge University Press, 1997.
(2) El nacimiento del mundo moderno, de Paul Johnson, Javier Vergara Editor, 1992.
(3) El legado de los inmigrantes (II), de Daniel Vidart y Renzo Pi Hugarte, fascículo 39 de la colección Nuestra Tierra, 1969.
(4) Garibaldi en el Plata, autobiografía de Giuseppe Garibaldi – Instituto Nacional del Libro, 1990.
(5) El imperio de la voluntad – Una aproximación al rol de la inmigración europea y el espíritu de empresa en el Uruguay de la temprana industrialización 1975-1930, de Alcides Beretta Curi, Colección Raíces / Editorial Fin de Siglo, 1996.
Próximo capítulo: Las colonias de inmigrantes: el peso de los italianos, alguna gente laboriosa y ladrones de todo tipo.
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