La producción de extracto de carne en Fray Bentos desde 1863 bien pudo ser una metáfora de un proceso mucho más amplio de rápida modernización que envolvía a Uruguay, pese a su tumultuosa vida social, económica y política, y la inmadurez de sus instituciones.

El nuevo Estado se levantó rápido de la postración de la Guerra Grande.

Entre 1853 y 1856 se instaló en Montevideo la primera red de alumbrado público a gas, muy precaria, que al principio comprendió la plaza de la Constitución y unas pocas cuadras de la Ciudad Vieja. En 1856 se inauguró el Teatro Solís, mientras se pavimentaban las primeras calles con adoquines y macadam y se construía la primera red cloacal.

También se pusieron en funcionamiento los nuevos faros en el Cerro de Montevideo (1852), Colonia del Sacramento (1857) y Punta del Este (1860).

En 1862 la concesión de la producción y abastecimiento de gas en la capital pasó a manos del omnipresente Irineu Evangelista de Sousa, barón de Mauá. Él inauguró junto a otros socios la Compañía del Gas en la rambla del barrio Sur, y luego extendió el servicio hasta la Unión y Paso Molino. En 1869 inició la construcción del dique Mauá para la reparación de barcos.

En 1866 comenzó a operar el servicio de telégrafo entre Montevideo y Buenos Aires mediante cable subfluvial. Esa red de la River Plate Telegraph tenía estaciones en Colonia del Sacramento, Rosario, San José de Mayo y Canelones. Luego, las líneas telegráficas se extendieron por todo el país siguiendo el trazado de las rutas ferroviarias. El comercio y la socialización (y el brazo del Estado) consiguieron así una pasmosa agilidad, como nunca antes en la historia.

El 17 de enero de 1867 se inauguró oficialmente la Bolsa Montevideana (en 1907 pasó a llamarse Bolsa de Comercio). Entonces la capital uruguaya vivía un gran auge por el tránsito de abastecimientos para los ejércitos que combatían en la guerra contra Paraguay, mientras aumentaba también el comercio de acciones privadas negociables y los títulos de gobierno. Entre los fundadores se contaron Juan Miguel Martínez, Narciso Farriols, Juan Mac Coll, Daniel Zorrilla, Fructuoso G. Busto, Alcides Montero y Ramón Arocena.  Estaba ubicada entre las calles Piedras y Zabala, en el local del comerciante catalán Juan Peipoch, donde hoy funciona la casa central del Banco de la República (1).

La actividad portuaria en Montevideo por la provisión a brasileños y orientales que combatían en la guerra contra Paraguay aumentó enormemente el comercio. También se registró un gran auge en la construcción de viviendas.

El 18 de julio de 1871 comenzó a funcionar en la plaza de la Constitución (de la Matriz) de Montevideo la primera fuente pública de agua potable. El agua se extraía del río Santa Lucía y la planta de tratamiento y las bombas fueron colocadas en la localidad que adoptó el nombre de Aguas Corrientes. Los hogares e instituciones se fueron suscribiendo gradualmente al nuevo servicio, durante décadas y hasta bien entrado el siglo XX solo accesible para las clases más pudientes. En 1879 la empresa concesionaria, que integraban el comerciante inglés Enrique Fynn, Ambrosio Lezica y los hermanos Lanús, vendió las instalaciones y derechos a la empresa británica The Montevideo Waterworks Co., que los conservó hasta 1950 mediante sucesivas renovaciones.

En la década de 1860 hubo en Uruguay otros proyectos de conservación de carnes a gran escala, además de la Liebig’s. A la Compañía Agrícola y Pastoril del barón de Mauá, con cabeza en Mercedes, se le sumó en 1868 el establecimiento La Trinidad, propiedad de José Buschental y Lucas Herrera y Obes. Su planta se ubicó cerca de la desembocadura del río San José en el Santa Lucía, sitio conocido como Rincón de Buschental, en el departamento de San José. Se destinó a producir extracto de carne, conservas y carnes cocidas y envasadas en hojalata para el ejército de Francia, además de velas y jabones.

La Trinidad fue un establecimiento sofisticado para la época, como la Liebig’s, muy por encima del saladero tradicional. Llegó a emplear unas trescientas personas de manera más o menos permanente y a faenar entre treinta y cinco mil y cuarenta mil vacunos por año. Cerró en 1884 al perder su privilegiado contrato con la Armée francesa, que pasó a proveerse de similares productos en Argelia y en una fábrica de Concordia, Entre Ríos, como resultado de manejos no muy claros.

Los habitantes del país comenzaron a concentrarse en ciudades y pueblos, mucho más rápidamente que en el resto de América Latina. Las manchas urbanas se extendieron con rapidez y desprolijidad, a medida que los nuevos pobladores buscaban tierras baratas para levantar sus hogares.

Los caminos de acceso a Montevideo de la época colonial, trazados espontáneamente sobre el lomo de las cuchillas que llegaban hasta la península, se transformaron con el tiempo en sus primeras grandes vías: las actuales avenidas 18 de Julio, Agraciada, Millán, Burgues, General Flores. El bulevar de Circunvalación, luego denominado bulevar Artigas, que se trazó en 1878 con la ingenua esperanza de contener la expansión de la ciudad, fue rápidamente sobrepasado por nuevos fraccionamientos y barriadas que crecían por doquier, pese a la pobreza de servicios y pavimentos. De ese modo, en Montevideo y otras ciudades uruguayas se fue consolidando una singular clase media y media-baja en la que abundaban los propietarios de viviendas modestas (ver capítulo 59).

Recién en 1889 la Junta Económico-Administrativa, el gobierno de la capital, contrató al arquitecto paisajista francés Edouard André para la realización de un Plan de embellecimiento y ensanche de Montevideo, que se entregó en 1891. De su proyecto surgieron varios paseos públicos y parques, que luego fueron complementados por otros urbanistas, como Charles Thays, el gran artífice de parques y plazas de varias ciudades argentinas, incluida Buenos Aires.

La agricultura en el sur y el litoral

La agricultura, que se había iniciado en pequeña escala en la era colonial junto a huertas y viñas para proveer a Montevideo, comenzó a extenderse a mediados del siglo XIX por pioneros como los franceses Pedro Margat Regnoust (1806-1890) y José Buschental (1802-1870).

La agricultura sistemática —en medio de un país decididamente ganadero y ecuestre— fue implantada por nuevas colonias de inmigrantes europeos conocedores de esas prácticas, como los piamonteses valdenses en Colonia y Soriano a partir de 1858; la colonia de los suizos en Nueva Helvecia desde 1861; los alemanes de Nueva Mehlem desde 1859 (quienes introdujeron el primer arado a vapor); los italianos en torno a Carmelo; y, sobre todos y antes que todos, los canarios, españoles e italianos en el Montevideo rural y en las chacras de Canelones y San José.

Tres departamentos —Canelones, San José y Colonia— concentraron tres de cada cuatro hectáreas destinadas a la agricultura extensiva en todo el país durante la segunda mitad del siglo XIX. En esa pequeña región del sur, incluida Montevideo, que representa el 9,2% del territorio nacional, vivía alrededor del 45% de la población total de Uruguay (hoy vive el 65% del total).

El francés Pedro Margat introdujo en Montevideo y Canelones una amplia variedad de arbustos, plantas y árboles para horticultura, como más tarde lo haría el italiano Domenico Basso (1855-1905), más conocido como Domingo Basso.

La vitivinicultura, ya practicada por los jesuitas y ciertas colonias de inmigrantes, se inició a escala comercial en las décadas de 1870-1880 con la instalación de establecimientos como los del francés Nicolás Guillot en Dolores (Soriano), del vasco Pascual Harriague en Salto y del catalán Francisco Vidiella en Colón. Hasta entonces el vino era uno de los principales productos de importación, y siguió siéndolo por mucho tiempo, pero en menor medida. En la década de 1890 algunos productores de origen italiano contribuyeron a estimular la producción de vino, entre ellos Pablo Varzi y Buonaventura Caviglia.

La agricultura de cierto porte se consolidó en Uruguay desde la segunda mitad de la década de 1870 con el alambramiento de los campos: en el sur, cerca de los consumidores de Montevideo, y en el litoral, una región de buenas tierras y con puertos de embarque. También había chacareros y horticultores tanos o ibéricos en torno a casi todos los pueblos del interior del país.

El aumento de los cultivos industriales, principalmente de lino, y más aún los de trigo, maíz, viñedos y huertas, combinados con la cría de aves y la producción lechera, se debió a un cambio en las costumbres alimenticias impuestas por la inmigración en masa, la mecanización, la creciente urbanización y los buenos precios internacionales.

En su célebre Diario del viaje de Montevideo a Paysandú de 1815, Dámaso Antonio Larrañaga celebró haber desayunado en Canelones “una buena fuente de huevos fritos con tomates y su buen trago de vino”, algo común entre los canarios, pero no tanto en el resto del país.

La encuesta rural de 1888 reveló que los inmigrantes (56%) y sus hijos (11%) eran clara mayoría entre quienes dedicaban sus predios, o algunas hectáreas de ellos, al desarrollo de una innovación como la vitivinicultura. Los datos censales de 1891 muestran un amplio predominio de nacidos en el extranjero, o de hijos de ellos, entre quienes se dedicaban a la agricultura en las inmediaciones de Montevideo. La mayoría eran españoles, seguidos de lejos por los italianos (2).

En total, en todo el país, en 1892 había unas veintiún mil empresas de agricultores: la mitad de propietarios y la otra mitad de arrendatarios. La mayoría de los arrendatarios o “chacareros” eran inmigrantes. Se pagaba hasta tres pesos anuales por hectárea arrendada en Canelones, la tierra más cara debido a su cercanía al gran mercado consumidor: Montevideo. Se trataba, en general, de pequeños emprendimientos familiares en predios de menos de cien hectáreas, de las que se sembraban chacras de entre tres a quince hectáreas. Se hacían también muchos negocios en medianería: el propietario cedía su tierra a cambio de la mitad del resultado del cultivo.

La multiplicación de la agricultura

No fue una producción agrícola realizada por masas de campesinos, al estilo de América Central o ciertas regiones de Asia, África y de Europa meridional y oriental, sino por núcleos familiares y peones zafreros, una ínfima proporción de los habitantes del país, muchas veces minifundistas con escaso crédito y asistencia técnica.

El historiador británico Hugh Thomas observó que “el aumento en la cantidad de alimentos en los siglos XIX y XX se produjo en lugares en los que el número de agricultores se había reducido”. El éxito de la agricultura moderna se debió a la mecanización y al enorme aumento de la productividad. Muchos antiguos agricultores pasaron a hacer otras cosas en pueblos y ciudades (3). (De hecho, todas las grandes potencias exportadoras de productos agrícolas —desde Estados Unidos a Argentina, desde Brasil a Australia, incluida la Unión Europea— tienen muy baja proporción de su población en las zonas rurales, aunque una parte de la mano de obra y de los técnicos se desplaza diariamente desde núcleos urbanos a trabajar en el campo).

Unas 160.000 hectáreas se destinaron a cultivos agrícolas en Uruguay en 1860, 202.000 en 1878, 324.000 en 1886, 350.000 en 1895, y cerca de 500.000 hectáreas a inicios del 900 (4). La productividad solía tener enormes altibajos en función del clima y de las plagas, como la langosta.

La producción uruguaya de trigo, maíz y otros granos apenas alcanzaba para surtir al mercado interno desde 1895, y gozaba de cierta protección arancelaria ante la abrumadora competencia de los granos producidos a gran escala en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe, Argentina. En años de muy buenas cosechas, los saldos de maíz y de harina de trigo oriental se exportaban al sur de Brasil.

(1) Página web de la Cámara de Comercio y Servicios del Uruguay.

(2) Sobre estos temas ver, por ejemplo: La inmigración europea en el Uruguay. Los italianos, de Silvia Rodríguez Villamil y Graciela Sapriza, EBO, 1982, citado en Inmigración europea e industria. Uruguay en la región (1870-1915), de Alcides Beretta Curi, Universidad de la República, 2014, (http://biblioteca.clacso.edu.ar/Uruguay/fhce-udelar/20170106053446/pdf_778.pdf).

(3) Una historia inacabada del mundo, de Hugh Thomas, en dos tomos, Mondadori, 2001.

(4) Agricultura y modernización, 1840-1930, obra de varios autores bajo la coordinación de Alcides Beretta Curi, Universidad de la República, 2012; cita de Historia económica del Uruguay. Desde los orígenes hasta 1860, tomo I, de Julio Millot y Magdalena Bertino, Fundación de Cultura Universitaria (FCU), Instituto de Economía (Facultad de Ciencias Económicas y Administración, Universidad de la República), 1991.

Próximo capítulo: Los inicios de la mecanización en la agricultura.