Juan Manuel Blanes (1830-1901) pintó algunas grandes telas al óleo que, en cierta forma, simbolizan la era del Militarismo: desde el nacionalismo implícito en El juramento de los Treinta y Tres Orientales hasta Revista de 1885, que muestra el oropel castrense de Máximo Santos y su séquito en la plaza Independencia. Fue la estética propia de una Estado que ganaba centralidad y fuerza, y que exigía un culto acorde.
Blanes, el primer y más encumbrado clásico de la pintura nacional, desarrolló en ese período una obra que se inscribe en el proceso ideológico de exaltación patriótica y consolidación del imaginario nacional.
El Militarismo, que se extendió entre 1876 y 1890, representa un período de la historia uruguaya sumamente controvertido, ya que a las numerosas realizaciones se contrapuso un clima de represión y violencia contra los opositores.
Tras la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay (1865-1870), el Ejército se profesionalizó, mejoró su armamento y adquirió mayor conciencia de su presencia como grupo de presión. Lorenzo Latorre se respaldó en algunas unidades militares de élite para ascender al poder en 1875-1876. El caos político y económico reinante fue una excusa inmejorable para el golpismo.
Si bien en algunos momentos esos gobiernos militares tuvieron pretensiones de legalidad y en dos oportunidades un civil ejerció la Presidencia (el ubicuo Francisco Vidal), se trató de regímenes autoritarios, apoyados en la fuerza de las armas y que incluso apelaron al crimen, la desaparición o la expatriación de los opositores.
“El militarismo significó desde el ángulo político, la sustitución de las banderas tradicionales (blancos y colorados, ‘candomberos’ como se les llamó en este tiempo) y las nuevas (los ‘principistas’) por el gobierno de los grupos de presión más fuertes en lo económico aliados al grupo de presión más fuerte en el poder real y coactivo: el Ejército. La inoperancia, la debilidad y el tono artificial que había asumido paulatinamente la superestructura política de la República, se tradujo pues, en una asunción del poder casi directa por parte del substractum de la sociedad uruguaya: las ‘fuerzas vivas’ de su economía”, escribió José Pedro Barrán en la Enciclopedia Uruguaya (1968).
El período, especialmente bajo el mandato de Latorre, sentó sin embargo las bases para la modernización del país a través de la afirmación de la autoridad del Estado, la codificación, la creación de registros públicos, el alambramiento de los campos, la mejora de la enseñanza, la independencia del Estado respecto a la Iglesia Católica y otras reformas.
Una de las consecuencias de la consolidación del Estado central, respaldado en la modernidad —Ejército profesional, con armas de largo alcance, tiro rápido y preciso, movilizado por ferrocarril y comunicado por telégrafo—, fue el fin aparente de las rebeliones a caballo en la campaña, armadas de cualquier modo, al estilo de la revolución de las Lanzas de 1870-1872.
Latorre sofocó la revolución Tricolor en la primavera de 1875, y Santos y Tajes acabaron rápidamente con la revolución del Quebracho en marzo de 1886.
En su informe a la Asamblea General del 15 de febrero de 1887 el presidente Máximo Tajes y su ministro de gobierno, Julio Herrera y Obes, expresaron su convicción de que “es empresa poco menos que imposible derrocar los poderes constituidos con revoluciones populares” (1).
Esa afirmación resalta la extraordinaria habilidad de los jinetes de Aparicio Saravia, que sobrevivirían en rebelión durante seis meses una década después, en 1897, hasta obligar al gobierno a pactar; y de nuevo en 1904, durante ocho meses, hasta que el caudillo cayó herido de muerte.
Modernidad y auge económico y demográfico
El Militarismo se benefició de un gran auge económico entre 1875 y 1885, basado en las exportaciones de lanas, cueros y conservas, con un considerable aumento de la producción agropecuaria y la creación de servicios urbanos. La economía llegó a una cima entre 1887 y 1890, estimulada por la entrada de inversiones y deuda pública tomada en Londres. Las inversiones británicas en el país pasaron de 11 a 36,7 millones de libras esterlinas entre 1883 y 1890 (ver Inglaterra y la tierra purpúrea, de Peter Winn, tomo II apéndice IV).
Recién en 1890 Uruguay y Argentina caerían en un grave pozo crítico, en parte por la actitud dispendiosa de los Estados, y más por la insolvencia de la banca Baring Brothers, que había concentrado excesivamente su crédito en Argentina, cuyo traspié produjo pánico en Londres y se propagó por toda Europa occidental.
En la segunda mitad del siglo XIX el país estaba embarcado en el proceso de desarrollo más rápido imaginable. Empresas extranjeras, a veces asociadas con nacionales, comenzaron a instalar los servicios típicos de la modernidad. Entre las décadas inmediatamente anteriores y posteriores al 900 el comercio internacional se multiplicó varias veces: una nueva muestra de las extraordinarias fuerzas creativas que liberó la revolución industrial y que beneficiaron a Uruguay como proveedor de materias primas y alimentos.
Desde el fin de la Guerra Grande en 1852 hasta 1908, la población del país se multiplicó por 7,9: de 132.000 habitantes pasó a más de un millón. No ha habido en la historia nacional otro período de desarrollo demográfico y económico tan acelerado.
La primera mitad de la década de 1880, durante los gobiernos del Militarismo, fue de un gran optimismo. La tierra y los alimentos eran abundantes y baratos. El capitalismo arribó definitivamente al Río de la Plata, como llegaban en masa los inmigrantes europeos, los capitales extranjeros a Uruguay (especialmente argentinos e ingleses) y toda suerte de proyectos: ferrocarriles, colonias de agricultores, mejoramiento de las razas de ovinos y bovinos, comercios cada vez más variados, pequeñas industrias, servicios, el primer frigorífico, que se instaló en Colonia en 1884.
En Montevideo se produjo un gran auge del loteo de nuevos barrios y la construcción de viviendas para la creciente clase media.
Solo entre 1887 y 1890 se crearon 26 bancos y 150 sociedades anónimas, muchas veces con dirigentes políticos entre sus accionistas y directores.
Hacia el fin de la década de 1880 el crédito se había expandido a gran ritmo. El gobierno amplió sus gastos más allá de la recaudación y comenzó a padecer un severo déficit, que cubrió con deuda pública. Y los precios de las exportaciones uruguayas comenzaron a caer.
Paralelamente se libraba, sin dar ni pedir clemencia, una gran batalla ideológica entre el espiritualismo de raíz católica y el positivismo empujado por el auge científico. “Ese drama no fue, al fin, otro que el gran drama filosófico del siglo (XIX en el mundo), promovido por el inusitado ataque que el naturalismo científico llevó al viejo absolutismo metafísico y moral”, resumió el filósofo e historiador uruguayo Arturo Ardao (2).
Ardao señaló que en solo dos décadas, las de 1870 y 1880, “apuramos, en nuestro pequeño ‘mundo histórico’, las dos grandes crisis espirituales del hombre moderno: la de la fe, típica del siglo XVIII, y la de la razón absolutista, típica del siglo XIX” (3).
(1) Historia rural del Uruguay moderno 1886-1894 – La crisis económica, tomo II, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1971.
(2) Espiritualismo y positivismo en el Uruguay, de Arturo Ardao, Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos, volumen 176, Montevideo, 2008.
(3) Ver artículo del autor: “Latorre, el Militarismo y la modernidad” publicado en su blog de El Observador el 13 de diciembre de 2017 dentro de la serie Una historia del dinero en Uruguay.
Próximo capítulo: Los albores de la prensa, un decisivo medio de crítica política y cohesión social.
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