La Constitución de 1830, la base institucional de Uruguay hasta 1918, dispuso que a la Asamblea General le competía “justificar el peso, ley, y valor de las monedas; fijar [su] tipo y denominación, y arreglar el sistema de pesas y medidas”. También debería aprobar la creación y el reglamento de los bancos que se establecieran en el territorio.
Para ser elegido diputado se requería, entre otras condiciones, “un capital de cuatro mil pesos [esta norma se refería al peso fuerte español de plata, o argentino, que equivalía a una onza de 27,0643 gramos de plata] o profesión, arte u oficio útil que le produzca una renta equivalente”; y para acceder al Senado se exigía “un capital de diez mil pesos, o una renta equivalente, o profesión científica que se la produzca”.
Para ser diputado, entonces, se requería poseer un capital cercano a los ciento veinte mil dólares de hoy (un cálculo muy precario, según la cotización de la plata a junio de 2024), en tanto para acceder a la Cámara Alta se requerían cerca de trescientos mil dólares como mínimo.
El voto era censitario, según las tendencias republicanas de entonces, que imponía restricciones por posición socioeconómica, educación y sexo, esto antes del voto universal que comenzó a abrirse paso en ciertos países entre fines del siglo XIX y principios del XX.
Uruguay inició su andadura independiente sin moneda propia y sin bancos. La moneda de referencia era el peso fuerte o duro español de plata, que equivalía a dos mil reales (réis) brasileños y a 0,213 libras esterlinas. Poco a poco en América se generalizó la denominación peso para las monedas locales, en tanto en España se optó por llamar peso duro o simplemente duro a la unidad monetaria.
Durante el primer gobierno de Fructuoso Rivera, que se extendió entre 1830 y 1834, se prohibió la circulación de las monedas de cobre provenientes de Brasil y del papel moneda de origen argentino, profundamente depreciados. Como se vio en el capítulo 6 de esta serie, los billetes del Banco de Buenos Ayres o Banco Nacional, habían provocado un desastre inflacionario. Sin embargo, la escasez de circulante de pequeño valor hizo que se autorizara de nuevo el cobre bonaerense, incluso resellado con un símbolo nacional y con otro valor.
El 29 de abril de 1835 el Estado uruguayo, ya bajo el gobierno de Manuel Oribe, realizó la primera emisión de bonos de deuda pública que compraron capitalistas particulares. Ningún banco se interesaba entonces por los papeles de un país nuevo, minúsculo y frágil, probablemente destinado a desaparecer.
Una ley del 14 de junio de 1839, en el segundo gobierno de Fructuoso Rivera, encomendó la acuñación de moneda de cobre de baja denominación. Al año siguiente, un decreto prohibió la emisión y circulación de “señas de lata” emitidas por comerciantes, que suplían la escasez de moneda chica en diversas zonas del país. Pero ese tipo de efectivo nunca dejó de circular.
Monedas a gusto del consumidor
La creación de una moneda nacional fue un asunto nada urgente en medio de la precariedad general. El país no la necesitaba. Montevideo era un pequeño emporio de comercio internacional y podía proveerse de lo que quisiera. Se adoptó moneda ajena, según el deseo del público, o bien la preferida por el Estado y sus acreedores para realizar sus transacciones. Algo similar ocurre hoy en países como Zimbabue, El Salvador o Ecuador que abandonaron sus monedas soberanas después de graves procesos inflacionarios, y de hecho o de derecho adoptaron otra, como el dólar estadounidense, que no puede ser alterada por sus dirigentes políticos —aunque deban aceptar la depreciación de esa moneda sustituta—. De forma explícita o implícita, quienes tomaron esa decisión y quienes ahora la mantienen, aceptan que, al fin, un Estado con moneda ajena puede ser más soberano que otro con dinero propio corrompido.
La gradual sofisticación financiera de los ciudadanos ha ampliado considerablemente las opciones de intercambio, ahorro y crédito. De hecho, la actual dolarización de Uruguay para todas las transacciones de cierta importancia —electrodomésticos, automóviles, viviendas, terrenos y campos, honorarios— fue el resultado de casi medio siglo de inflación elevada y devaluaciones abruptas, a partir de 1951, con la consiguiente imprevisibilidad y expropiación de ahorros, jubilaciones y salarios.
El dólar estadounidense es una mala medida de valor y de ahorro, pues se ha depreciado mucho desde 1971, momento en el que Estados Unidos abandonó su conversión en oro, y más aún desde las grandes emisiones que sucedieron a la crisis financiera de 2008 y la pandemia de Covid-19 en 2020, pero aún goza de prestigio entre muchas personas, cual reliquia bárbara.
El Estado uruguayo no emitió billetes de papel hasta 1875, cuando lo hizo una Junta de Crédito Público que duró poco; pero más claramente hasta 1887, cuando comenzó a operar el Banco Nacional, con capital público y privado, un fugaz predecesor del Banco de la República.
Durante las primeras décadas de vida independiente el circulante fue metálico: cobre, aleaciones, plata, oro (salvo la emisión de deuda como cuasi moneda durante la Guerra Grande). Se utilizaba moneda argentina, brasileña o española, e incluso algunas fabricadas localmente. Las compraventas más importantes o el comercio exterior solían pactarse en metales preciosos, en monedas de oro y plata de países como Estados Unidos, España y Francia o en libras esterlinas, la moneda de Gran Bretaña.
El célebre naturalista inglés Charles Darwin, quien estuvo en Uruguay un par de veces entre 1832 y 1833, recorrió una estancia de dos leguas y medias de superficie (5.827 hectáreas), ubicada entre la desembocadura del río San Juan y el Río de la Plata, el sitio de la actual estancia presidencial San Juan de Anchorena. Su dueño le dijo que pretendía por ella algo más de dos mil libras esterlinas de entonces —no otra moneda—, incluyendo en el precio su casa rústica, sus “excelentes corrales”, sus montes y aguadas y sus tres mil vacunos, novecientos cincuenta yeguarizos y seiscientos ovinos.
En general no hubo inflación en las primeras décadas de la independencia uruguaya, al menos si los precios se medían en moneda fuerte (y no en los papeles de deuda —ya mencionados— emitidos por el Gobierno de la Defensa de Montevideo en tiempos desesperados, que se envileció casi por completo). Los precios siguieron el promedio internacional, que fue levemente decreciente en esa era (deflación).
Los bancos privados que se instalaron después de la Guerra Grande (1839-1852) libraban billetes que las personas aceptaban según su confianza en el emisor, y que —como respaldo— eran canjeables por oro. La desconfianza y los excesos de emisión provocaron corridas y decretos de curso forzoso, que alimentaron aún más la suspicacia ante el papel.
Los desastres de las guerras
Pese a todos los desastres de las guerras, Montevideo fue un atendible centro de comercio internacional durante las primeras décadas del siglo XIX. Por su activo puerto se exportaban básicamente millones de cueros de vacunos y yeguarizos. Los cueros también salían por la frontera seca con Brasil, hacia Rio Grande do Sul, al igual que el ganado en pie y el tasajo.
El puerto de Montevideo recibía muchos productos de Gran Bretaña, que estaba a la vanguardia de la revolución industrial; y también de Estados Unidos, Brasil y España. Otra parte muy significativa de los productos de consumo masivo, desde la yerba mate al tabaco, pasando por maderas y aguardiente, provenía de Argentina o Brasil, comúnmente de contrabando.
Montevideo no solo abastecía el interior oriental, su hinterland natural; también era activísimo el comercio en tránsito desde y hacia territorio argentino, paraguayo y el sur de Brasil.
Los impuestos eran bajos durante la dominación luso-brasileña y tras la independencia uruguaya, aunque, inevitablemente, el comercio exterior se mostró muy sensible a los vaivenes políticos y militares.
Después de casi dos décadas de guerra por la independencia, los primeros años de vida de la República Oriental del Uruguay fueron tumultuosos.
El aparato burocrático del nuevo Estado estaba en pañales, asentado sobre las estructuras de la administración colonial española. Las rentas provenían básicamente de las aduanas, sobre todo la de Montevideo, y la mitad del gasto público o más se destinaba a pagar sueldos o retiros de militares, muy abundantes después de todas las guerras.
Charles Darwin escribió en sus memorias (Viaje de un naturalista alrededor del mundo): “[La guerra contra Brasil] tuvo resultados muy desfavorables para Uruguay, no tanto por sus efectos inmediatos, sino porque trajo consigo una proliferación de generales y de muchos otros militares de todo rango. La cantidad de generales (aunque sin paga) es mayor en las Provincias Unidas del Río de la Plata que en el Reino Unido de Gran Bretaña. En estos caballeros ha surgido el amor por el poder, y jamás ponen objeciones en intervenir en una que otra refriega, razón por la cual muchos de ellos están siempre listos para causar disturbios y para derrocar un gobierno que no ha podido aún echar bases firmes”.
El gobierno de Fructuoso Rivera iniciado en octubre de 1830 debió lidiar con varios levantamientos encabezados por Juan Antonio Lavalleja (1). Manuel Oribe, presidente constitucional desde 1835, al año siguiente enfrentó la rebelión de Rivera. Oribe cayó en 1838 y en marzo de 1839 el nuevo presidente, que no era otro que Rivera, le declaró la guerra a Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires —quien se alió con Oribe—.
La Guerra Grande, un conflicto civil uruguayo mezclado con una guerra civil argentina, se extendió hasta 1851 y liquidó la economía uruguaya. Los vacunos y yeguarizos casi se extinguieron, el comercio se redujo a lo indispensable (salvo para quienes lucraron con el abastecimiento a los ejércitos) y Montevideo hipotecó desde las plazas públicas y las calles hasta las rentas aduaneras, incluyendo el mismísimo edificio de la Aduana.
Fue una “guerra de recursos” que incluyó grandes ejércitos que vivían del terreno y la confiscación de las propiedades de los enemigos.
“Nada de agricultura; los ricos campos de cría desnudos; se podían recorrer decenas de leguas sin encontrar una res; el país era un verdadero cadáver político, económico y financiero”, escribió entonces el brasileño Irineu Evangelista de Sousa, quien más tarde recibió el título de barón de Mauá (2).
(*) Este capítulo fue publicado inicialmente por el autor en su blog de El Observador, el 25 de octubre de 2017.
(1) Juan Antonio Lavalleja (1784-1853): militar, político y hacendado, fue uno de los caudillos más importantes de la historia oriental y decisivo en la independencia de Uruguay. Hijo de españoles, se crio en el campo y se educó en las faenas rurales. Se sumó en 1811 a la revolución anticolonial, participó en las campañas de José Artigas y trabó gran amistad con Fructuoso Rivera, otro joven jefe artiguista. En la lucha contra la invasión portuguesa de 1816 adquirió fama de guerrillero valiente y tenaz, y se casó con Ana Monterroso (Rivera lo representó en la ceremonia por poder). Cayó prisionero en febrero de 1818 y fue llevado a Río de Janeiro. Liberado en 1821, tras la derrota del artiguismo, fue incorporado el Ejército portugués con el grado de teniente coronel y administró campos en territorio oriental, entonces denominado Provincia Cisplatina. En 1823 se radicó en Buenos Aires y se dio a una intensa labor conspirativa. Lideró el inicio de la guerra contra Brasil en 1825 (Cruzada Libertadora), estableció un gobierno revolucionario en Florida, que lo designó gobernador y capitán general, e hizo convocar la Sala de Representantes, que el 25 de agosto declaró la independencia de Portugal y Brasil y la incorporación de la Provincia Oriental a las Provincias Unidas. El 12 de octubre de ese mismo año obtuvo una fundamental victoria en la batalla de Sarandí, con una célebre carga a lanza y sable. En 1826, cuando los argentinos se sumaron a la guerra contra Brasil, Lavalleja impidió la disolución de las milicias orientales, que conservaron su autonomía. Por esa y otras razones mantuvo relaciones muy conflictivas con el jefe del Ejército Republicano, Carlos María de Alvear, y también con Rivera por el liderazgo de los orientales. Su participación en la campaña contra Brasil fue determinante, incluso en la muy importante batalla de Ituzaingó (1827). Luego el nuevo gobernador de Buenos Aires, el federal Manuel Dorrego, lo designó general en jefe de las tropas que actuaban en territorio oriental. En octubre de 1827 disolvió manu militari la Asamblea de la Florida, que había aprobado una Constitución unitaria, y se declaró dictador. A partir de ese momento su estrella comenzó a decaer. Influido por Pedro Trápani, aceptó la mediación inglesa y se mostró luego entusiasta partidario de la independencia total (ver el capítulo 8 de esta serie de artículos). Disputó con Rivera la primacía política y estuvieron al borde de provocar una guerra civil. El 24 de octubre de 1830 su candidatura fue derrotada ampliamente por la de Rivera, quien resultó elegido primer presidente de la nueva República. Se sublevó en 1831 y realizó varios intentos de derrocar el presidente constitucional. Exiliado en Río Grande do Sul, Brasil, el presidente Manuel Oribe le devolvió en 1836 sus grados y sus propiedades, y lo convirtió en uno de sus colaboradores, lo que invertía el rango que cada uno había ocupado durante la Cruzada de 1825. Combatiendo del lado del gobierno de Oribe, tomó parte en varias batallas e hizo la Guerra Grande (1839-1851) junto a los blancos y los federales de Juan Manuel de Rosas, contra los colorados de Rivera y los unitarios argentinos. En 1853 dio un giro copernicano y asumió una apasionada militancia colorada, seguramente bajo la influencia de su esposa (quien le escribió: “¡Date corte, Juan Antonio!”). Se le designó miembro de un Triunvirato de gobierno dictatorial junto a su viejo rival Fructuoso Rivera, por entonces en Brasil, y a Venancio Flores. El 22 de octubre de 1853 se sintió mal y falleció en el Fuerte de Montevideo, entonces Casa de Gobierno.
(2) Mauá, empresario del Imperio, de Jorge Caldeira, Fundación Itaú, Montevideo, 2008.
Próximo capítulo: Las primeras monedas y el masón que envió el Imperio.