Durante 1825, en particular tras el triunfo el 12 de octubre en la batalla de Sarandí —en el actual departamento de Florida— los patriotas orientales se apoderaron de casi todo el interior de la Provincia, sustrayéndola al dominio de Brasil, y mantuvieron el sitio de Montevideo sin combates.
Según Thomas Samuel Hood, cónsul inglés en Montevideo y por entonces proclive a defender los puntos de vista de los brasileños, los éxitos patriotas, más que al mérito propio, se debieron a “la extraordinaria imbecilidad, falta de energía y disciplina militar de su oponente, cuyas acciones [en enero de 1826] están totalmente paralizadas”.
La derrota de Sarandí le costó al jefe militar brasileño Carlos Federico Lecor el cargo de capitán general de la Provincia Cisplatina, que era como los luso-brasileños llamaron a la Provincia Oriental. Francisco de Paula Maggessi, un residente poco popular de Montevideo, fue designado presidente en su lugar. Lecor partió de la ciudad el 30 de agosto de 1826 para encabezar las tropas brasileñas apostadas en la frontera entre la Provincia Cisplatina u Oriental y Rio Grande do Sul.
En diciembre de 1825 Brasil había declarado la guerra a las Provincias Unidas, y en enero los argentinos enviaron un ejército en apoyo de las milicias orientales llamado Ejército de Observación, luego Ejército Republicano.
Líos republicanos y negocios sucios
Tras el impulso inicial el ejército argentino-oriental se mostró indisciplinado, escaso de recursos y sumido en permanentes rencillas entre los jefes y representantes de las distintas provincias.
Además, las fuerzas orientales sufrían las desavenencias personales entre Juan Antonio Lavalleja, aliado a Manuel Oribe, y Fructuoso Rivera (esa competencia por el liderazgo signaría la historia oriental durante largas décadas).
Lavalleja estaba condicionado por las alianzas urdidas en Buenos Aires que le permitieron iniciar la Cruzada Libertadora. Sin embargo, no permitió que las milicias orientales se disolvieran en el seno del Ejército Republicano, como querían sus jefes porteños, sino que mantuvo su cohesión. Rivera, mientras tanto, había quedado solo en la Banda Oriental en 1820, después de la derrota de José Artigas, y entonces pactó con los invasores luso-brasileños. Se alió con Lavalleja y los suyos en 1825, después del discutido episodio conocido como Abrazo del Monzón, actuaba con independencia y tenía mucho predicamento entre la gente sencilla de la campaña oriental.
Después de reñir con los federales argentinos y con Lavalleja, Rivera, finalmente, se marchó al exilio en Entre Ríos y luego en Santa Fe. Reaparecería espectacularmente en 1828 cuando, contra la voluntad inicial de Lavalleja y Manuel Oribe, reunió a un grupo de paisanos y conquistó las Misiones Orientales. Fue un hecho decisivo para convencer a Pedro I, emperador de Brasil, de los graves riesgos de continuar la guerra. Ya que al final su nuevo imperio podría resultar amputado, o incluso atomizarse en múltiples pedazos, como ocurrió con las antiguas colonias españolas.
El cerco sobre Montevideo, la principal ciudad de la Provincia, poblada por unas trece mil personas, se reforzó durante 1826. Vigilada por una línea rebelde que corría a seis u ocho kilómetros del puerto, solo pudo ser abastecida por vía fluvial. Durante toda la guerra por la Provincia Oriental o Cisplatina, entre 1825 y 1828, los brasileños mantuvieron la superioridad naval, pese a los esfuerzos de la flotilla argentina comandada por William Brown.
Las tropas de Manuel Oribe derrotaron un par de intentos brasileños de romper el cerco de Montevideo. Sin embargo, algunos “oficiales principales” del ejército sitiador, según el cónsul inglés Hood, permitieron el paso de abastecimientos hacia la ciudad e hicieron “grandes sumas de dinero”. El cónsul informó por escrito a sus superiores —entre ellos a los diplomáticos Robert Gordon, en Río de Janeiro, y John Ponsonby, en Buenos Aires— que Carlos María de Alvear, Manuel Oribe, Lucio Mansilla y Juan Gregorio Las Heras habían hecho fortunas vendiendo cueros en Montevideo —a través de agentes— cobrados en metálico y no en la depreciada moneda de Buenos Aires.
El Banco de Buenos Ayres, creado en 1822, había abandonado la convertibilidad en oro de los papeles que emitía, que era la forma de respaldarlos. La base monetaria creció, sin control, a una media de 100% anual entre 1823 y 1825 para tapar los déficits del gobierno de la Provincia. A partir de 1826 los precios treparon aceleradamente, incluso en territorio oriental, por lo que las personas huían de los pesos porteños.
La historia argentina está jalonada por la indisciplina fiscal y monetaria, y la inflación resultante.
Por qué no la independencia
Tras la Convención García —que planeaba entregar la Provincia Oriental a Brasil— la opinión mayoritaria de los orientales, en el Montevideo sitiado y más aún en la campaña, era proclive a crear en el territorio en disputa un Estado libre de brasileños y argentinos, consignó el cónsul Hood el 27 de julio de 1827 en una carta a Robert Gordon, embajador británico en Río de Janeiro.
La fallida Convención, interpretada casi como una rendición, provocó en Buenos Aires la caída de Bernardino Rivadavia, del bando unitario, y el ascenso al poder del federal Manuel Dorrego.
Si el nuevo gobierno bonaerense abandonaba la guerra contra Brasil, los orientales de la campaña estaban dispuestos a continuarla en soledad, afirmó el cónsul inglés en Montevideo; y “debe temerse que los orientales transformen la modalidad de lucha en una guerra de recursos de una clase personal y cruel, y que los corsarios que ahora infestan la costa de Brasil se transformen en piratas bajo la bandera oriental”.
Como Brasil parecía incapaz de derrotar a los ejércitos republicanos para mantener su control de la ribera izquierda del Río de la Plata (más bien ocurría lo contrario: llevaba las de perder) y los orientales se mostraban muy celosos de sus fueros, desde 1827 lord Ponsonby —mediador británico en Buenos Aires— comenzó a sugerir la creación de un Estado independiente.
“Concluyo que los orientales están tan poco dispuestos a permitir que Buenos Aires tenga predominio sobre ellos como a someterse a la soberanía del emperador [de Brasil]”, escribió Ponsonby a su gobierno en 1828. Y anunció que los orientales entrarían en guerra con Buenos Aires si no se reconocía su independencia.
Muchas personas en Europa y en la región, incluso buena parte de los líderes locales, estimaban que la Banda Oriental era inviable como Estado independiente debido a su primitivismo, pequeñez y escasa población, no mucho más de setenta mil almas. Ponsonby no estaba de acuerdo: “La Banda Oriental es casi tan grande como Inglaterra, tiene el mejor puerto del Plata, el suelo es particularmente fértil, el clima es el mejor”, le escribió en 1826 a George Canning, entonces ministro británico de Relaciones Exteriores (Foreign Office). Al año siguiente Canning asumiría como primer ministro del Reino Unido por el Partido Conservador.
“Muchos de sus habitantes tienen grandes posesiones —detalló Ponsonby—; son tan cultos como cualquier persona de Buenos Aires y muy capaces de constituir un gobierno independiente, probablemente tan bien administrado y conducido como cualquiera de los gobiernos de Sud América. El pueblo es impetuoso y salvaje, pero no más que el de aquí [el de Buenos Aires] y, yo creo, como el de todo el continente”.
Lavalleja, el caudillo decisivo
Robert Gordon y John Ponsonby convencieron al empresario oriental Pedro Trápani y al caudillo militar Juan Antonio Lavalleja de la viabilidad de la Banda Oriental como Estado independiente, una idea que hasta José Artigas había rechazado. Trápani, quien poseía un saladero en sociedad con un tío de John Ponsonby, admiraba a Gran Bretaña, “esa nación sabia, liberal y poderosa”. Él, uno de los principales financistas de la Cruzada Libertadora, escribió a Lavalleja el 13 de diciembre de 1827: “Ya lo tengo orientalizado [a Ponsonby] y nos ha de servir de mucho”. No está claro quien convenció a quién.
Lavalleja, un hombre valiente como el que más, por entonces era el líder militar de la Provincia Oriental, que concebía unida al resto de las Provincias del Río de la Plata mediante un vínculo laxo, de tipo federal o confederado, al modo artiguista. Mantuvo la independencia de las milicias orientales en el seno del Ejército Republicano, contra los intentos de los jefes unitarios porteños de dividirlas. El 12 de octubre de 1827 dio un golpe de Estado contra la Sala de Representantes de la Provincia Oriental, la que, por necesidad militar, había aprobado la Constitución unitaria impuesta el año anterior por Bernardino Rivadavia.
Después de la batalla de Ituzaingó —el 20 de febrero de 1827, que favoreció a los argentino-orientales— los bandos enfrentados entraron en un prolongado letargo, cual luchadores agotados. Buenos Aires, en quiebra, no tenía dinero ni para pagar a sus soldados; en tanto los brasileños —a la defensiva, aunque lejos de ser vencidos— eran mucho más numerosos y mantenían el bloqueo del comercio exterior de su enemigo.
En los meses finales de 1827, Ponsonby presionó con energía y descaro a Manuel Dorrego, gobernador de Buenos Aires, quien finalmente cedió. Su aceptación de la independencia oriental —y la devolución a Brasil de las Misiones Orientales, tomadas por Rivera en 1828— le costaron el cargo y la vida a manos de los unitarios, que lo fusilaron en diciembre.
“Es a Lavalleja a quien debemos la paz, en gran parte al menos”, escribió Ponsonby a Gordon. “Creo que nunca la hubiéramos alcanzado por medios correctos sin su cooperación […]”. También escribió en octubre a Londres: “Yo creo que el gobierno de Su Majestad Británica podrá orientar los asuntos de esa parte de Sud América casi como le plazca”.
La independencia uruguaya, como la de otros países de la región, fue el resultado de una combinación de causas diversas, hechos accidentales y ambiciones personales.
Entre los eventos decisivos se cuentan la independencia estadounidense —una fuente ideológica fundamental del artiguismo— pues enseñó a los criollos que era posible gobernarse por sí mismos; la batalla de Trafalgar (1805) y la invasión de Napoleón Bonaparte a la península ibérica (1808), que cortaron los lazos con la metrópolis.
Ponsonby y sus amigos, junto a algunos jefes orientales, cada quien en procura de sus intereses, suministraron soluciones prácticas para enredos y oportunidades coyunturales.
(*) Este capítulo está basado en un artículo publicado por el autor en la web del diario El Observador el 21 de junio de 2017.
Fuentes principales de este artículo y el anterior: La misión Ponsonby de Luis Alberto de Herrera, 1930; El cónsul británico en Montevideo y la independencia del Uruguay de José Pedro Barrán, Ana Frega y Mónica Nicoliello, Publicaciones de la Universidad de la República, 1999; Influencia británica en el Uruguay autores varios, con Juan Antonio Varese como compilador, 2010; Oxford Dictionary of National Biography, 2004; y La enciclopedia de El País, diario El País, 2011.
Próximo capítulo: Uruguay nació saqueado y dividido en dos bandos: Lavalleja y Rivera
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