Por Javier Rodríguez Weber (*)

La “cuestión agraria” fue uno de los grandes problemas del desarrollo en la América Latina del siglo XX. El escaso progreso técnico impedía al sector agropecuario producir los alimentos necesarios para la creciente población. El desarrollo era una utopía. Para encontrar soluciones muchos tornaron sus miradas a la historia. Parecían preguntarse, parafraseando al novelista Mario Vargas Llosa: ¿en qué momento se jodió el campo latinoamericano?

En la década de 1960 para una parte significativa de los debatientes el mal y los villanos estaban claros: eran el latifundio y los latifundistas. Los terratenientes acaparaban tanta tierra, que, aunque la explotaran mal, ganaban dinero suficiente para darse sus lujos aristocráticos. A los campesinos apenas les alcanzaba para comer; imposible invertir. Unos por tanto y otros por tan poco, el resultado era el mismo.

La reforma agraria era vista como solución no sólo por la izquierda: en Chile la inició un gobierno de derecha, y Estados Unidos la promovió mediante la Alianza para el Progreso, un programa de ayuda creado en 1961 por el gobierno de John F. Kennedy. Todos parecían compartir el diagnóstico: para aumentar la productividad había que hacer las reformas que en Europa impulsó el liberalismo revolucionario del siglo XIX.

En Uruguay la cuestión era similar y diferente.

Era diferente porque el país exportaba alimentos y no contaba con un campesinado al modo de Perú o Bolivia. Y era similar porque sí había grandes y pequeños terratenientes; y porque, aunque hubo ciertos progresos técnicos, la producción ganadera se había estancado ya a principios de siglo. No había pradera para alimentar más vacunos. Solucionar el “problema forrajero” —disponer de más alimentos para producir más vacunos y lanares— suponía invertir e innovar. Apostar a ganar, aún a riesgo de perder. Pero hacía décadas que los estancieros no arriesgaban.

Entonces ¿cuándo cómo y por qué se jodió la ganadería uruguaya?

José Pedro Barrán y Benjamín Nahum dedicaron su principal obra, la Historia Rural del Uruguay Moderno (siete volúmenes publicados entre 1967 y 1978) a responder esas y otras preguntas; en particular: ¿por qué la transformación de la segunda mitad del siglo XIX, que se reseña en esta serie de capítulos, quedó trunca?

Desde fines de la Guerra Grande en 1851 y hasta la crisis de 1890 el campo uruguayo se transformó y, al hacerlo, modernizó al país todo. Aquellos pasos revolucionarios del lanar, el alambramiento acelerado, la mestización de ganados, la producción de charque y conservas, las exportaciones a gran escala y el regular avance de la agricultura terminaron en un prolongado estancamiento durante el siglo XX.

Barrán y Nahum arribaron a algunas respuestas que la historiadora María Inés Moraes ha llamado, con justa solemnidad, un “conjunto de tesis áureas” (1), que pueden resumirse en la expresión “desarrollo bloqueado”:

“Si entendemos por desarrollo económico una modificación profunda de las estructuras que permite una producción superior en calidad y cantidad, debemos llegar a la conclusión de que el Uruguay conoció a partir de 1860, con el triunfo del ovino, un proceso de esta naturaleza (...). Se debe anotar, empero y desde ya, que este desarrollo se bloqueó al poco tiempo de iniciado, ya que en la evolución político-social que lo acompañó cristalizó un factor dominante: la clase terrateniente tradicional y latifundista, que tendía a convertir el desarrollo en mero crecimiento económico” (2).

Estancieros “progresistas” y “tradicionales”

Para Barrán y Nahum, el “desarrollo bloqueado” fue resultado de la interacción de clases diferentes de estancieros: los “progresistas” y los “tradicionales”. Los primeros eran burgueses en toda regla: estudiaban, invertían, arriesgaban. Poblaban sus estancias del litoral con lanares y novillos de raza que importaban de Europa o de Argentina. Se organizaron en la Asociación Rural a partir de 1871 para presionar por los cambios institucionales que necesitaban para garantizar su propiedad. Desde su Revista difundían conocimiento y promovían el progreso del agro y del país. Muchos eran inmigrantes del norte de Europa, así que hasta en sus apellidos transpiraban liderazgo burgués y capitalismo.

Los otros, los tradicionales, eran eso: rutinarios. Se parecían más a señores feudales que a capitalistas. Les importaba la riqueza, claro, porque poseer tierras y ganados les daba poder. Pero no querían arriesgar, apenas se ocupaban de invertir, y no mejoraron la genética de sus animales. Su obsesión, según Barrán y Nahum, era la cantidad y no la calidad. Lo que buscaban era acaparar. No venían del norte de Europa, sino que eran brasileros o criollos. Sus estancias no estaban en el sur y el litoral del río Uruguay sino en Tacuarembó, Rivera, Artigas o Cerro Largo.

La obra de Barrán y Nahum destaca por muchas cosas, pero no por su rigurosidad conceptual. En palabras de Moraes, “desde el punto de vista teórico (…) incorpora, como en capas sucesivas, bagajes conceptuales tomados de también sucesivos —e incluso opuestos— desarrollos teóricos”. Pero hay una idea clara detrás de las tesis áureas. Como diría Fito Páez, era una cuestión de actitud: el problema estaba en la mentalidad. Los “progresistas” poseían una racionalidad capitalista y se orientaban a obtener la máxima ganancia. Los “tradicionales” eran conservadores; su mentalidad los hacía refractarios a los cambios.

De modo que, a la larga, el sector agropecuario se estancó porque “nunca pudimos librarnos de algunas rémoras de la estructura antigua” (3).

Pero si la diferenciación entre los estancieros “progresistas” y los “tradicionales” tenía una clara correlación con el territorio, ¿no tendría la geografía algo que ver? Alguien que viajara en el 900 entre Soriano y Rivera o Cerro Largo podría apreciar claramente cómo el empuje progresista se iba diluyendo en el mar de la tradición: cada vez menos bovinos Hereford o Shorton; cada vez más ganado criollo, enjuto y musculoso, tributario lejano de Hernandarias.

Para Barrán y Nahum la geografía importaba, y seguía importando, porque asumieron la antigua tesis de la bendición diabólica, según la cual los dones de la naturaleza hacen perezosos a los hombres. Así, la fertilidad de la pradera obró como un anestésico que “hizo posible desdeñar el cambio y mantener —en lo esencial— las estructuras antiguas de la explotación rural hasta el día de hoy desde el siglo XVIII” (4).

Calidad de la tierra y mentalidad del productor

Barrán y Nahum no apelaban a la bendición diabólica para explicar la diversidad de la geografía ganadera, sino que la veían como uno de los elementos que hizo posible la permanencia de la mentalidad tradicional. Pero la diferenciación entre ganaderos “progresistas” y “tradicionales” según región del territorio uruguayo parecía contradecir esa interpretación. ¿Cómo explicar que la modernización tuvo lugar precisamente en las tierras más fértiles? ¿Podía ser que la fertilidad del suelo no fuera un anestésico sino un estimulante, un energizante de la innovación?

A una conclusión por el estilo llegaron Julio Millot y Magdalena Bertino en el segundo tomo de su Historia Económica del Uruguay —obra lamentablemente inconclusa. Partidarios de una concepción teórica clara, influenciada por el marxismo, y funcionarios de una institución como el Instituto de Economía, donde la rigurosidad conceptual es imprescindible, escribieron en un tiempo en que, más allá de sus deseos, tanto la revolución como la reforma agraria habían quedado atrás.

Para Millot y Bertino todos los estancieros, desde Soriano a Artigas, buscaban maximizar sus ganancias; todos compartían una racionalidad capitalista. Si unos habían invertido e innovado más que otros, la respuesta no se encontraba en una diferente “aptitud psicológica hacia el cambio” como habían sostenido Barrán y Nahum.

Encontraron la respuesta en la diferente calidad de la tierra. Porque lo que mueve al empresario capitalista no es aumentar la producción sino maximizar la ganancia. Si cree que ganará más importando ganado Hereford, pues entonces lo hará. Si cree que ganará más con los mismos bovinos criollos de toda la vida, con ellos se quedará. Y las diferencias en la calidad de la tierra podían conducir a que en Soriano conviniera hacer una cosa y en Tacuarembó o Rivera otra.

Contradecir una de las “tesis áureas” de Barrán y Nahum no era cosa fácil, pero Millot y Bertino contaban con un arma del futuro: el índice Coneat (5). Esta fuente de información sobre la productividad, publicada por primera vez al finalizar la década de 1970, les permitió demostrar la correlación entre la calidad de la tierra en Uruguay y la introducción de innovación tecnológica. Cierto es que los autores de la Historia Rural eran conscientes de esas diferencias, y habían apelado al conocimiento agronómico de su tiempo para documentarla lo mejor posible; pero el índice Coneat todavía no existía, por lo que Barrán y Nahum no tuvieron a su disposición un instrumento capaz de mapear y medir esas diferencias.

Así, en un ejemplo de cómo el presente permite ampliar lo que conocemos del pasado, Millot y Bertino, armados de rigor teórico y de información bien documentada, pudieron concluir:

“Los recursos naturales nos parecen el factor fundamental de diferenciación. Los índices de Coneat (1979) muestran que los departamentos que en 1908 eran ‘progresistas’ tienen una productividad superior a 90 (con relación a la media —100— del país) y todos los de productividad baja están en la zona ‘atrasada’. Los precios de la tierra y los arrendamientos que relevaron Barrán y Nahum, y que según nuestro enfoque son un reflejo de las rentabilidades relativas, muestran la misma distribución (…) Se podría pensar que la baja producción fuera consecuencia del atraso derivado de la ‘mentalidad arcaica’. Si la misma pudo haber influido, la productividad física es sin duda el factor decisivo” (6).

Al fin, ciertamente era posible hallar en la frontera nordeste y en centro-norte una mentalidad más tradicional entre las gentes de campo. Pero las diferencias con “los progresistas” en lo que producían y como lo hacían, se explicaban más por la tierra que pisaban —sobre el basalto superficial, la cuchilla Grande o la cuchilla de Haedo— que lo que había en sus cabezas.

(*) El autor de este capítulo es doctor en Historia Económica y profesor del Programa de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias Sociales (Udelar).

(1) Dos versiones sobre las transformaciones económicas y sociales del medio rural uruguayo entre 1860 y 1914, por María Inés Moraes, Cuadernos del Claeh Vol. 24, Nº 83-84, págs. 215-240 (1999).

(2) Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental (1967), pág. 315.

(3) Obra citada, José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, pág. 199.

(4) Historia Rural del Uruguay Moderno. Tomo VII. Agricultura, crédito y transporte bajo Batlle (1905-1914), de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo (1978), pág. 189

(5) Una ley de octubre de 1968 creó la Comisión Nacional de Estudio Agronómico de la Tierra (Coneat) con el cometido principal de determinar la capacidad productiva de cada inmueble rural y el promedio del país mediante un índice (Índice de Productividad Coneat). Esos índices, publicados inicialmente en 1979, refieren a la capacidad productiva de cada terreno en términos de carne bovina, ovina y lana en pie. La capacidad productiva media del país es 100. Los diferentes predios están en ese promedio, por encima o por debajo, lo que incide casi linealmente sobre su valor. Las tierras de prioridad forestal tienen una productividad menor.

(6) Historia económica del Uruguay, tomo II, de Julio Millot y Magdalena Bertino, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo (1996), pág. 99.

Próximo capítulo: Cuando los pastores de ovejas comenzaron a quebrar la antigua civilización ganadera.