Al despuntar el siglo XIX los saladeros orientales eran un sistema rústico y hediondo de corrales y galpones, que empleaba a 200 o 300 personas cada uno. Allí se enlazaba y degollaba el ganado vacuno cerril, sus carnes se cortaban en capas y tiras (la “charqueada”) y se sumergían en salmuera. Más tarde se estibaban en pilas con sal durante algunos días, mientras escurrían, se secaban en tendederos de postes y ramas al viento y al sol, y por último se embalaban en cueros, telas o arpillera para su exportación hacia Brasil, Cuba y otros mercados menores.

La grasa se derretía y se empacaba de diversas formas, desde vejigas y otras tripas de los propios animales a barricas de madera; y los cueros se salaban, pues así se pagaban más que los cueros secos provenientes de las estancias.

También se faenaba una gran cantidad de yeguarizos, extraordinariamente abundantes, para exportar sus cueros y grasas derretidas.

El tasajo se consumía localmente: el guiso carrero, en base a charqui (nombre quechua para la carne vacuna seca), grasa y arroz, era un clásico entre el pobrerío. Pero más que nada el tasajo se vendía para la alimentación a bordo de los buques y de los esclavos y gentes humildes en Brasil y Cuba. Los cueros y las gorduras eran comprados básicamente por la industria británica.

No habría saladeros sin la superabundancia de ganado vacuno.

La ganadería en la Banda Oriental

Los primeros vacunos y yeguarizos fueron introducidos en la Banda Oriental en 1611 y 1617 por Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias), un criollo, funcionario del Imperio español, quien por muchos años fue gobernador del Río de la Plata y del Paraguay. Él pobló con vacunos las islas de la desembocadura del río Negro en el río Uruguay que le habían sido concedidas por la corona.

Al mismo tiempo, durante el siglo XVII, el ganado vacuno se expandió por el norte del río Negro a partir de las misiones guaraníticas establecidas por la Compañía de Jesús (Jesuitas) en territorios que hoy integran Paraguay, Argentina y Brasil.

Es probable que los yeguarizos —complemento natural de la ganadería vacuna— se propagaran incluso antes, a partir de 1574, cuando el adelantado español Juan Ortiz de Zárate fundó el efímero fortín Zaratina o Zárate de San Salvador, sobre el río San Salvador.

Se estima que en torno a 1680, cuando los portugueses fundaron Colonia del Sacramento, ya había varios millones de vacunos y yeguarizos en la margen izquierda del río Uruguay, que eran utilizados con naturalidad por la población indígena y los gauchos “sueltos”.

Durante los siglos XVII y XVIII, tiempos aurorales de la colonización ibérica de la Banda Oriental, cuando esta era conocida aún como la Vaquería del mar, los faeneros eran los europeos y mestizos que se introducían en el territorio desde el oeste del río Uruguay —desde Brasil, entonces territorio portugués— o tras desembarcar en la costa atlántica o del Río de la Plata, y faenaban las reses, y también yeguarizos, para llevarse los cueros (1).

A partir del siglo XVIII fue común la producción en los actuales territorios de Uruguay, Argentina y Brasil de carne vacuna seca (charqui), o bien salada y seca, el tasajo.

El primer saladero en territorio oriental habría sido creado por Manuel Melián en 1780, a orillas del río San Salvador, en el actual departamento de Soriano. Vendía su producción a los buques españoles que operaban en el Atlántico sur. En 1787 Francisco de Medina instaló otro sobre el arroyo Colla, cerca de la actual ciudad de Rosario, en Colonia; y Francisco A. Maciel puso el suyo sobre el arroyo Miguelete, cerca de Montevideo.

Los saladeros se instalaron en el litoral del país, en el este y en los alrededores de Montevideo; siempre en lugares accesibles para el transporte fluvial o marítimo, y con cursos de agua en los que podían arrojar los desechos.

La instalación y auge de los saladeros es un claro ejemplo de encadenamiento productivo derivado del crecimiento del comercio. Fueron navieros y comerciantes, muchos de ellos también estancieros, quienes llevaron adelante la actividad. Sin un puerto, además, los saladeros no habrían tenido mercado para su producción (2).

Fuente de poder y fortuna

Fueron exitosos saladeristas muchos de los criollos e inmigrantes más notables en tiempos coloniales y durante las primeras décadas de la independencia, ya fuera como negocio principal o accesorio: Francisco Antonio Maciel, Antonio Vilardebó, Pedro Trápani, Juan José Secco, Francisco Aguilar, Felipe Argentó, Tomás Basáñez, José Buschental, Félix Buxareo, Jaime Cibils, Pascual Harriague, Juan José Durán, Solano García, Richard B. Hughes, Samuel Lafone, Norberto Larravide, Gabriel A. Pereira, Juan María Pérez, José Antonio Ramírez, Thomas Thomkinson o los germano-belgas de la Liebig’s. También buena parte de la riqueza y el poder en Argentina se edificó sobre estancias y saladeros: Tomás de Anchorena, Justo José de Urquiza, Juan Manuel de Rosas (1).

A principios del siglo XIX los saladeros también comercializaban grasa animal o sebo, utilizada para el alumbrado público y para la fabricación de jabones y velas.

En 1805 había siete u ocho saladeros en la Banda Oriental, la mayoría cerca de Montevideo. En 1840 Samuel Lafone, comerciante y prestamista, instaló un gran saladero en el norte de la bahía de Montevideo, llamado La Teja, que después de la Guerra Grande llegó a faenar mil doscientos vacunos diarios, y más de ciento diez mil en la zafra de diciembre-mayo (ver apuntes biográficos de Lafone en el capítulo IX de esta serie).

El sitio de Montevideo entre 1843 y 1851 significó la ruina de sus saladeros, pero a la vez, el auge de otros en el Buceo —zona controlada por los sitiadores del Partido Blanco— y de otros en el interior, sobre todo en la Guardia de Arredondo, sobre el río Yaguarón, actual Río Branco, para furia de los saladeristas gaúchos de la región de Pelotas; o en el litoral del río Uruguay: Salto, Paysandú, Casablanca, Mercedes, Colonia. Entonces ya era común el uso de maquinaria a vapor para la extracción de grasa.

Con el fin del enfrentamiento, y las condiciones de paz impuestas por Brasil, la exportación de tasajo hacia Rio Grande do Sul cayó en picada, por medidas proteccionistas, aunque no cesó el arreo de ganado vacuno a través de la frontera.

En 1859 operaban en Montevideo siete saladeros. Eran la principal industria de exportación, casi la única, muy dependiente de Brasil (Cuba siempre fue un cliente menor). Y en la década de 1870 había 21 saladeros en todo el país, incluyendo la planta de Liebig’s Extract of Meat Company Limited (Lemco) de villa Independencia o Fray Bentos, que, además de extracto de carne, producía tasajo. Todos esos saladeros empleaban a unas seis mil personas en múltiples oficios, desde troperos a desolladores.

El italiano Giuseppe Garibaldi, quien participó de la Guerra Grande hasta 1848, en sus memorias describió “un país donde todos los hombres son completos jinetes y donde es la carne el único alimento de la campaña”.

Las colocaciones de tasajo, grasas y cueros fueron cruciales para las finanzas del naciente Estado uruguayo que, básicamente, recaudaba en Aduanas por tasas aplicadas a las exportaciones e importaciones.

Los altibajos del stock ganadero

Se calcula que al comenzar la Guerra Grande en 1839 había en Uruguay unos 6,5 millones de cabezas de ganado, que al terminar en 1851 se habían reducido a alrededor de dos millones. De hecho, ese conflicto interminable hizo regresar la ganadería hacia sus formas más primitivas: faena de ganado para subsistencia, grandes matanzas de vacunos y yeguarizos para pagar armas y deudas directamente con cueros, contrabando y grandes arreos de animales en pie hacia Rio Grande do Sul, llamados “californias” por su semejanza con el desplazamiento de colonos hacia California, Estados Unidos, durante la fiebre del oro iniciada en 1848.

Terminada la guerra, la campaña oriental se había retrotraído hasta los orígenes de la república, e incluso hasta la era colonial.

Sin embargo, para 1858 el stock vacuno ya se había duplicado, hasta cuatro millones de cabezas, y de nuevo volvió a hacerlo hacia 1862, hasta 7,5 u 8 millones. Ese era probablemente el máximo que admitían los campos de Uruguay, con una explotación primitiva como la de entonces, sin alambrados ni sanidad ni praderas artificiales, que no toleraba mucho más de media cabeza bovina por hectárea de campo natural (3).

La riqueza ganadera se recuperaba rápidamente cuando había paz. En pocos años el stock ganadero renacía. Esa fue una diferencia sustancial del Uruguay independiente con otras regiones de América Latina.

“En Perú, Bolivia, o México, las guerras civiles destruían minas e infraestructura; un capital que se había acumulado durante siglos y que no se podía recuperar fácilmente”, destaca Javier Rodríguez Weber, doctor en Historia Económica y profesor del Programa de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias Sociales (Udelar). “Así, la industria de la plata mexicana, que había tenido un renacer en el siglo XVIII, se derrumbó por la inundación de las minas. Algunas volvieron a producir luego de un cuarto de siglo… Las guerras son consideradas un factor central del rezago latinoamericano (se ha hablado de ‘décadas perdidas’ para el medio siglo que sigue a la independencia) pero no tanto para Uruguay. Sí destruían mucho, pero la recuperación era rápida. También por eso Uruguay se despegó del resto del continente”.

Las exportaciones de cueros pasaron de un promedio anual de 648.000 para el trienio 1853-1855 a más de 1.200.000 para 1862-1863. La exportación de tasajo muestra igualmente una fuerte alza entre 1855, cuando se embarcan nueve millones de kilos, y 1862, cuando se llegó a 34 millones de kilos (278% de aumento en siete años). Ese promedio se mantuvo hasta 1880.

Un novillo de raza criolla, enjuto y musculoso, rendía alrededor de ciento sesenta kilos de carne y grasa y treinta y cinco kilos de cuero, además de vísceras y huesos, con lo que se producían en promedio unos sesenta kilos de tasajo (3).

En Argentina, mientras tanto, entre 1850 y 1880, las exportaciones anuales promediaron 2,7 millones de cueros y más de 46 millones de kilos de tasajo (4).

Las exportaciones de tasajo desde la región del Río de la Plata, unida a la producción de Rio Grande do Sul, tenían un límite objetivo: la demanda de Brasil y Cuba, y poco más, que sumaba unas 74.000 toneladas anuales. Cada vez que el stock bovino de Uruguay sobrepasó los ocho millones de cabezas en la década de 1860, el precio de los animales cayó en picada a diez pesos y aún menos, por superproducción. Los excedentes se faenaron entonces solamente por el cuero, que, seco, se pagaba cuatro pesos en 1862, y cinco si estaba salado (3).

Solo a fines del siglo XIX se rompió ese límite, en apariencia infranqueable, por el auge de las colocaciones de tasajo en Brasil, que llegaron a 59.000 toneladas en 1899 y a 58.000 en 1900; una cima antes de una nueva caída. Por entonces, finalizada formalmente la esclavitud, el consumo de tasajo estaba incorporado a la población común brasileña.

Las fábricas de conservas Liebig’s y La Trinidad agregaron demanda en la segunda mitad de la década de 1860, pero no suficiente para sortear ciertos límites objetivos del rodeo vacuno. Este círculo de hierro sería roto recién entrado el siglo XX, cuando el ascenso de la industria frigorífica.

Cuba y Brasil redujeron sus compras de tasajo tras la caída de los precios del azúcar y el café a partir de 1857, cuando el pánico financiero de ese año en Estados Unidos se extendió a Europa occidental. La crisis del relativamente pequeño mundo capitalista de entonces se prolongó hasta 1865 y más allá debido a la Guerra de Secesión en Estados Unidos entre 1861 y 1865, lo que impactó en forma negativa sobre los precios del ganado.

(1)       Textos tomados en parte de Gran enciclopedia del Uruguay, en 4 tomos, diario El Observador, 2002, y de La enciclopedia de El País, en 16 tomos, diario El País, 2011, ambas dirigidas por el autor de esta serie.

(2)       El puerto colonial de Montevideo. Guerras y apertura comercial, tres lustros de crecimiento económico (1791-1806), volumen 1, de Arturo Ariel Bentancur, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Montevideo, 1997. Citado por Javier Rodríguez Weber en La conformación de la economía oriental, 1750-1870 (inédito). En rigor, solo una parte de lo producido por los saladeros se despachaba en Montevideo. Otros saladeros embarcaban desde diversos puntos de los ríos Uruguay y Río de la Plata. Algunas industrias cárnicas más sofisticadas, como la Liebig’s de Fray Bentos, embarcaron en sus propios muelles. River Plate Fresh Meat Co., el primer frigorífico que operó en Uruguay a partir de 1884, embarcó carneros congelados en El Real de San Carlos, contiguo a Colonia del Sacramento.

(3)       Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1967.

(4)       La economía del Río de la Plata durante el siglo XIX, de Carlos Sempat Assadourian - Anuario del Instituto de Historia Argentina, Nº 11, 2011.

Próximo capítulo: La Liebig’s, una industrial global en un pueblo del fin del mundo.