La literatura especializada suele considerar a los ovejeros del Uruguay de la segunda mitad del siglo XIX como un sector ganadero “progresista” por sus esfuerzos para mejorar las razas, modernizar la producción y promover en general un uso más eficiente de la tierra, aun antes de la generalización del alambrado.
La incipiente cría de ovejas sufrió un serio revés durante la Guerra Grande (1839-1851), aunque continuó desarrollándose en Argentina gracias a inmigrantes ingleses, irlandeses y escoceses.
La irrupción del ovino después del conflicto, pero más aún desde la década de 1860, comenzó a quebrar el mundo tradicional, casi inamovible: el “antiguo orden” ganadero.
La crianza conjunta de lanares y vacunos, además de yeguarizos, contribuyó también a balancear mejor los riesgos de la empresa rural. Un producto, eventualmente, compensaba la depreciación del otro, pues apuntaban a mercados distintos, con exigencias diferentes. Los mayores riesgos, en todo caso, serían los campos demasiado cargados de animales y las grandes sequías, como las de 1869 y 1892.
A partir de la década de 1860 la vieja estancia de la “edad del cuero”, como la llamó Dámaso Antonio Larrañaga, dio paso a una “nueva estancia” que se propagó a partir del litoral y del centrosur del país (en especial al norte de San José, que en 1885 pasó a denominarse Flores). Fueron establecimientos con tierras de relativa buena calidad, explotados con criterio empresarial por propietarios criollos o inmigrantes con acceso al crédito bancario y a los negocios mercantiles, y con mayor disponibilidad de información técnica.
La producción de lana estimuló la subdivisión de las estancias, arraigó a los trabajadores a la comarca y consolidó una amplia clase media rural.
El estanciero tradicional, más hecho al caballo, al lazo, al cuchillo y al vacuno, tendía a despreciar a los apacibles criadores de ovejas y a los agricultores, un sentimiento que también menudeó en el Oeste norteamericano. Pero el rápido enriquecimiento de los productores de lana, incluidos pequeños y medianos propietarios de tierras y gente recién llegada al país, avivó la imitación de los criollos.
En 1891 un cronista de la revista de la Asociación Rural del Uruguay escribió: “Participamos del axioma inglés de que la oveja es el gran colonizador universal. Así vemos a la Australia, Nueva Zelandia, El Cabo de Buena Esperanza y el Río de la Plata mismo, modificar sus hábitos salvajes de criadores de yeguadas y ganados alzados, en que los pastores viven en el mismo estado que los animales, para entrar a la vida del puesto fijo, de la familia y del cultivo de la tierra” (1).
Importación de pastores vascos
Estos empresarios rurales modernizadores introdujeron nuevas razas de vacunos y ovinos, incrementaron la producción de lana y contrataron pastores y puesteros conocedores del oficio recién llegados de Europa.
En la década de 1870, funcionarios responsables de atraer inmigrantes consignaron una fuerte demanda de “familias labradoras de las provincias vascongadas”, que embarcaban en los puertos del golfo de Vizcaya, desde La Rochelle y Burdeos a Pasajes (Donostia) y Bilbao, y eran empleadas de inmediato al llegar en las estancias y colonias agropecuarias (2).
Los nuevos pastores eran empleados o peones bien pagados; o atendían un “puesto” alejado de la estancia principal y cuidaban majadas de 800 a 1.200 ovejas y carneros. Otras veces trabajaban en régimen “de capitalización” o “de medianeros”: un porcentaje significativo de los corderos sobrevivientes, o de la lana esquilada, correspondía al cuidador.
Los esquiladores, que al principio solían ser italianos, formaron “comparsas” especializadas de decenas de personas que se desplazaban de estancia en estancia durante la primavera, la época de zafra. Era un trabajo preciso y extenuante que se pagaba bien. Cortaban los vellones con tijeras manuales, los ataban y los metían en largas bolsas de arpillera, que apretaban saltando dentro de ellas (3).
Muchos de esos pastores inmigrantes, que al principio vivieron de manera miserable, terminaron arrendando o comprando tierras, que aún eran relativamente baratas. Erigieron ranchos de paredes de terrón y techos de paja, para vivienda y depósitos, cercaron potreros y reunieron grandes cantidades de ovinos y vacunos. Así se integraron a un amplio proceso de ascenso social y modernización económica y política.
“Posiblemente no hubo en toda nuestra historia rural una transformación más radical”, afirmaron Barrán y Nahum.
La estancia especializada en lanares empleaba más personas que la ganadería tradicional, con la que se complementaba, además de verse obligada a invertir en mejoras como alambrados, galpones, mangas, bretes y baños. La explotación ovina requirió una creciente sofisticación en el mestizaje, el manejo, la esquila, la alimentación y la sanidad del rebaño.
A fines de la década de 1860 la campaña oriental se había llenado de ovinos, al punto que había más de los que la pradera podía soportar. Siguió un proceso de aprendizaje caracterizado por varios años con alta mortalidad animal y gran volatilidad de las existencias (1).
María Inés Moraes, doctora en historia económica, destaca que la saturación de la pradera supuso que la carga animal total (bovinos y ovinos), que había crecido a un 2,9% anual entre 1862 y 1872, prácticamente dejara de crecer a partir de entonces y hasta el siglo XX, pero no por ello se detuvo el incremento de la producción de lana por animal, que en esos años aumentó a una tasa del 1,2% (4).
En suma: cuando el rebaño ovino dejó de crecer, igualmente aumentó la producción de lana debido a mejoras en el mestizaje y el manejo.
Entre los pioneros de la producción ovina en las décadas de 1840, 1850 y 1860, casi todos extranjeros, destacaron Benjamín Poucel, Perfecto Giot, Richard y Karl Wendelstadt, Domingo Ordoñana, Hugo Tidemann, George Wilkinson y Charles Thompson Drabble, Carl Heber, Juan Dámaso y Pedro Jackson, Robert y Charles Young, Diego Mac Entyre, los hermanos Prange y los Stirling, Francisco Gómez, Jaime Estrázulas, Jaime Cibils, Vicente Fidel López. Luego había una multitud de pequeños y medianos criadores, mayoritariamente de origen vasco, inglés, alemán e italiano, que se enriquecían a ojos vista, y los criollos que comenzaban a mezclarse (5).
Una gradual valorización de los campos
La recuperación de la ganadería vacuna y ovina en Uruguay después de la Guerra Grande y el auge exportador provocaron una gran valorización de los campos, particularmente en el litoral, con tierras de mejor calidad, más aptas para la agricultura y la cría de ovinos, y con facilidad de fletes fluviales.
Si en 1850 sobraban tierras y faltaba ganado, dos décadas después la situación se invirtió: los buenos campos comenzaron a escasear y se redujo gradualmente el tamaño de las fracciones.
La dinámica de la economía del siglo XIX se compone de ciclos muy agudos en función de si hay paz o guerra.
Entre 1852 y 1856 el valor promedio de la hectárea (que equivale a 1,56 cuadras) fue de 0,6 pesos. Entre 1857 y 1861 el precio trepó a 2,09 pesos, y entre 1862 y 1866 la hectárea cotizó en promedio a 3,47 pesos. En suma: una enorme apreciación de 478% en una década, mientras el tamaño de los predios se reducía gradualmente (5).
Según estadísticas oficiales, en 1884 había 42.718 propietarios rurales en Uruguay (1). Los precios subían si las tierras estaban en el sur, el litoral o cerca de las paradas del ferrocarril. Apenas después del 900, el valor de la hectárea promedió 22 pesos en todo el país.
Poco más de la tercera parte de los ganaderos era arrendataria al iniciarse el siglo XX.
En 1900 en Uruguay había unos 8 millones de vacunos y 13 millones de lanares; en Argentina sumaban 25 millones y 74 millones respectivamente; en Australia 12,6 millones y 99 millones; en Estados Unidos 42 millones y 37 millones; y Nueva Zelanda contaba con 18 millones de lanares (6).
En proporción a sus poblaciones, Uruguay y Argentina, en ese orden, destacaban como potencias ganaderas, en tanto en Nueva Zelanda y Australia predominaban los lanares.
(1) Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1967.
(2) Laurak-bat Montevideo 1876-1898, de Alberto Irigoyen, Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, 1999.
(3) La vida rural en el Uruguay, de Roberto J. Bouton, prologado y ordenado por Lauro Ayestarán, Ediciones de la Banda Oriental, 2009.
(4) Uruguay en la primera globalización, 1850-1913, de Javier Rodríguez Weber, ensayo inédito.
(5) Crónica general del Uruguay, tomo V, de Washington Reyes Abadie y Andrés Vázquez Romero - Ediciones de la Banda Oriental.
(6) Historia rural del Uruguay moderno 1895-1904. Recuperación y dependencia, tomo III, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1973.
Próximo capítulo: Uruguay, un refugio para prófugos, vagabundos y muertos de hambre
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