En la segunda mitad del siglo XIX los agricultores de Montevideo, Canelones, San José, Colonia y el litoral del río Uruguay probaron nuevos arados —de madera o metal, con y sin ruedas— y segadoras mecánicas, tiradas por caballos o bueyes, que aliviaron la tarea estrictamente manual. Luego comenzaron a experimentar con maquinaria a vapor, de origen británico o estadounidense, y a partir de la década de 1870: trilladoras, segadoras, atadoras.
En la vanguardia estuvo el suizo Federico Fischer, quien importó para la Colonia Suiza en 1864 la primera trilladora a vapor, que fue puesta en operaciones en 1868.
El inglés Richard Bannister Hughes, propietario de la estancia La Paz, en Paysandú, creó colonias agrícolas que produjeron lino, maíz y trigo, e importó maquinaria de vanguardia como una segadora inglesa de Ruston, Proctor & Co. que utilizó a partir de 1871 y cuyo rendimiento comparó con otras técnicas.
En 1872, en uno de los números iniciales de la revista de la Asociación Rural del Uruguay (ARU), Luis de la Torre (hijo) anunció el arribo del primer tractor, aunque todavía no se le llamaba así; una máquina milagrosa con motor de combustión interna que, años más tarde, provocaría uno de los mayores cambios productivos de la historia: “Próximamente debe llegar a Montevideo un Road Seamer o vapor de camino, invención moderna del señor Thompson de Edimburgo, pedido por algunos hombres de buena voluntad y por intermedio de la casa de los señores Tomkinson & Jones. Esta sencilla y poderosa máquina de tracción va a producir una revolución completa en nuestro modo de hacer agricultura. La fuerza animal será reemplazada por la del vapor, tanto para arrastrar los arados, cuanto para las segadoras, motor de la máquina de trillar y hasta serviría para conducir al mercado los productos de la cosecha” (1).
Al transitar desde el arado de rejas tirado por caballos hasta el tractor y la trilladora mecánica, la agricultura en el Río de la Plata durante el siglo XIX dio una magnífica exhibición de tecnología y productividad, tan propias de la revolución industrial, el capitalismo y el creciente comercio internacional.
El trigo nunca había sido tan abundante en la historia como a fines de este siglo, debido al gran aumento de la producción en casi todos los países y a los enormes saldos que agregaron Estados Unidos, Canadá, Argentina, Australia y Nueva Zelanda.
Las novísimas herramientas a vapor al principio fueron muy caras y escasamente móviles: las espigas se segaban a mano, como antes, y luego se llevaban a la trilladora para que las desgranara. Pero, de todos modos, propiciaron un gran aumento de la productividad, y poco a poco se extendieron al granjero común.
Hasta entonces las espigas segadas con hoces y guadañas, o bien con segadoras tiradas por caballos, se golpeaban o pisaban para separar la paja del grano. Las chacras eran necesariamente pequeñas y el producto muy reducido.
Una empresa distribuidora de trilladoras a vapor inglesas las promocionaba en Uruguay en 1872 como una “revolución agrícola”: “Además de recoger el trigo trillado el mismo día de la operación, lo lleva el agricultor aventado y embolsado, lo que le asegura contra las lluvias tan frecuentes en las épocas de estas operaciones, que generalmente traen la pérdida del grano que permanece fuera, cuando se trilla con yeguas” (2).
“La vida frugal del tallarín y la polenta”
La ARU, fundada en 1871, fue una ferviente propagandista de la agricultura. Difundió el uso de maquinarias mediante manuales y enciclopedias, además de artículos en su propia revista, creada en 1872, y un Almanaque.
Fue un aporte crucial para el mejoramiento de la ganadería y la expansión de la huerta, la vitivinicultura, la fruticultura y la agricultura en general, principalmente de trigo y maíz, pues las facultades de Veterinaria y Agronomía se crearon recién a partir de 1907.
Las bibliotecas y publicaciones de la ARU también ilustraron sobre administración, mecanización, crédito y comercialización, en un medio rural que padecía una grave escasez de información calificada.
También predicó el evangelio del ahorro y el trabajo duro.
En 1890, un tiempo de grave crisis, la revista de la Asociación Rural proponía una cultura austera, de mayor esfuerzo y productividad: “Es preciso cambiar el lazo por la coyunda, amansar ganado, ordeñar vacas, hacer quesos y manteca, cultivar forrajes, caminar más a pie economizando caballos y asistir poco a las pulperías y reuniones de carreras; cambiar el chiripá por el pantalón y los instintos nómades por la vida frugal del tallarín y la polenta; comer menos carne y más papas, trabajar más horas al día y olvidar la costumbre de dormir la siesta. Como es fácil de comprender, no es voluntariamente que esto sucederá dentro de poco. Pero hay una fuerza poderosa que es la de la necesidad, la que lo ha de imponer, modificando nuestras costumbres” (3).
La extensión de la agricultura y de una ganadería más moderna se concebía también como una manera de fomentar el empleo y erradicar el nomadismo gauchesco —ya malherido por el alambrado y la Policía—, el abigeato y las periódicas revueltas a caballo en el interior del país.
En la década de 1880 ya era común la molienda de granos con maquinaria a vapor, así como el aserrado de madera y fábricas de diverso tipo.
La ARU organizó en 1883 la primera exposición nacional de la producción, que incluyó muestras de las nuevas tecnologías.
“No hay faena de las que hasta no hace muchos años ha desempeñado la mano del hombre que no tenga una máquina especial: siembra, siega, recolección, trilla, embolsado, pesaje, transporte”, escribió en 1886 el periodista Sansón Carrasco (Daniel Muñoz) al describir la Exposición Rural (2).
Las estadísticas del Estado uruguayo fueron iniciadas por el francés Adolfo Vaillant (1816-1881), quien recolectó y sistematizó el estudio de la actividad económico-financiera. También fundó en 1863 el diario El Siglo, que abrió paso a un periodismo más profesional y perduró hasta 1924.
La Asociación, con sus propios censos, como el de 1872, colaboró con las estadísticas oficiales: distribución de la población nacional, stock ganadero, áreas sembradas, tipos de cultivo, comercialización y precios, exportaciones e importaciones. En el medio rural, la recolección de informes sufrió serias distorsiones y ocultamientos debido a la escasa ilustración del personal de la Policía que lo realizaba, y al temor de los productores a los impuestos.
A la sombra de la agricultura argentina
De todas formas, la agricultura se expandió con mucho mayor vértigo y calidad en la pampa húmeda argentina. De hecho, desde el fin del siglo XIX y durante buena parte del XX, Argentina fue más una potencia agrícola que ganadera, al modo de Estados Unidos.
A fines del XIX se expresaron en la Junta Directiva de la ARU “algunas inquietudes respecto a las expectativas puestas en la agricultura que no se correspondían con sus magros resultados”, consignó el historiador Alcides Beretta Curi (3). “Algunos directivos repararon en el comportamiento de los agricultores, las resistencias de la población asalariada criolla al trabajo agrícola, el escaso éxito en retener la mano de obra europea en el medio rural uruguayo (por el mayor atractivo que ofrecían la expansión del agro pampeano o la colonización en Río Grande del Sur) (…). Para algunos dirigentes no era posible hacer agricultura eficiente con una colección de revistas y voluntarismo”.
Uno de los resultados de la prédica de la Asociación fue la creación durante el gobierno de Lorenzo Latorre de la Escuela de Artes y Oficios. Concebida como centro de enseñanza industrial, en sus principios se utilizó también como centro de acogida y rehabilitación de menores delincuentes o rebeldes “incorregibles”, lo que le dio mala fama.
La Escuela de Artes y Oficios proporcionó muchos artesanos y operarios calificados para la incipiente industria nacional: carpinteros, mecánicos, electricistas, litógrafos, encuadernadores, pintores, fotógrafos, zapateros, talabarteros, sastres, torneros, relojeros, hojalateros, herreros, armeros.
En la década de 1890 sacerdotes salesianos dieron forma a la Escuela Agrícola Jackson y a los Talleres Don Bosco, auspiciados por mecenas como Juan Dámaso y Clara Jackson. Más tarde, una ley presentada en 1915 suprimió la antigua Escuela de Artes y Oficios y creó las escuelas industriales públicas y gratuitas de niveles primario y secundario, en parte inspiradas en las viejas propuestas de Pedro Figari.
En general, los costos de la producción agrícola eran más bajos en Argentina, donde había una disponibilidad casi infinita de tierras, en muchas ocasiones más fértiles.
Durante la mayor parte del siglo XIX la producción agrícola y ganadera argentina se concentró, básicamente, en la Provincia de Buenos Aires y en una parte menor de Córdoba. En las décadas finales de ese siglo comenzó a practicarse agricultura y ganadería a gran escala en el litoral de los ríos Paraná y Uruguay.
En 1878 el ministro de Defensa argentino, Julio Argentino Roca, lideró una ofensiva contra los indios rebeldes que habitaban al sudoeste de la Provincia de Buenos Aires, la Pampa, la Patagonia y las estribaciones de los Andes.
La Conquista del Desierto acabó con los malones y agregó centenares de miles de hectáreas a la producción agropecuaria, aunque una parte significativa de la Pampa Seca y de la Patagonia eran muy poco redituables para las posibilidades de esa época.
El control del Estado argentino sobre esos territorios, que llegaría hasta Tierra del Fuego, también detendría las pretensiones expansionistas de Chile, que en 1879 se enzarzó en una guerra de conquista por el salitre contra Bolivia y Perú, sus vecinos del norte.
Roca, quien consideró su ofensiva poco más que una “operación de limpieza”, cabalgó sobre un consenso social muy extendido: el Estado debía doblegar a los indios díscolos, al son de las ideas positivistas y de supremacía de la raza blanca. La Conquista del Desierto contó con el apoyo explícito, incluso en forma de ley, de la totalidad de los estamentos políticos, económicos y sociales de la época (4).
“En América todo lo que no es europeo es bárbaro”, había escrito Juan Bautista Alberdi, el padre intelectual de la Constitución argentina de 1853.
Roca se prestigió de tal modo con la campaña del desierto que fue presidente de la República Argentina en dos períodos (1880-1886 y 1898-1904).
En realidad, el ataque sistemático a los “salvajes” de la Pampa fue iniciado en 1833 por Juan Manuel de Rosas —quien se convirtiera luego en el gran caudillo de la Confederación Argentina— más o menos al mismo tiempo que Fructuoso y Bernabé Rivera lo hacían en Uruguay, al norte del río Negro, contra los remanentes charrúas.
Mientras tanto los indígenas del Gran Chaco, una amplia región tropical en el norte argentino, fueron derrotados y luego explotados como mano de obra barata en una ofensiva del Estado que se extendió casi medio siglo, entre la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y el primer mandato de Hipólito Yrigoyen (1916-1922).
(1) Élite, agricultura y modernización: el programa de la Asociación Rural del Uruguay, 1870-1900, de Alcides Beretta Curi, Udelar.
(2) Crónicas de un fin de siglo – Por el montevideano Sansón Carrasco, selección prólogo y notas de Heber Raviolo, Ediciones de la Banda Oriental, 2006.
(3) Agricultura y modernización, 1840-1930, de varios autores bajo la coordinación de Alcides Beretta Curi, , Universidad de la República, 2012; cita de Historia económica del Uruguay, Tomo II, de Julio Millot y Magdalena Bertino.
(4) Una guerra infame - La verdadera historia de la Conquista del Desierto, de Andrés Bonatti y Javier Valdez, Edhasa, 2015.
Próximo capítulo: El lanar, la mayor revolución productiva que experimentó Uruguay durante el siglo XIX.