Un par de hermanos jovencísimos y aventureros, poseedores de una educación muy por encima de la media, escribieron algunas de las mejores narraciones de lo que fue la región del Río de la Plata en tiempos de José Artigas.
John Parish Robertson, nacido en Escocia, arribó a Montevideo con las invasiones inglesas cuando era adolescente, se marchó tras la derrota, regresó a tiempo para la Revolución de Mayo de 1810, hizo venir a un hermano y se ocuparon en traficar cueros, cerdas y otros productos entre Paraguay y Buenos Aires. En 1815, harto de los robos y la “anarquía” provocada por los federales “artigueños”, John se fue hasta Purificación, entre Paysandú y Salto, para entrevistarse con el jefe de los orientales y reclamarle dinero.
“No habrá lugar en el mundo donde la palabra ‘revolución’ haya sido más desvirtuada de su acepción originaria que en Sud América”, escribió William. “Cualquier disturbio público merece el nombre de ‘revolución’”, ya sea deponer un presidente o encumbrar un militar.
El conjunto de cartas de John Parish y William Parish Robertson —publicadas en Inglaterra entre 1839 y 1843 bajo los títulos “Cartas del Paraguay y Cartas de Sud América”— constituye una de las pinturas más amplias y precisas del paisaje y los tipos humanos que habitan la región del Río de la Plata en tiempos de la revolución independentista.
Las experiencias de los dos hermanos transcurrieron desde la clase alta montevideana y porteña hasta los indígenas o el gauchaje más rústico. En sus textos la geografía se desplaza: por los ríos Paraná y Uruguay, por las pampas hasta el trópico paraguayo. La región, sumida en el caos, era entonces uno de los sitios más diferentes que puedan imaginarse a la vieja Escocia, con su sociedad ordenada y jerarquizada y la Revolución Industrial en ciernes.
Las cartas de los Robertson retratan ese choque de civilizaciones, los tiempos tempestuosos de las revoluciones, las características del Artiguismo y las dificultades para producir y comerciar cuando se gestaban varios Estados sudamericanos.
Lascivia y pillaje en Montevideo
Tras recibir educación básica, John Parish Robertson trató de seguir la vida de comerciante de su padre en Edimburgo, Escocia. Después de la batalla de Trafalgar, en octubre de 1805, Britannia gobernaba los mares. Pero no había muchas oportunidades en el continente europeo por las guerras napoleónicas. Fue entonces que oyó que Buenos Aires había sido ocupada por las tropas británicas, y que había allí grandes oportunidades para vender manufacturas. El Río de la Plata era el camino de entrada a las inmensas riquezas de América del Sur hasta el Perú, se decía; y las personas eran agradables y las mujeres muy bellas. En diciembre de 1806, cuando contaba sólo 14 años, se embarcó con muchos otros aventureros hacia la “Nueva Arcadia” en el sur de América.
Este adolescente abierto y relativamente culto, de familia acomodada, inició así una vida increíblemente suelta.
Cuando la flota mercante llegó al Río de la Plata, Buenos Aires había sido reconquistada por los criollos y españoles. Entonces los ingleses empezaron de nuevo: tomaron Maldonado y cercaron Montevideo. Robertson observó el cañoneo de la ciudad desde su barco, y la toma por las fuerzas británicas tras un asalto nocturno en la madrugada del 3 de febrero de 1807.
“¡Qué espectáculo de desolación y miseria […]! La carnicería había sido terrible, en proporción al valor desplegado por los españoles, y al valiente e irresistible empuje (del) inglés […]. Montones de muertos, heridos y moribundos se veían por doquier […]. Para aumentar el horror del espectáculo, la lascivia, el pillaje y la ebriedad adquieren dominio sin control en los corazones recios de los vencedores. Tales espectáculos, aunque no pudieron evitarse del todo, fueron relativamente escasos en la toma de Montevideo”.
Según John Parish Robertson, los ingleses permitieron que las instituciones principales de los montevideanos continuaran funcionando y, en poco tiempo, invasores e invadidos confraternizaron sin mayor desconfianza.
Montevideo, que entonces tenía unos 10.000 pobladores, debió albergar cientos de barcos en el puerto y 6.000 británicos: unos 4.000 soldados más 2.000 comerciantes, aventureros y “una banda sospechosa”.
Robertson, un adolescente claramente desenvuelto y simpático, fue invitado a tertulias familiares vespertinas que combinaban música, baile, café, naipes, conversación, cortejo y risas. “Nunca vi mujeres más graciosas o lindas”, afirmó.
La mayor reserva de Robertson fue la suciedad de Montevideo (ejem…). Las “calles estrechas (estaban) tan infestadas de ratas voraces que algunas veces era peligroso hacerles frente. No había más limpieza en la ciudad que la producida por los aguaceros que, a intervalos, sacaban de las calles los montones de basura. Alrededor de las sobras de carroña, legumbres y frutas pasadas, que en grandes masas se acumulaban allí, las ratas pululaban en legiones […]. Entre ellas y yo ocurrieron muchas riñas peligrosas; y aunque algunas veces me abrí camino hacia mi casa a bastonazos, otras me vi forzado a huir, dejando a las ratas dueñas y señoras del campo”.
Tras la llegada de otros 8.000 hombres de refuerzo, “la flor del ejército británico” bajo el mando de John Whitelocke, los británicos apuntaron otra vez hacia Buenos Aires. Pero en julio sufrieron una humillante derrota al meterse en la trampa de los combates callejeros y al mes siguiente comenzaron a evacuar Montevideo. En adelante el nombre de Whitelocke pasó a ser sinónimo de incompetencia y cobardía entre los británicos, escribió el cronista.
El desorden “artigueño” y el odio a los porteños
Con mucho pesar, John Parish Robertson se regresó a Escocia junto a los británicos embarcados en 240 buques. Pero en 1808, cuando la Corte portuguesa se refugió en Brasil tras las invasiones napoleónicas a la Península Ibérica, el joven escocés se fue a Rio de Janeiro a trabajar como secretario y comerciante. No toleró ni el clima ni la sociedad: el “despotismo” de la monarquía, el “vicio desenfrenado”, la “esclavitud aterradora” y la hipocresía del trato.
A mediados de 1809 se instaló en Buenos Aires, donde fue muy bien acogido por “la mejor sociedad”. Presenció el inicio de la “Revolución de Mayo” de 1810 y en diciembre de 1811 emigró a Paraguay, una “región remota y poco conocida”.
En mayo de 1814, William Parish Robertson, hermano de John, arribó a Paraguay tras un complicado viaje de nueve meses desde Inglaterra. Tenía entonces 20 años, dos menos que su hermano y, como él, actuó desde entonces como comerciante y cronista con anotaciones y cartas.
Replicando a la clase alta porteña, William Robertson escribió entonces que el gaucho contrabandista José Artigas, “el Robin Hood de Sudamérica”, había hecho de la Provincia Oriental un “gran feudo intestino” en el seno de las Provincias Unidas, como Gaspar Rodríguez de Francia haría de Paraguay. A su llegada a la región, los “artigueños” también dominaban Entre Ríos y Corrientes, en “el desorden y la anarquía más horrible”, y amenazan Santa Fe y otras provincias. Bajo el paraguas del Artiguismo cabía cualquier cosa.
El viaje de William Robertson río Paraná arriba, rumbo a Asunción, fue un largo suplicio debido al miedo a un asalto de los “artigueños”, que ya entonces estaban en guerra con Buenos Aires, que había puesto precio a la cabeza del jefe oriental. Pero también le ayudó a comprender que “los oficiales de Buenos Aires generalmente trataban como inferiores a los provincianos, y de aquí surgió la aversión, casi el odio a los porteños”.
En Corrientes “encontré que la gente del interior era completamente ajena al orgullo de rango”, comentó William.
En un viaje por el río Paraná, cerca de Goya, Corrientes, John Parish Robertson fue asaltado por un grupo de unos 40 “artigueños” que lo secuestró y vejó junto a su tripulación, tomó su barco y robó sus mercaderías. Después fue puesto en prisión durante ocho días, bajo amenaza de fusilamiento, hasta que recuperó la libertad por orden del caudillo oriental José Artigas, quien había sido intimado por el jefe naval británico en la zona, comodoro Jocelyn Percy.
Entonces el joven escocés resolvió ir a Purificación, el campamento y capital artiguista ubicada sobre el río Uruguay, unos 100 kilómetros al norte de Paysandú, a reclamarle en persona al jefe de los orientales, responsable último de tanto desorden.
Ese fue el origen de unas líneas memorables, de su carta más célebre.
(*) Este capítulo es una nueva versión de tres artículos publicados por el autor en su blog de la web del diario El Observador entre el 17 y el 31 de mayo de 2017. Se basa en el libro “Los artigueños: aventuras de dos ingleses en las Provincias del Plata”, Banda Oriental, 2000; en “Oxford Dictionary of National Biography”; y en “La Enciclopedia de El País”, 16 tomos, diario El País, 2011, que fue dirigida por el autor de estos artículos.
Próximo capítulo: Un escocés en el cuartel general de José Artigas y de su ejército de andrajosos.
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