Contenido creado por Paula Barquet
El nacimiento del Uruguay moderno

Nacimiento del Uruguay moderno (34)

Latorre, un militar sin alcurnia, introdujo una larga serie de reformas modernizadoras

El coronel “limpió” a su modo el Partido Colorado, y metió a Uruguay de cabeza en el orden institucional y el capitalismo económico.

12.12.2024 08:52

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2024-12-12T08:52:00-03:00
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Por Miguel Arregui
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El médico bávaro Carl Brendel, en un momento de desesperación, describió la situación de Uruguay en diciembre de 1875 del modo siguiente: “Las finanzas, la justicia, la legislación, la administración, la guerra, todo, todo es deplorable, lastimoso, doloso y ningún enemigo acérrimo podría haber gobernado de peor modo. Por generaciones esta época será inolvidable. La inmigración prácticamente no existe” (1).

Ese estado de cosas fue la antesala del fin del gobierno de Pedro Varela y sus corruptos ministros.

El 10 de marzo de 1876 el coronel Lorenzo Latorre, su ministro de Guerra y Marina, lo apartó y se puso él mismo al frente, como “gobernador provisorio” de Uruguay. Con poderes omnímodos, se avocó a consolidar la autoridad del Estado, a la reducción de las autonomías regionales repartidas entre caudillos, y a la depuración —muchas veces por las malas— del Partido Colorado, el partido dominante.

“El nuevo gobierno roba igual que el anterior”, escribió Brendel; “la única diferencia consiste en que no permite que otros también puedan robar”.

Además del respaldo de las clases propietarias (el historiador Guillermo Vázquez Franco calificó al Militarismo y en particular al gobierno de Latorre como “brazo armado de la oligarquía”, no con toda justicia), contó con la neutralidad del caudillo Timoteo Aparicio, el líder de la revolución de las Lanzas y del Partido Blanco, quien obtuvo la promesa de que se respetarían las condiciones de la Paz de Abril de 1872, que concedió a su partido la designación de cuatro jefes políticos departamentales.

Latorre basó su autoridad en el Ejército, desplazando la influencia de los partidos políticos y los caudillos, y eligió a sus colaboradores sin preocuparse por sus posturas partidarias. Se ocupó principalmente de doblegar y alinear a la clase social más alta, y a los líderes políticos.

“Nosotros, los extranjeros, la queríamos (a la dictadura), ya que hacía reinar el orden y la seguridad”, escribió Brendel, quien, según se percibe en su diario, fue mejorando día a día su opinión sobre Latorre.

Los enemigos de Latorre desaparecían, o caían en enfrentamientos con partidas del Ejército o de la Policía en la campaña que aplicaban la “ley de fugas”, o morían en condiciones dudosas.

No debió enfrentar alzamientos de opositores, pues a la menor sospecha de discrepancia estos eran amedrentados, asesinados o enviados como presos al taller de producción de adoquines de la calle Yí, en Montevideo. Inauguró en Uruguay la tradición de los “paseos”: ciudadanos que eran sacados de sus domicilios en horas de la noche, “paseados” hacia áreas poco pobladas y allí asesinados; los restos no solían aparecer. Entre los “desaparecidos” de aquel tiempo figuraron algunos cercanos colaboradores del general Gregorio Goyo Suárez, caudillo del Partido Colorado que había condicionado severamente la política en los años anteriores y rival directo de Latorre. Los principales fueron Felipe Fresnedoso (dado de baja oficialmente del Ejército en 1879 “por no justificar su existencia”) y Lucas Bergara, quien ingresó al Fuerte, la casa de gobierno de entonces y sede del despacho de Latorre, a realizar obras de albañilería y nunca más se supo de él. Como broche final, se atribuye a Latorre haber hecho envenenar a Gregorio Suárez en diciembre de 1879.

Latorre “limpió” a su modo el Partido Colorado, que desde 1865 era el partido de gobierno (2).

“Tenía una veta innegable de crueldad, y apeló al asesinato político con frecuencia. Manifestaba un profundo desprecio por los políticos, y todo ello lo hizo odioso al elemento universitario e intelectual, que más tarde escribiría la historia”, sostuvo Lincoln Maiztegui en el tomo II de Orientales.

Latorre, surgido de la clase media baja, a veces actuaba como un vengador popular.

En su libro El dictador Latorre, Juan León Bengoa cuenta la siguiente anécdota.

Cierto día una lavandera negra fue hasta el Fuerte, sede del Poder Ejecutivo, que estaba en la actual plaza Zabala, para entrevistarse con Lorenzo Latorre. Reclamó que sus patrones le debían dinero.

«—¿Y por qué concepto es esa deuda que reclama, m’hija? —interrogó Latorre.

—Por el concepto de lavado y de planchado, mi señor don coronel.

—¿Y le deben mucho esos tramposos?

—Van pa’ quince meses, ya, lo que me están debiendo.

—Y eso, ¿cuánta plata importa?

—Y… asigún calculo yo, han de ser como treinta pesos juertes, mi señor coronel… Y entre nosotros necesitamos pa’ vivir. No porque seamos negros no vamos a poder cobrar.

—Está bien. Vaya a su rancho, nomás. Esta misma tarde irán a pagarle lo que le deben.

—¿A pagarme?

—A pagarle, sí señora.

—No van a querer dir, coronel… son muy copetudos. Son los Zúñiga… ¿Usted los conoce, coronel?

—Si usted no cobra esta tarde, mañana cobrarán los Zúñiga. ¿Me ha oído? Vaya tranquila».

Los Zúñiga pagaron esa tarde y al día siguiente se presentaron al Fuerte a pedir disculpas al señor gobernador por el olvido en que habían incurrido.

La anécdota ilustra muy bien el poder paternal de un dictador. En el siglo XX, con medios de difusión masiva a su disposición, podría haber sido un líder populista.

En otra ocasión Latorre tomó venganza contra un vecino suyo de la calle Convención, el rico comerciante español Carlos Gardamon, un “viejo amarrete” a quien habían descubierto con contrabando. El dictador le hizo pagar un almuerzo para él y su escolta de 90 personas en el prestigioso restaurante de la quinta de Madame Beauzemont, en el camino de la Agraciada. Tras la comida, como final a toda orquesta, los invitados rompieron vasos, vajilla, sillas y muebles, que Gardamon pagó luego sin chistar.

Consolidación del Estado y orden en la campaña

En la década de 1870 el Estado uruguayo, asentado sobre una economía en fuerte expansión, contaba con suficientes recursos para comenzar a monopolizar la fuerza e imponerse sobre un territorio anárquico y semibárbaro. En otras palabras: después de ordenar las finanzas públicas, Latorre contó con suficientes recursos como para extender gradualmente el brazo del Estado central, tornándolo realmente eficaz.

Con la suma del poder en sus manos, emprendió reformas sustanciales que abarcaron casi todos los aspectos de la vida nacional.

Buscó afirmar el orden interno, sobre todo en la campaña, hasta entonces caótica, persiguiendo a los ladrones de ganado con la nueva Policía rural y los juzgados letrados departamentales, dos de sus iniciativas. También inauguró la Oficina de Marcas y Señales (1877) y el Registro de Propiedades (1878). Al mismo tiempo apuntó a consolidar y aclarar la propiedad de los campos a través de la sanción del Código Rural, que obligó al cercamiento de las propiedades aprovechando el abaratamiento internacional del alambre, cuya importación liberó de impuestos.

El Código Rural aprobado en 1875 y vigente en 1876 (reformado parcialmente en 1879) consolidó todas las normas del derecho rural, que hasta entonces estaban dispersas, eran contradictorias y se remitían incluso a las Leyes de Indias, de tiempos de la colonia española.

El nuevo Código sistematizó y ordenó reglas sobre la propiedad, la demarcación de los terrenos, el uso de las aguas y de los montes, las formas de propiedad de animales (“los caballos no son artículos de guerra”, aclaró), las guías para sus traslados, la trazabilidad administrativa sobre el comercio de cueros y lanas, las obligaciones de la Policía rural, las normas para el contrato de peones y la responsabilidad sobre los “agregados”, y obligó a amojonar y cercar los campos linderos, así como los que daban frente a los caminos nacionales y vecinales, con alambrados de siete hilos y 1,35 metros de altura, los “alambrados de ley”, como se observan aún hoy.

El Código Rural, fuertemente propietarista, acabó con el desorden y el robo masivo en la campaña, que eran grandes desde tiempos coloniales, y terminó de meter al sector agropecuario en la modernidad capitalista.

El gran impulsor del Código Rural fue, como siempre, Domingo Ordoñana (ver su biografía al final del capítulo 33 de esta serie), que lo concibió junto a Joaquín Requena, Daniel Zorrilla y su amigo Enrique Artagaveytia, además del periodista Francisco Xavier de Acha como secretario y redactor. Los autores eran estancieros progresistas de nuevo cuño, ajenos a la vieja oligarquía patricia, y dirigentes de la Asociación Rural del Uruguay, creada en 1871. Sin embargo ciertas reformas introducidas en 1879 parecieron responder al interés de algunos grandes terratenientes.

El papel de la Asociación Rural en ese período fue decisivo, “convirtiéndose en casi todos los casos en el factor determinante que hacía o que impedía que el gobierno adoptase ciertas medidas jurídicas o impositivas”, resumieron Barrán y Nahum (3).

La creciente reglamentación, al ritmo de la historia, también empezó a acabar con las tierras fiscales en manos de grandes hacendados, un abuso muy repetido en países nuevos y de baja densidad de población. En el largo plazo, la formalización de la propiedad también tendió a subdividir los predios en parcelas cada vez más pequeñas, y obligadamente más productivas bajo pena de desaparecer.

De hecho, hasta entonces una parte significativa de las tierras todavía eran de propiedad pública, herencia de la era colonial, más por las dificultades de formalizar la propiedad que por una política de Estado sostenida en el tiempo (4).

En 1879 se impuso el marcaje de ganado, con la organización del registro de marcas y señales y en 1882 ya estaba alambrado el 64% de las estancias del país.

Además del enorme y rápido proceso de cercamiento (como muestra el aumento vertical de las importaciones de alambre), las nuevas normas —y su cumplimiento por el peso del Estado— facilitaron la adopción de nuevas técnicas (mestizaje, praderas artificiales, bebederos, combinación de agricultura y ganadería en la misma propiedad) y el crecimiento de la riqueza pecuaria en general, consolidaron el derecho de propiedad y, a la vez, apresuraron la decadencia del modo de vida tradicional del gaucho y de los “hombres sueltos”.

Los paisanos errantes de a caballo debieron emplearse en las estancias, en la medida en que eso fue posible; explotar pequeñas chacras o mudarse a los suburbios de los pueblos, en rancheríos miserables, y ocuparse en trabajos como troperos, carreros, alambradores, policías, soldados y tareas ocasionales en general, o dedicarse al abigeato.

Otra salida laboral muy común por entonces fue la industria de la construcción, en auge en las estancias, pueblos y ciudades en las décadas finales del siglo XIX, que comenzó a dejar atrás las paredes de barro y los techos de paja para pasarse al ladrillo y la chapa acanalada.

Se haría célebre el latiguillo que Domingo Ordoñana utilizó a cada paso: “La campaña es ahora habitable”.

(1)             El gringo de confianza – Memorias del médico alemán Carl Brendel en el Río de la Plata 1867-1892, editado por Fernando Mañé Garzón y Ángel Ayestarán - Moebius Editor, 2010.

(2)             Datos biográficos e históricos tomados de Diccionario uruguayo de biografías 1810-1940, de José María Fernández Saldaña, Librería Linardi, 1945, y, en particular, de Gran enciclopedia del Uruguay (en 4 tomos, diario El Observador, 2002) y La enciclopedia de El País (16 tomos, 2011).

(3)             Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1967.

(4)             El 80,4% de la tierra de Uruguay era de propiedad pública en 1830, el 69,3% en 1835, el 57,8% en 1836, el 25% en 1878 (durante el gobierno de Lorenzo Latorre), el 20,7% en 1894 y el 11,5% en 1931. Las grandes ventas de tierras en la década de 1830 se realizaron para pagar las guerras interminables. Fuente: Instituciones, cambio tecnológico y distribución del ingreso. Una comparación del desempeño económico de Nueva Zelanda y Uruguay (1870-1940), de Jorge Álvarez Scaniello, Montevideo, Facultad de Ciencias Sociales, 2013. Tabla VIII.1, pág. 156.

Próximo capítulo: El arribo pleno de la revolución industrial a Uruguay y los primeros esbozos de proteccionismo.

Por Miguel Arregui
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