Las primeras monedas de cobre nacionales, con un sol labrado, fueron puestas en circulación por el Ministerio de Hacienda en octubre de 1840, tras ser acuñadas en Montevideo por el artesano francés Agustín Jouve, de acuerdo a una ley aprobada en julio de 1839.
Los colorados y unitarios argentinos radicados en la capital uruguaya —en guerra con las fuerzas del Partido Blanco lideradas por Manuel Oribe y de los federales de Juan Manuel de Rosas— procuraron recursos financieros de cualquier manera, salvo mediante la inflación. Así, por ejemplo, una ley del 7 de enero de 1842 autorizó al Poder Ejecutivo a “procurarse recursos hasta la suma de 500.000 pesos, por todos los medios”, menos el de la emisión de papel moneda. Vade retro.
El Gobierno de la Defensa de Montevideo, sitiado por blancos y federales desde febrero de 1843, creó la Casa de la Moneda Nacional en febrero de 1844. Fue inaugurada el 22 de abril con la formalidad de una salva de 21 cañonazos, funcionó durante algunos meses y emitió 1.500 piezas de plata con el escudo nacional por valor de un peso fuerte o peso duro (de 27 gramos de plata), también denominado “peso del sitio”, y moneda de cobre de menor valor. Circularon en la plaza junto a otras de muy diversa procedencia. Por entonces Montevideo era base de una escuadra naval británica y otra francesa, que acudieron en su respaldo contra Rosas, gobernador de Buenos Aires.
La Casa de la Moneda fue tomada por sus creadores como un símbolo de la independencia nacional, e incluso utilizó plata donada por los ciudadanos para hacer una parte de sus emisiones.
La fabricación de monedas con metal donado pronto provocó serios problemas de calidad para el “peso del sitio”. El polifacético Andrés Lamas, ministro de Hacienda del Gobierno de la Defensa en 1844, contrató a un químico y farmacéutico francés, Julio Antonio Lenoble —quien había llegado a Montevideo en 1837— para mejorar la calidad de las barras de plata obtenidas por fundición en la nueva institución y grabadas por artesanos plateros (1).
La Casa de la Moneda volvería a acuñar después de la Guerra Grande, entre 1854 y 1855, en el Fuerte, entonces la casa de gobierno —en la actual plaza Zabala— durante el primer gobierno de Venancio Flores.
La década de relativa paz iniciada en 1852 permitió una vigorosa recuperación de la economía, el ingreso de capitales y el arribo de más inmigrantes.
El 12 de julio de 1855 el gobierno resolvió la primera emisión de vales de Tesorería. No era papel moneda, estrictamente, pero el Estado llegó a pagar sueldos con ellos. Esa emisión se retiró de plaza a partir del 1º de setiembre.
Ese año también comenzaron a instalarse las primeras sociedades de crédito y cambios en Montevideo, Salto y Paysandú, que actuaron como embriones de bancos. Esas sociedades comenzaron a emitir vales que, de hecho, se usaron como papel moneda entre quienes los aceptaron. Su único respaldo era el prestigio de la casa emisora y sus propietarios.
(Este artículo está ilustrado con uno de esos vales, que pertenece al Museo Numismático del BCU, y que fue emitido en 1856 por la Sociedad de Cambios de Montevideo, antecesora del Banco Comercial. El peso uruguayo no existía, por lo que su valor se expresaba en reales brasileños. Podían canjearse por oro y su garantía eran los integrantes de la sociedad, cuyos nombres figuran en el vale: Samuel Lafone, Thomas Tomkinson, Zumarán y Cia).
En 1857 arribaron monedas fabricadas en Lyon, Francia, según licitación del gobierno oriental concedida al empresario franco-uruguayo Pablo Duplessis.
La abundancia de esas monedas de bajo valor fue tal que “según un periódico de entonces, hasta para comprar un paquete de cigarrillos era necesario llevar un sirviente para cargar con los vueltos de cobre”, señalaron Washington Reyes Abadie y Andrés Vázquez Romero en su Crónica General del Uruguay.
La deuda pública, una forma de emitir moneda
Mario Etchechury Barrera, doctor en Historia por la Universitat Pompeu Fabra, de Barcelona, llamó la atención sobre los usos monetarios de la deuda que emitían los gobiernos en Montevideo durante la Guerra Grande.
Etchechury puso la lupa sobre la circulación de emisiones de deuda realizadas por el Estado en Uruguay entre 1837 y 1855 que funcionaban casi como papel moneda, o pseudomoneda, aunque en general no tenían curso forzoso: no debían ser aceptadas obligatoriamente. Los comerciantes y prestamistas tomaban esos papeles de crédito al Estado por debajo de su valor nominal. La brecha entre el valor real y el valor nominal expresaba la credibilidad del emisor en ese momento (y la ganancia del prestamista).
Esos instrumentos se utilizaron muchas veces, aunque no siempre, en casos de guerras, que, como se sabe, son muy costosas.
Por entonces la deuda pública se disparó y la imaginación para emitirla fue fabulosa.
El conflicto que se desencadenó con el alzamiento de Fructuoso Rivera contra el gobierno de Manuel Oribe en 1836, seguido de otro mayor contra el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, fue financiado por diversas vías: el crédito habitual, más “un crecido empréstito forzoso, dos patentes de giro extraordinarias y otras tantas de fincas, que en la práctica funcionaron como contribuciones directas”, señaló Etchechury. “A ello se sumó la reapropiación estatal de algunas rentas públicas enajenadas a particulares y el establecimiento de una serie de derechos adicionales a las importaciones y exportaciones” (2).
En la orilla de enfrente, el gobierno de Rosas emitía billetes de curso forzoso, en lo que ya tenían mucha experiencia desde tiempos del Banco de Buenos Ayres, además de emitir deuda pública.
El rescate de esos papeles y obligaciones de Montevideo era más que dudoso, por lo que habitualmente cotizaban muy bajo —hasta menos del 30% de su valor nominal en algunos casos— o pagaban intereses muy altos. Muchos poseedores, que solían ser grandes comerciantes, destinaron sus papeles a pagar impuestos y aranceles de Aduana por importaciones.
El Montevideo sitiado emitió crédito en 1843 y, como respaldo, se decidió vender por adelantado las rentas aduaneras de 1844 a una sociedad de accionistas nacionales y extranjeros. Sería la primera de una serie de este tipo de ventas. Se pedía dinero en efectivo y, a cambio, se entregaba un porcentaje importante de la recaudación de Aduanas, que entonces era por lejos la principal fuente de ingresos del Estado.
Al adelantar dinero al Estado, con la garantía de las rentas de Aduana, la sociedad de accionistas actuaba casi como un banco.
Más adelante, en 1855, durante el primer gobierno de Venancio Flores, se libraron unos vales de Tesorería para pagar deudas y los sueldos de los funcionarios públicos, y con ellos también se podían pagar impuestos. Era una forma de emisión de curso forzoso (de aceptación obligatoria), “un ensayo de papel moneda”, según denunció un diario. Esos vales fueron destruidos tras la caída de Flores.
“La singularidad (de emitir papel moneda de curso forzoso) emerge como algo más propio de Buenos Aires que del resto de los territorios platenses que pugnaron por mantener de forma exclusiva en sus mercados internos circulante metálico de diversa calidad y procedencia”, resumió Etchechury.
Irineu Evangelista, en nombre del emperador
En 1850, después de perder el apoyo financiero y naval de Francia y Gran Bretaña, el Gobierno de la Defensa pidió auxilio a Brasil a través de Andrés Lamas, entonces ministro plenipotenciario en Río de Janeiro (3).
El emperador Pedro II y su ministro de Relaciones Exteriores, Paulino Soares, evitaron una intromisión directa, que podría iniciar la guerra con los federales de Rosas, y los blancos de Oribe. Pero enviaron como emisario extraoficial a Irineu Evangelista de Sousa —denominado en 1854 barón de Mauá, y vizconde desde 1874—, un liberal masón que fue pionero de la industria y la banca de su país.
Mauá, un personaje asombroso que contribuyó decisivamente a la introducción del capitalismo en Brasil, también fue crucial en Uruguay. Durante muchos años él representó la modernidad en un país precapitalista, absolutista y negrero como Brasil, siempre bajo la sospecha de los monárquicos. En Montevideo, mientras tanto, las ideas liberales, y más tarde las positivistas, tenían mejor acogida, aunque severamente acotadas por la barbarie política y económica predominantes. Pero serían hombres de la talla de Mauá los que impondrían la república en Brasil en 1889, bajo el lema más positivista imaginable: Ordem e Progresso.
Irineu Evangelista de Sousa asistió con dinero, armas, barcos y mercenarios al Gobierno de la Defensa. Al terminar la Guerra Grande era el principal acreedor del Estado uruguayo.
A cambio de su ayuda, el Imperio obtuvo un tratado de límites, firmado el 12 de octubre de 1851, que formalizó la situación de hecho: las Misiones Orientales, tomadas por los luso-brasileños en 1801, pertenecían a Brasil y los uruguayos no tenían nada que reclamar.
Otras cláusulas del tratado, por el que Río de Janeiro se involucró directamente en la guerra contra Juan Manuel de Rosas, permitían la participación de militares brasileños en los conflictos internos uruguayos a pedido del “gobierno legítimo”; Montevideo recibía un préstamo de 138.000 patacones a un interés del 6% y reconocía una deuda de guerra de otros 300.000, en cuya garantía aceptaba enajenar sus rentas públicas; declaraba libre la navegación del río Uruguay y sus afluentes; eliminaba los impuestos a la exportación de tasajo y de ganado en pie hacia Brasil, y se obligaba a devolverle los esclavos que buscaran refugio en territorio uruguayo.
El patacón de plata portugués equivalía casi a un peso fuerte de plata español (o “duro” de 27 gramos de plata), y a unos dos mil reales (réis).
Esta deuda formalizada con Brasil se terminó de pagar, y de manera más simbólica que real, recién en 1918, con el “tratado de Río de Janeiro” que firmaron los cancilleres Baltasar Brum y Nilo Peçanha. Parte de esa deuda se destinó a construir el puente Barón de Mauá entre las poblaciones fronterizas de Jaguarão y Río Branco.
Al finalizar la Guerra Grande, Uruguay, desierto y deshecho, tenía algo más de ciento treinta mil habitantes. La cuarta parte, unos treinta y cuatro mil, vivía en Montevideo y apenas veinte mil en el inmenso norte del río Negro, un territorio muy permeable a la influencia y los saqueos brasileños. Luego, a partir de 1851, la población de origen europeo comenzó a llegar en tropel.
Irineu Evangelista de Sousa veía los tratados entre Brasil y Uruguay con parsimonia, aunque parecían un gran negocio para el gobierno de Río de Janeiro y son uno de los capítulos más discutidos de la historia oriental. “Cuanto más cara la transacción, mejor para los uruguayos”, comentó a su amigo Andrés Lamas. “Al fin de cuentas ellos van a pagar lo mismo, es decir: nada” (3).
Entonces Irineu buscó privilegios y permisos.
(*) Este artículo fue publicado por el autor en su blog de El Observador el 1º de noviembre de 2017.
(1) Historia de la Química en el Uruguay (1830-1930) de Jorge Grünwaldt Ramasso, Montevideo, 1966.
(2) Más allá del metal. Crédito y usos monetarios de la deuda interna en el mercado financiero de Montevideo, 1837-1855, de Mario Etchechury Barrera, dentro del proyecto State Building in Latin America (European Research Council; Advanced Grant 23046) , dirigido por el Dr. Juan Carlos Garavaglia en la Universitat Pompeu Fabra, Barcelona.
(3) Andrés Lamas (Montevideo, 1817-Buenos Aires, 1891), fue un periodista y diplomático del Partido Colorado cuya actuación ha sido muy discutida por los historiadores, especialmente por su papel en los tratados con Brasil de 1851, cuyas condiciones fueron consideradas lesivas para los intereses de Uruguay. En 1836 acompañó a Fructuoso Rivera en su alzamiento contra Manuel Oribe. En 1839, con apenas 22 años, fue designado ministro interino de Gobierno y Relaciones Exteriores. Durante el Sitio Grande (1843-1851) de Montevideo por los blancos y federales fue jefe de Policía de la capital (1843) y ministro de Hacienda (1844). Creó el nuevo nomenclátor de Montevideo, para lo cual actuó con independencia de criterios partidarios. En 1847 fue enviado a Río de Janeiro como ministro plenipotenciario del Gobierno de la Defensa; logró el apoyo brasileño a la alianza contra Juan Manuel de Rosas y, el 12 de octubre de 1851, cuatro días después de sellada la paz entre colorados y blancos y el fin de la Guerra Grande en Uruguay, firmó los controvertidos cinco tratados. El 13 de agosto de 1855 lanzó su manifiesto “fusionista”, que marcaría la política en el país durante los años siguientes. En ese documento, que tuvo gran influencia, renegaba de las divisas tradicionales —los Partidos Colorado y Blanco— por considerarlas el origen de los males del país. Ofició de embajador ante Brasil y luego en Argentina en otras oportunidades, en medio de grandes conflictos político-militares, y cambió de bando de forma reiterada. Murió en Buenos Aires, donde vivía en la pobreza.
(4) Mauá, empresario del Imperio, de Jorge Caldeira, Fundación Itaú, Montevideo, 2008.
Próximo capítulo: Los bancos y el trabajoso arribo del capitalismo.