El 5 de marzo de 1870 unas guerrillas ecuestres del Partido Blanco se alzaron contra el gobierno del general Lorenzo Batlle, un patricio del Partido Colorado “conservador”, sector de talante clasista y excluyente. Los rebeldes eran liderados por un pardo presumiblemente analfabeto, Timoteo Aparicio; un héroe popular de la paisanada, antiguo leñador y fabuloso lancero, que había muerto o herido a jefes enemigos en combates singulares. (En 1863, en la lucha del gobierno de Bernardo Berro contra la revolución de Venancio Flores, Aparicio se enfrentó a lanza en Pedernal, Tacuarembó, con el entonces coronel Gregorio Goyo Suárez, a quien hirió y pudo haber ultimado, pero, en cambio, permitió que sus hombres lo rescataran).

Después de la revolución triunfante de Venancio Flores en 1865, los blancos consideraron cerrada en la práctica la posibilidad de recuperar el gobierno por la vía institucional. La sublevación que encabezara Bernardo Berro el 19 de febrero de 1868 culminó en un baño de sangre en el que no solo murieron asesinados el propio Berro y Venancio Flores, sino que se produjo una cacería de blancos en todo el país que costó un número indeterminado de muertos (tal vez unos quinientos) y exiliados.

El gobierno de Batlle, iniciado en marzo de 1868, continuó una política rígidamente partidista, con los blancos en el ostracismo. El poder absoluto (en este caso solo regateado entre los caudillos del Partido Colorado) fue la principal causa de las guerras civiles, en Uruguay y en toda Iberoamérica (1).

Ese 5 de marzo de 1870 un pequeño grupo de líderes rebeldes al mando de Aparicio ingresaron a Uruguay desde Argentina, al sur del río Arapey, en Salto. Llevaban algunos fusiles y pistolas, lanzas y sables y, eso sí: una imprenta, con la que Agustín de Vedia, Francisco Lavandeira y Francisco Xavier de Acha lograron editar algunos “periódicos volantes” (una experiencia que Florencio Sánchez repetiría en la revolución de 1897, aunque con menos fortuna). Las exigencias de los rebeldes eran básicamente el reclamo de participación en el gobierno y libertad electoral (“Ninguno de nosotros aspira al mando supremo. El país decidirá quién deba gobernar”).

En unos meses Aparicio reunió al menos cuatro mil jinetes armados y llegó hasta las afueras de Montevideo. En agosto se alzó el viejo general Anacleto Medina, de 82 años, quien había sido declarado traidor por los colorados tras su participación en la Hecatombe de Quinteros de 1858.

Las dos columnas revolucionarias se juntaron el 12 de setiembre en el Paso Severino del río Santa Lucía Chico, donde obtuvieron una victoria contra las tropas del gobierno lideradas por el general Gregorio Suárez.

Los revolucionarios marcharon sobre Montevideo y la sitiaron el 26 de octubre (Juan Salvañach al mando de 300 hombres tomó la fortaleza del Cerro en una audaz acción el 29 de noviembre). Para mejorar la imagen del gobierno, muy debilitada, el propio presidente Batlle encabezó un ataque de unos tres mil gubernistas a la Unión, campamento de los rebeldes, que terminó con la muerte de unos trescientos hombres de ambos bandos y no produjo ningún resultado decisivo. Dos semanas después, el 18 de diciembre, tras 50 días de sitio, los blancos se retiraron para evitar el cerco que, a su vez, podría ponerles Gregorio Suárez, quien avanzaba hacia la capital desde el interior del país.

El 25 de diciembre de 1870 se produjo la sangrienta batalla del Sauce, cerca de la actual ciudad del mismo nombre, que terminó con una victoria de Suárez, quien ordenó el degüello de todos los prisioneros (2).

Durante los primeros meses de 1871 Aparicio y Medina se mantuvieron en el norte del río Negro, reorganizando fuerzas y, evitando choques, pasaron varias veces a territorio brasileño para regresar de inmediato. Se abrieron negociaciones de paz, por iniciativa de monseñor Jacinto Vera, aunque nunca se pactó un armisticio.

El 17 de julio de 1871 se libró una gran batalla en la zona de cuchilla de los Manantiales, en el curso superior del río San Juan, en el centro-norte del departamento de Colonia. El Ejército del gobierno, al mando del brigadier general Enrique Castro, más disciplinado y mejor armado que el gauchaje rebelde, provocó una desbandada. El general Anacleto Medina, octogenario y casi ciego, fue uno de los centenares de muertos (3).

Timoteo Aparicio logró refugiarse en el norte del país, a salvo del Ejército, y contuvo la sangría. Al iniciarse el año 1872 los rebeldes volvieron a contar con una considerable fuerza de cinco mil hombres. Lo más importante para su estrategia: perduraban en la campaña, sin que el gobierno pudiera aniquilarlos, y provocaban enormes desarreglos en la producción ganadera, particularmente en la ovina, dificultando la esquila y las exportaciones laneras.

Durar era prerrequisito para negociar y obtener concesiones.

La estrategia de los alzados

Nada más lejos de la guerra gaucha que una guerra de posiciones (error que los rebeldes sí cometieron en la batalla de Manantiales, al atrincherarse en el casco de estancia de la viuda Mary Mac Stravack de Suffren y convertirse así en blanco fácil de la artillería del gobierno).

Los ejércitos rebeldes de los blancos en general no se propusieron derrocar a las autoridades sino sobrevivir, luchar esporádicamente y obligar al gobierno a pactar (Aparicio Saravia lo diría explícitamente en 1897 y 1904).

En 1870 las tropas del gobierno contaban con algunos buenos jefes fogueados en la guerra contra Paraguay, y con mejor y más numerosa fusilería. Pero todavía las armas blancas (lanza, sable, cuchillo) y las boleadoras cumplían un papel crucial. El gobierno aún no podía servirse de buenas comunicaciones en todo el país, por telégrafo y ferrocarril, como ocurriría pocos años más tarde.

El principal elemento de presión de los revolucionarios fue siempre el extendido desarreglo de la economía de la campaña: leva de peones, expropiación de caballadas, hurtos y matanza fenomenal de ganado ovino y bovino, dificultades para la esquila del inmenso rebaño ovejero.

El caballo entonces era la principal pieza de combate: clave en la movilidad y supervivencia de los rebeldes. Durante la revolución de las Lanzas los blancos llegaron a robar unos tres mil yeguarizos, entre domados y potros, solo en los campos de la sucesión del rico hacendado y caudillo colorado Eufrasio Bálsamo, entre el río Negro y el arroyo Salsipuedes. Venancio y Ángel Tiburcio Bálsamo, hijos de Eufrasio, combatían en filas gubernistas.

El agrimensor Carmelo Cabrera, un blanco radical que amaba los explosivos y se rebeló contra todos los gobiernos entre 1875 y 1910, escribió el plan de operaciones de la revolución saravista de 1897: “El caballo y las armas son elementos de guerra y por consiguiente la toma y reunión de ellos, se hará conjuntamente con las de todos los hombres útiles, no dejando más que los capataces en las estancias”. Esos planes raramente se cumplían pero eran reveladores (4).

Los inmigrantes y las montoneras

El desconcierto también afectaba a las ciudades, que sufrían desabastecimiento, estrecheces económicas y leva de la gente más humilde para servir en el Ejército o en la Guardia Nacional, incluyendo algunos inmigrantes.

Antonio Lussich (1848-1928), hijo de un croata, quien se convertiría en un gran empresario naviero y creador del Arboretum Lussich en Punta Ballena, se sumó a las filas revolucionarias cuando tenía 22 años. En 1872 publicó en Buenos Aires Los tres gauchos orientales, luego un clásico de la literatura gauchesca en verso, y se refirió a los italianos y otros extranjeros obligados a servir en la infantería del gobierno, en la batalla de Paso Severino, en setiembre de 1870:

Dispués vino Ceverino;

allí rayamos los pingos.

¡Qué día de matar gringos!

¡Si era lancear a lo fino!

Sin embargo la leva de recién llegados al país no era una regla. Se conocen cartas de piamonteses y suizos en el departamento de Colonia que señalan el respeto de los combatientes por los inmigrantes, aunque aclaraban: “Los únicos que corren peligro son nuestros caballos”.

La población criolla de la campaña era particularmente apta para la guerra informal, o guerrillas ecuestres, que regresaban periódicamente, como las tormentas. Al fin de cuentas, “las habilidades requeridas para que un hombre trabajase en las estancias: agilidad, aguante en la silla, y destreza para derramar sangre con un acero, eran precisamente las mismas aptitudes que se necesitaban para participar en las operaciones de caballería ligera de una montonera”, escribió el historiador de la cultura John Charles Chasteen (5).

Paz de Abril y reparto de los departamentos

El 1º de marzo de 1872 Lorenzo Batlle finalizó su presidencia y, al no poder convocarse a elecciones por la guerra civil, traspasó el poder al presidente del Senado, Tomás Gomensoro. De inmediato este entabló contactos en procura de una paz negociada, y el 6 de abril de 1872 se firmó en Montevideo el acuerdo correspondiente, que se conoce como la Paz de Abril.

Ese acuerdo estableció la primera forma de coparticipación de los partidos en el poder y terminó con los llamados “gobiernos de divisa” o “exclusivistas”. De hecho, los redactores de la Constitución uruguaya de 1830 concibieron un texto que “no preveía y ni siquiera aceptaba imaginar la existencia de los partidos” por temor a las facciones que bañaron en sangre la Revolución Francesa y los procesos de independencia americana. Los bandos iniciales reunidos en torno a caudillos, luego convertidos en partidos, nacieron a la vida política en Uruguay y en Hispanoamérica “contra la teoría” (6).

Se decretó una amnistía y se dio dinero a los rebeldes para gastos de guerra y licenciamiento de sus tropas. El gobierno quedó comprometido a garantizar la libertad electoral “en la capital”, y a proveer jefes políticos “serios y moderados” en los departamentos del interior del país, que entonces eran doce. Los jefes políticos, creados por la Constitución de 1830, eran entonces (hasta la creación de las intendencias en 1908) las máximas autoridades departamentales, con funciones políticas, administrativas, electorales y policiales.

También se convino verbalmente (tal acuerdo no podía ponerse por escrito por su obvia inconstitucionalidad) que el gobierno designaría, en consulta con las autoridades del Partido Blanco, cuatro jefes políticos departamentales pertenecientes a esa colectividad: los de San José, Florida, Cerro Largo y Canelones.

De hecho, esa cláusula confidencial de la Paz de Abril fue respetada por todos los gobiernos hasta 1890, cuando el presidente Julio Herrera y Obes redujo las jefaturas políticas departamentales de los blancos a sólo tres (el país tenía entonces 19 departamentos). Después de la Revolución de 1897 del Partido Nacional, el Pacto de La Cruz estableció un acuerdo verbal que concedió a los nacionalistas la jefatura política de seis de los 19 departamentos; una forma primitiva de “coparticipación” que estuvo en la base de la guerra civil de 1904.

No habría representación cabal para las minorías hasta unos años después del Pacto de La Cruz, y representación proporcional hasta la Constitución de 1918.

La Paz de Abril significó un paso adelante de notable importancia frente a la idea utópica de la “fusión” o “fusionismo” de las dos divisas tradicionales en una sola; partía de la base del reconocimiento mutuo de los partidos y admitía, de una forma muy primitiva pero tangible, que ellos debían compartir de alguna forma el poder: una suerte de coparticipación o representación de las minorías.

La cruenta revolución de las Lanzas también provocó un sentimiento de rechazo a las divisas tradicionales, especialmente entre la juventud universitaria, lo que daría lugar a la formación de nuevos partidos (el Partido Radical, el Partido Constitucional, el Club Nacional —origen del Partido Nacional) y animaría a la generación del “principismo” (principistas, de aferrarse a los principios) a intervenir en la vida política e intentar, una vez más, encarrilarla por la vía constitucional (7).

(1)           Raíces y consecuencias de la hegemonía presidencial en Iberoamérica, Adolfo Garcé, 2018.

(2)          Parte de estos textos fueron tomados de La enciclopedia de El País, 16 tomos, diario El País, 2011, dirigida por el autor de estos artículos.

(3)           Según el escritor Eduardo Acevedo Díaz, entonces teniente del ejército revolucionario, Anacleto Medina se negó al pedido de sus oficiales de que se pusiera a salvo. El general tenía un buen caballo, su garantía de supervivencia; pero unas boleadoras lanzadas desde la caballería adversaria trabaron las patas del animal. Medina se vio rodeado de inmediato por los lanceros gubernistas, que lo derribaron con varias heridas mortales. “Desde la zona del centro pudimos apreciar claramente el episodio (…). Medina fue sepultado a medio cuerpo, después de haber sido mutilado y desollado de una manera minuciosa y concienzuda”, dijo Acevedo Díaz, citado por Alfredo Castellanos en su libro Timoteo Aparicio, el ocaso de las lanzas. El general José Luciano Martínez, colorado, abogado e historiador militar, presentó el testimonio del general Gregorio Castro en su obra Hombres y batallas. De acuerdo con esta versión, al ver la batalla perdida, uno de los ayudantes de Medina le sugirió que se marchara, ante lo cual el veterano militar dijo: “¡Yo no disparo nunca!”, según algunas versiones, o “¿Cuándo han visto al general Medina disparar de un campo de batalla?”, según otros. Martínez identificó a los atacantes: la boleadora que detuvo al caballo fue lanzada por el mayor Sabat, mientas que la lanza que mató a Medina y a su secretario Jerónimo Machado fue la del entonces mayor Feliciano Viera, padre del futuro presidente de la República (en 1915-1919) del mismo nombre.

(4)          Carmelo Cabrera. El pasional ladero de Aparicio Saravia y Herrera, de Alberto Piñeyro – Linardi y Risso, 2020.

(5)          Héroes a caballo – Los hermanos Saravia y su frontera insurgente, de John Charles Chasteen, Biografías Aguilar/Fundación Bank Boston, 2001.

(6)          La actualidad del pasado. Usos de la historia en la política de partidos del Uruguay (1942-1972), de José Rilla, Editorial Sudamericana Uruguaya SA – Debate, 2008.

(7)          Sobre la Revolución de las Lanzas y sus consecuencias, ver Orientales – Una historia política del Uruguay, tomo II, de Lincoln R. Maiztegui Casas, Editorial Planeta, 2008.

Próximo capítulo: Caos político y monetario: los preámbulos del golpe militar.