El dictador Lorenzo Latorre tuvo suerte. La larga depresión que ocurrió entre 1869 y 1875, en buena medida por factores internacionales, dio paso a un período de auge económico, que permitió financiar las reformas que introdujo durante su gobierno (1876-1880).
Entre 1875 y 1879 el stock de vacunos, la clave de la riqueza del país junto a los lanares, pasó de cinco millones de cabezas a ocho, el máximo habitual. Algo similar ocurrió con los ovinos, pese a que en esos años las sequías fueron recurrentes.
Para equilibrar el presupuesto Latorre aumentó impuestos y rebajó los sueldos de los funcionarios públicos o los despidió, en el marco de una sostenida política de austeridad. Si bien había sido acusado una vez de malversación de fondos y el expediente de la denuncia desapareció, durante su gobierno actuó en general con honestidad (aunque se hizo rico). Los mayores recursos permitieron el pago de la deuda internas y externa a partir de julio de 1878, que habían caído en default entre 1875 y febrero de 1876.
Durante los siguientes gobiernos del Militarismo, en especial el de Máximo Santos (1882-1886), quien adoraba la apariencia y los brillos, las cuentas del Estado volvieron a estar bajo presión, aunque no lo suficiente como para recaer en el caos.
También restauró la credibilidad del dinero nacional: entre 1876 y 1877 el Estado rescató papel moneda circulante sin respaldo emitido por el gobierno de Varela (que en Bolsa llegó a cotizar al 10% de su valor nominal) y lo hizo quemar en público.
En 1879, último año completo de gobierno de Lorenzo Latorre, el papel circulante era solo el 30% del que existía en 1875, durante la emisión sin respaldo en oro que hicieron sobre todo el Banco Mauá y el gobierno a través de la Junta de Crédito Público. La drástica reducción del circulante restituyó la confianza en la moneda nacional y acabó con la inflación.
Se estableció el oro como patrón único de respaldo de la moneda, al modo británico, dejando de lado el patrón bimetálico, basado en el oro y la plata, adoptado en la ley de 1862 que creó el peso uruguayo.
Todavía bajo el gobierno de Pedro Varela, se dio inicio a una gradual escalada proteccionista en materia económica —hasta entonces Uruguay tenía una economía abierta— aplicando elevados aranceles aduaneros a diversas mercaderías. (Los aranceles se elevaron aún más en 1884-1886, durante la era de Máximo Santos, y esa tendencia alcanzaría su paroxismo a mediados del siglo XX). Esa protección permitió el funcionamiento de algunas industrias básicas de bienes de consumo, desde vestimenta a tabacos (ver capítulos 45 y 46 de esta serie).
En esta etapa la influyente Asociación Rural del Uruguay preconizó un proteccionismo industrial selectivo, al modo de Estados Unidos después de la Guerra de Secesión (1861-1865), tal como hizo el gobierno de Latorre. Ya sobre fines del siglo XIX la gremial agropecuaria, alarmada por los crecientes aranceles aplicados entre 1880 y 1894, durante los gobiernos de Máximo Santos, Máximo Tajes y Julio Herrera y Obes, por lo que muchos insumos se volvieron más caros y de menor calidad, se inclinó más bien por un regreso al libre cambio, al modo británico, y como había ocurrido en Uruguay entre las décadas de 1860 y 1870.
Se ha afirmado que la era Latorre consolidó la llegada de la revolución industrial al país que, en rigor, ya se había iniciado en la década de 1860. El Militarismo, que se extendió de 1876 a 1890, facilitó el ingreso de capitales británicos para el desarrollo de nuevas empresas, servicios y tecnologías. Un ejemplo fue la concesión de los ferrocarriles a capitales ingleses, a través de la compañía The Central Uruguay Railway Ltd (Ferrocarril Central), que nació formalmente en enero de 1878 y recibió ventajas y exenciones impositivas. El gobierno incluso se comprometió a no instalar puentes carreteros directamente competitivos, a menos de diez kilómetros, con los que haría el ferrocarril inglés sobre el rio Yi, un vado crucial hacia el norte del país inaugurado en 1879, que en 1887 sería completado con otro sobre el río Negro, por Santa Isabel (Paso de los Toros).
Ambos puentes fueron joyas de la ingeniería en su época, en medio de una campaña rústica, que quedaba fácilmente aislada durante las crecidas.
El Ferrocarril Central, que llegaría a Rivera en 1892, fue una herramienta decisiva para la conquista del norte “abrasilerado”, la creación de un rosario de pueblos y un comercio próspero entre la capital y el interior.
Reorganización administrativa y reforma escolar
Para la reorganización administrativa, el gobierno de Latorre impulsó la creación del Registro de Estado Civil (1879), que avanzó en forma decisiva en la secularización del país, iniciada décadas antes, al imponer el control estatal sobre el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones, hasta entonces a cargo de la Iglesia Católica; la aprobación del Código de Procedimiento Civil, que estableció las normas procesales de derecho, otra obra de Joaquín Requena (1); y del Código de Instrucción Criminal, obra de Laudelino Vázquez. Mejoró las comunicaciones con el establecimiento de línea de ferrocarril y telégrafo y la organización de la Administración Nacional de Correos (2).
Latorre emprendió diversas obras edilicias y urbanísticas en Montevideo, como la demolición del Mercado Viejo, de los restos de la Ciudadela y del Fuerte, en la actual plaza Zabala; la ampliación de la plaza Independencia; y el traslado de la sede del gobierno al Palacio Estévez (a cuyo antiguo dueño, el financista español Francisco Estévez, que perdió la propiedad y estaba en prisión por deudas, envió a la fábrica de adoquines, donde tallaba piedras vestido de levita y galera); la apertura del bulevar de circunvalación (luego denominado bulevar Artigas), que pretendía “contener” una ciudad que crecía en desorden; la construcción del Hospital Vilardebó; y la apertura de nuevos mercados de abastecimientos de comestibles, entre otros (2).
Siempre siguiendo los consejos de la laboriosa nueva élite intelectual y económica que se abría paso en Uruguay, Latorre respaldó la creación de la Facultad de Medicina en 1876, y de la Escuela de Artes y Oficios en 1879, antecesora de la actual Universidad del Trabajo (UTU).
Pero su reforma más recordada (debido a la incansable prédica del último siglo y medio en las escuelas uruguayas) fue la reforma de la enseñanza pública.
“Sería el iletrado y anti intelectual Lorenzo Latorre el responsable de plasmar dicha reforma”, escribió Lincoln Maiztegui. “Para que ello fuera posible, y tuviera éxito, fue necesario además que el coronel procediera con notable amplitud de miras; encargó la reforma a un enemigo político, a un principista acérrimo como José Pedro Varela, una circunstancia decisiva para asegurar el éxito de la empresa” (3).
Varela, quien sufrió duros reproches de sus antiguos compañeros liberales y principistas, lo justificó así: “La tiranía no es un hecho de Latorre. Es el fruto espontáneo del estado social de mi patria. No se pueden transformar esas condiciones por otro medio que no sea la escuela. No exterminaré la dictadura de hoy, que tampoco exterminará el pueblo, pero concluiré con las dictaduras del porvenir”.
“Para establecer la república, lo primero es formar los republicanos”, escribió Varela en La educación del pueblo (1874). Ese texto fue “la traducción mecánica de una versión mínima del positivismo aplicado a las cuestiones sociales”, resumió el historiador José Rilla (4). Se basaba en un rechazo explícito a la herencia española y en la invocación permanente al pragmatismo anglosajón y su afición al trabajo y la innovación.
Desde la Dirección de Instrucción Pública, Varela logró que se aprobara el decreto-ley de Educación Común del 24 de agosto de 1877, que consagró para la enseñanza los principios de laicidad, gratuidad y obligatoriedad.
La educación del pueblo fue concebida como una actividad laica, no religiosa (aunque no antirreligiosa), dentro del Estado laico. Su aplicación, de hecho, fue gradual pero constante. La enseñanza primaria también fue gratuita, concebida como un derecho, capaz de preparar a las personas para un estadio superior del desarrollo socioeconómico, e integrar más plenamente a los hijos de los inmigrantes a su nueva sociedad. Y también fue obligatoria, en tiempos en que muchos padres no veían la necesidad de que sus hijos fueran letrados.
José Pedro Varela murió muy pronto y muy joven, en octubre de 1879 (5). Pero la reforma siguió su curso, al modo constante que también se aplicó en Argentina entre 1868 y 1886, durante los gobiernos de Domingo Faustino Sarmiento, Nicolás Avellaneda y el primero de Julio Argentino Roca.
Rápidamente se multiplicó el número de escuelas y de alumnos, particularmente en el interior del país, hasta entonces relativamente desamparado, en consonancia —también en ese asunto— con la prédica de la Asociación Rural. Se mejoró el pago a los maestros, se crearon útiles y textos, y todo fue fiscalizado por un cuerpo de inspectores.
“El crecimiento significativo del presupuesto escolar, concentrado en el pago de salarios”, conformó muy temprano “una rama laboral altamente feminizada”, observó Camilo Martínez Rodríguez en un artículo académico (6). “A diferencia de otras experiencias históricas, la oferta escolar pública se concentró en territorios menos prósperos”, como barrios de ciudades y el interior del país, “mientras que la demanda educativa uruguaya fue mayor en las regiones económicas más prósperas”.
El Reglamento general para las escuelas públicas, de 1877, establecía el carácter mixto de la enseñanza primaria, determinaba los sistemas de evaluación y promoción y prohibía severamente toda forma de castigo físico. Se definieron las asignaturas, se modificaron los programas y se incorporaron actividades tales como corte y manejo de máquina de coser para las niñas.
Uno de sus objetivos, ya perseguidos desde tiempos de Bernardo Berro con su fundación de nuevos pueblos, fue “nacionalizar” la frontera, donde predominaba el uso del “portuñol” —una jerga que mezcla portugués y español— y la cultura brasileña.
Los resultados fueron espectaculares. De 17.000 alumnos inscriptos en la escuela pública en 1877 se pasó a 30.302 alumnos en 1885. Si se agregan los 20.289 alumnos de las 429 escuelas privadas que funcionaban entonces, y que estaban reglamentadas en su funcionamiento por las autoridades públicas, se llegó a 50.591 niños escolarizados, uno cada diez habitantes.
Hacia 1890 la matrícula escolar de Uruguay, aunque todavía minoritaria (34% del alumnado potencial), era por lejos la más elevada de América Latina, seguida bastante atrás por la de Argentina y Chile (6).
La reforma vareliana inició un proceso que tuvo profundas consecuencias en la vida del país, ya que abatió el analfabetismo y sentó las bases para una sociedad más culta e igualitaria y, por ende, más democrática.
José Pedro Varela no concibió nada novedoso sino que asimiló lo bueno que vio en algunos países de Europa occidental y en Estados Unidos, y lo aplicó sin mayores resistencias bajo un gobierno dictatorial. “El mito vareliano fue una construcción al servicio del nacionalismo”, como otros, aunque para ello “debieron limarse sus líneas más ásperas y ocultarse sus flancos más polémicos”, advirtió Rilla (4).
(1) Joaquín Requena (1808-1901) fue un abogado, escribano público y político del Partido Blanco. Durante el “Sitio grande” de Montevideo (1843-1851) en la Guerra Grande fue miembro de la Comisión de Inmigración del Gobierno del Cerrito, liderado por Manuel Oribe. Tras el conflicto se doctoró en jurisprudencia (1858). El presidente Gabriel Pereira le confió la cartera de Gobierno y Relaciones Exteriores (1856-1858) y el presidente Bernardo Berro lo comisionó como auditor de Guerra (1862-1865). Entre 1864 y 1865 fue rector de la Universidad de la República, tras disolverse el Consejo Universitario. Luego se dedicó a la docencia, como catedrático de procedimientos judiciales. Tuvo una extensa carrera como jurisconsulto y se destacó su aporte como codificador. Fue uno de los tres autores del Código Rural (1873-1875), miembro de la comisión redactora del Código Militar (1876) y de la comisión que tuvo a su cargo la revisión del Código de Procedimiento Civil (1878). En 1884 participó en la elaboración del Código de Minería y al año siguiente en la redacción del Código Penal uruguayo. (Biografía tomada de La enciclopedia de El País, diario El País, 2011).
(2) La enciclopedia de El País, en 16 tomos, diario El País, 2011.
(3) Orientales – Una historia política del Uruguay, tomo II, de Lincoln R. Maiztegui Casas, Editorial Planeta, 2008.
(4) La actualidad del pasado. Usos de la historia en la política de partidos del Uruguay (1942-1972), de José Rilla, Editorial Sudamericana Uruguaya SA – Debate, 2008.
(5) José Pedro Varela, afín al sector “principista” del Partido Colorado (por oposición a los “candomberos” populistas), había nacido en Montevideo en 1845 y tenía, por lo tanto, 31 años cuando asumió el control de la enseñanza en 1876 por encargo de Lorenzo Latorre. Era hijo del inmigrante unitario Jacobo Varela y sobrino del expresidente blanco Bernardo Berro. Se llamaba en realidad Pedro José, pero para marcar diferencia con “el otro” Pedro Varela, un reconocido acomodaticio que presidió el país dos veces, invirtió el orden de sus nombres. Hablaba fluidamente inglés y francés, y practicó el periodismo político desde su adolescencia, firmando muchas veces con el seudónimo Quasimodo. En 1867 su radical oposición a la dictadura de Venancio Flores le creó problemas políticos y su padre, para evitarle consecuencias indeseadas, lo envió de viaje por Europa (España, Inglaterra, Francia, etc.). Interesado en temas educativos, estudió los sistemas de esos países. Pero en el viaje de regreso pasó por Estados Unidos, y apreció allí el sistema de enseñanza que más coincidía con sus ideas. En ese país conoció a Domingo Faustino Sarmiento, futuro presidente de Argentina, que lo puso en contacto con educadores estadounidenses y con el cual viajó en el mismo barco hasta el Río de la Plata; la influencia de Sarmiento en Varela, y en este tema, no puede minimizarse. En 1868 estaba de regreso en Uruguay, y fundó, junto a otros jóvenes inquietos por la difusión de la enseñanza, la Sociedad de Amigos de la Educación Popular. Considerado uno de los principales representantes del “principismo”, combatió al presidente Lorenzo Batlle y en 1870 debió exiliarse nuevamente, esta vez en Buenos Aires. En 1874, ya de regreso en Montevideo, publicó su libro La educación del pueblo, en el que explicitaba sus ideas sobre la enseñanza. Por entonces se mostraba influido por el socialismo, y llegó a traducir al español algunas de las obras de Karl Marx. Violentamente opuesto a la dictadura de Lorenzo Latorre, tuvo la sorpresa de que el ministro de Gobierno, José María Montero, le ofreciera, en nombre del coronel, la Dirección de Instrucción Pública, desde la cual tendría la oportunidad de llevar a la práctica sus ideas reformistas. Después de obtener garantías de que su acción no tendría obstáculos de ninguna índole, aceptó la designación, para escándalo de sus correligionarios “principistas”, que lo consideraron un traidor. Ya asentadas las bases de su reforma, resultó herido en un ojo durante una cacería, en 1877, y su salud se deterioró de manera vertical. Falleció el 24 de octubre de 1879, a los 34 años. Su obra fue continuada por su hermano Jacobo (1841-1900). (Biografía tomada de Orientales, tomo II, de Lincoln Maiztegui).
(6) Escuelas, maestras y territorios. Capacidades estatales y capital humano en Uruguay, 1877-1910, de Camilo Martínez Rodríguez, Universidad de la República, 2003.
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