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El nacimiento del Uruguay moderno

Nacimiento del Uruguay moderno (18)

La rebelión de Venancio Flores y un balance de la era de Bernardo Berro

Berro contribuyó a la modernización del país, con un sentido claramente liberal, al menos hasta que la guerra civil se robó el escenario.

22.08.2024 10:42

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2024-08-22T10:42:00-03:00
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Por Miguel Arregui
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Bernardo Prudencio Berro dejó la Presidencia el 1º de marzo de 1864 y fue sustituido como interino por el presidente del Senado, Atanasio Cruz Aguirre. La guerra civil iniciada en 1863 con la rebelión de Venancio Flores, que incluyó la intervención de tropas brasileñas y el sangriento sitio de Paysandú, continuó hasta febrero de 1865.

Arruinado por la guerra, el Estado dejó de pagar sus obligaciones en fecha y forma (default). El exceso de emisión de billetes provocó desconfianza y empresas, bancos y personas corrieron a convertirlos en metal precioso. Por entonces los encajes (reservas) de los bancos apenas cubrían el 18% del papel moneda circulante, cuando por ley debían ser de al menos un tercio, narró el historiador Eduardo Acevedo Vásquez en su Economía política y finanzas (1903).

Por fin el 7 de enero de 1865 el gobierno decretó la inconvertibilidad por seis meses del papel moneda emitido por el Banco Mauá y otros. Esos billetes serían de curso forzoso y deberían ser aceptados obligatoriamente como medio de pago. En el mismo acto, el gobierno obligó a los bancos a prestarle quinientos mil pesos para comprar armas y equipos militares, aunque ello significara más emisión, desconfianza e inflación.

Paradójicamente, el gobierno no resolvió lo mismo respecto a los billetes de The London and River Plate Bank, o Banco de Londres, de capitales británicos, recién instalado para competir con Mauá.

Intervención brasileña y guerra contra Paraguay

El apoyo directo de Brasil inclinó la balanza a favor de la rebelión de Flores, quien ingresó a Montevideo como vencedor el 20 de febrero de 1865, después de la rendición del gobierno del nuevo presidente interino, Tomás Villalba.

El general Venancio Flores (1808-1868), quien se rodeó de un Estado Mayor de estancieros-coroneles y capitanes, fue uno de esos hombres fuertes y carismáticos de la pradera, y uno de los caudillos más discutidos de la historia uruguaya.

Nacido en Santísima Trinidad de los Porongos y criado a campo, participó en la guerra contra Brasil de 1825-1828 que derivó en la independencia de Uruguay; fue un activo guerrillero en la Guerra Grande contra los federales argentinos y los blancos orientales —siempre junto a Fructuoso Rivera, creador del Partido Colorado—; en la posguerra se convirtió en un actor político fundamental, incluso como presidente de la República, y terminó sirviendo en las guerras civiles argentinas a las órdenes del unitario porteño Bartolomé Mitre.

La rebelión de Flores comenzó como una insurrección de rutina, con largas marchas a caballo reuniendo milicias y pocas escaramuzas. Pero derivó en una masiva intervención de tropas y naves brasileñas y determinó la participación de Uruguay en la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay (1864-1870), un conflicto particularmente abusivo y salvaje que se inició a remolque de Argentina y Brasil (1).

El emperador Pedro II de Brasil decidió enviar tropas y navíos a Uruguay en 1864 por temor a que la guerra civil entre orientales se propagara a Rio Grande do Sul, donde los antimonárquicos secesionistas seguían siendo fuertes, pese a la derrota de la Revolução Farroupilha y la caída de su República Riograndense en 1845 (2).

Pero luego de su intervención en respaldo de Flores, los imperiales brasileños siguieron de largo: dieron a su enorme y disperso país un gran estímulo nacionalista, un poderoso factor de unión con la Guerra de la Triple Alianza y terminaron anexando un nuevo territorio hasta entonces en disputa, que ahora integra el Estado de Mato Grosso do Sul.

Las tropas y navíos brasileños llegados a Montevideo en el verano de 1865, después de reducir a las valerosas tropas del general Leandro Gómez sitiadas en Paysandú, fueron las últimas fuerzas militares extranjeras que ingresaron a Uruguay en tren de conquista. Los brasileños dejaron el territorio uruguayo poco después, en parte por presión del gobierno británico.

Flores, quien gobernó dictatorialmente durante tres años, fue asesinado el 19 de febrero de 1868, cuatro días después de dejar el poder, en una jornada sangrienta en la que los blancos intentaron un golpe de Estado y en la que también cayó apuñalado su antiguo rival y expresidente, Bernardo Berro.

Entre dos eras: balance de Berro

Ciertamente el gobierno de Bernardo Berro contribuyó a la modernización del país, con un sentido claramente liberal, al menos hasta que la guerra civil se robó el escenario. A partir de entonces, él y su sucesor, Atanasio Cruz Aguirre, no pudieron consolidar el principio de autoridad, desafiado por la rebelión del Partido Colorado, y, más en general, por la organización social de la campaña.

En el tomo I de Historia rural del Uruguay, José Pedro Barrán y Benjamín Nahum toman la presidencia de Berro como el tímido comienzo del proceso de modernización rural.

La centralidad del Estado, y su monopolio de la fuerza, recién se afianzaría durante la larga dictadura militar que inició Lorenzo Latorre en 1876 y, de manera completa, después de la guerra civil de 1904.

Berro también mostró claras inhabilidades en ciertos frentes políticos: cambió hasta cuatro veces su gabinete en la primera mitad del mandato; y tal vez no fue muy hábil en la forma de despojar a la Iglesia Católica de buena parte de sus poderes, aunque fuera un proceso histórico necesario. Ese conflicto con la Iglesia, en un país creyente con un Estado confesional, fue un asunto muy serio.

El periodista e historiador Lincoln Maiztegui Casas lo resumió así en el tomo II de su serie Orientales:

“No hay constancia de que Berro fuera masón, además de católico práctico (condiciones que por entonces eran compatibles), pero su gobierno siguió la orientación laica y de alguna forma anticlerical de su antecesor, Gabriel A. Pereira. Esto derivó en un violento entredicho con la jerarquía católica y en particular con el vicario de Montevideo, monseñor Jacinto Vera.

En abril de 1861 falleció en San José el vecino Enrique Jacobson, un alemán muy prestigioso y apreciado en la comunidad. Jacobson era católico y estaba casado por la Iglesia Católica, pero era conocida su militancia en la Masonería. Cuando se fueron a enterrar sus restos el párroco de la ciudad, que ya le había negado los últimos sacramentos si previamente no abjuraba de su credo masónico, se negó a darle sepultura, cosa que podía hacer porque la Iglesia continuaba controlando el cementerio. Los familiares del occiso, acompañados por destacadas figuras de la Masonería, trasladaron el cuerpo a la capital del país y celebraron en su honor una misa de cuerpo presente en la catedral, con autorización del cura rector de esa iglesia, Juan José Brid, quien era además senador, simpatizante del Partido Blanco y a quien se le suponía cercano a las organizaciones masónicas. Pero el vicario apostólico, monseñor Jacinto Vera, adoptó una posición de absoluto respaldo al párroco de San José y prohibió la inhumación de los restos de Jacobson también en Montevideo. Ante esa actitud el presidente de la República puso en vigor el decreto de municipalización de los cementerios, que había sido aprobado durante el gobierno anterior, y ordenó el inmediato sepelio de los restos. Jacinto Vera consideró que se habían violado los fueros eclesiásticos y decretó un entredicho (o interdicción) sobre el cementerio (prohibición de celebrar cualquier tipo de ceremonia religiosa). Se generó una gran polémica sobre el asunto, máxime porque por esas mismas fechas falleció el expresidente Gabriel A. Pereira, masón militante, y nadie se opuso a sus exequias fúnebres. La cosa no terminó allí: meses después, en setiembre de 1861, Jacinto Vera destituyó al sacerdote Brid de su cargo en la catedral y nombró en su lugar al sacerdote vasco Inocencio de Yéregui, que sería más tarde el segundo obispo de Montevideo. Berro hizo valer entonces el tradicional derecho de patronato, por el cual el Estado se reservaba aprobar o no una designación eclesiástica de interés general, y repuso al padre Brid (quien, de todos modos, se había negado a entregar su cargo y las llaves de la catedral). Jacinto Vera desconoció abiertamente la medida y, en octubre de 1862, el presidente decretó el destierro del vicario. (Adenda del redactor de estos capítulos: La muy católica madre de Berro, Juana Larrañaga, hermana de Dámaso Antonio, fue al puerto a despedir a Jacinto Vera, como disculpándose por las barbaridades del nene, e incluso le dio dinero). El problema se solucionó poco después por mediación de Florentino Castellanos, que viajó a Buenos Aires y logró un acuerdo con Jacinto Vera, gracias al cual éste regresó a Montevideo y el asunto se dio por cerrado. Sin embargo, la tensión entre el gobierno y la Iglesia era ya irreversible, y será uno de los pretextos enarbolados por Venancio Flores para justificar su sublevación armada” (3).

Por último, y no menos importante, el gobierno de Berro demoró demasiado en enfrentar resueltamente las guerrillas de Venancio Flores que, al perdurar, se fortalecieron.

El empresario August Hoffmann escribió a su familia en Hamburgo en agosto de 1863: “Flores sigue en el país y su ejército se ha ido incrementando con adherentes. Por ahora la confianza en el gobierno se mantiene, pues es muy bueno y moralmente serio, pero ninguna de las partes se decide a actuar, lo que incrementa la fuerza de la minoría” (4).

La tropa del Ejército gubernista estaba formada por veteranos negros liberados de la esclavitud dos décadas antes, por presidiarios y por “vagos y mal entretenidos” a las órdenes de oficiales de dudosa idoneidad, según detalló la memoria de 1861 del ministro de Guerra y Marina, Diego Eugenio Lamas.

(La fotografía de 1860 que ilustra este capítulo muestra a Berro, al centro, con su ministro de Guerra, Diego Eugenio Lamas, padre de Diego y Gregorio, los dos jefes de Estado Mayor de Aparicio Saravia en 1897 y 1904; y, a su derecha, el ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, Eduardo Acevedo Maturana, padre del historiador Eduardo Acevedo Vásquez).

La historiografía proclive al Partido Blanco suele tener al gobierno de Berro en altísima consideración.

“El gobierno de Bernardo Berro, frecuentemente minimizado y hasta ignorado por la historiografía hostil (Alberto Zum Felde apenas lo menciona en su ‘Proceso Histórico del Uruguay’) se encuentra en la actualidad fuertemente revalorado, como uno de los mejores del siglo XIX oriental”, resumió Lincoln Maiztegui. “Berro superaba en cultura y vuelo intelectual a todos sus antecesores en la Presidencia, y habría que esperar a José Batlle y Ordóñez para encontrar una figura de su talla en este campo. Contra lo que suele afirmarse, no carecía de sentido práctico, lo que le permitió adoptar medidas que el país reclamaba con urgencia” (3).

Los colorados se muestran mucho más críticos.

Julio María Sanguinetti, presidente de la República por el Partido Colorado en dos ocasiones (1985-1990 y 1995-2000), opina que “la tradición blanca sobreestima a Berro, un dotor montevideano que no conocía su país, igual que los colorados suelen sobreestimar a José Eugenio Ellauri”, quien fue depuesto en 1875 por el golpe de Pedro Varela y Lorenzo Latorre (5).

Lo cierto es que, tras la revolución de Venancio Flores, la “política de fusión” o “fusionismo” (el intento de unir políticamente a blancos y colorados en una sola corriente) fue definitivamente abandonada y los odios partidarios se liberaron y exacerbaron.

Cuando los blancos acaudillados por Timoteo Aparicio iniciaron en 1870 la Revolución de las Lanzas, el médico alemán Carl Brendel (1835-1922) escribió en su diario: “Los italianos y franceses simpatizaban sin excepción con los colorados; nosotros los alemanes y los españoles, de los cuales hay cien veces más que de los nuestros, tendíamos hacia los blancos. Pero poco a poco me fui adhiriendo al sano juicio de un inglés, (quien opinaba): «Ambos son los peores»” (6).

La inclinación de la colonia de alemanes por los del Partido Blanco, “a pesar de que tienen el estigma del nativismo y ultramontanismo”, se debía, según Brendel, a que “aún se recuerda la buena administración de ellos [durante la Presidencia de Bernardo Berro] y la mala de los colorados”.

El médico bávaro vivió veinticinco años en Montevideo, entre 1867 y 1892, y dejó unas notables memorias, francas y detalladas, de extraordinario interés. Brendel atendió a grandes personajes de esa época: desde el caudillo blanco Timoteo Aparicio hasta el caudillo colorado Gregorio Goyo Suárez, quien, después de una operación de riesgo, lo apodó “el gringo de confianza”.

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(*) Parte de este artículo fue presentado al concurso internacional de ensayo histórico convocado por el Ministerio de Educación y Cultura en 2021-2023 sobre la instalación de la Liebig’s (Lemco) en Fray Bentos.

(1) Datos biográficos e históricos tomados de Diccionario uruguayo de biografías 1810-1940, de José María Fernández Saldaña, de Librería Linardi (1945), y, en particular, de Gran enciclopedia del Uruguay (en 4 tomos, diario El Observador, 2002) y La enciclopedia de El País (16 tomos, 2011).

(2) Mauá, empresario del Imperio, de Jorge Caldeira, Fundación Itaú, 2008.

(3) Orientales – Una historia política del Uruguay, tomo II, de Lincoln R. Maiztegui Casas, Editorial Planeta, 2008.

(4) Cartas guardadas – Correspondencia de August Hoffmann entre 1850 y 1914, de Erna Quincke de Bergengruen. Traducción, notas e ilustraciones de Gerardo W. Quincke – Fundación UPM, 2012.

(5) Conversaciones con el autor.

(6) El gringo de confianza – Memorias del médico alemán Carl Brendel en el Río de la Plata 1867-1892, de Fernando Mañé Garzón y Ángel Ayestarán – Moebius Editor, 2010.

Próximo capítulo: El auge de la Liebig’s de Fray Bentos y su peso en la economía nacional.

Por Miguel Arregui
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