Desde el fondo de los tiempos cada pueblo utilizó diversas mercancías como moneda, en general portables o con valor simbólico. La ausencia de moneda significaba comerciar mediante trueque, lo que era muy poco práctico y dificultaba el intercambio de bienes menores.
Los mexicas y otros pueblos de América Central usaron granos de cacao; conchas marinas en las islas Canarias; sal en Senegal, Abisinia y otras regiones de África; gallinas, pescado seco o pieles en Europa; arroz en Japón en el siglo XVII; naipes en Canadá; clavos en Escocia en el siglo XVIII, o una “pieza” (un esclavo) en el Brasil colonial. Pero desde muy temprano los preferidos como medida de valor fueron el oro y la plata, dos metales relativamente escasos, por tanto valiosos, y maleables, fáciles de estampar. El papel se utilizó como moneda en China entre los siglos IX y XIV, pero fue abandonado porque era fácil de emitir y falsificar y provocaba desconfianza e inflación.
El papel moneda en la Banda Oriental
Estados Unidos, el primer país americano en independizarse, y un ejemplo en múltiples aspectos para las nuevas repúblicas latinoamericanas, creó el dólar metálico en 1792, pero recién emitió papel moneda en la década de 1860. Antes había emitido pagarés del Tesoro en tiempos de guerra, como en 1812, aunque permitía a los bancos privados emitir sus propios billetes.
El dinero de papel casi no se conocía en la Banda Oriental (o banda oriental del río Uruguay) durante el proceso de colonización española iniciado en el siglo XVI, que se expandió con gran lentitud. Por entonces, y hasta la década de 1820, se empleaban monedas metálicas españolas: peso, medio peso, cuarto y real, todas de plata; onza y cuatro duros, de oro —también acuñadas en América—; y monedas de cobre portuguesas introducidas por Colonia del Sacramento, que fue una vanguardia del libre comercio.
La libra esterlina, moneda de una gran potencia comercial hecha con una aleación de plata y cobre, gozaba ya entonces de prestigio y general aceptación. Fue utilizada en Montevideo durante la breve dominación inglesa de 1807, y también se reservaba para operaciones de importancia mayor, como un préstamo, la compra de un comercio o un campo.
La dominación portuguesa iniciada tras la invasión de 1816 introdujo normas de comercio más liberales y una mayor circulación de monedas de diverso origen, en particular en Montevideo, e incluso papel moneda emitido por el Banco Nacional de Río de Janeiro, que gozó de poca aceptación.
La peseta española —que fue sustituida por el euro en 2002— no se creó hasta 1868, cuando ya el vínculo económico de España con la región había disminuido.
En el Congreso Cisplatino celebrado en Montevideo en 1821, que formalizó la incorporación de la Banda Oriental al imperio portugués, la representación de Paysandú pidió, sin éxito, el derecho de emitir moneda propia.
La primera gran inflación
La revuelta de los orientales contra la dominación brasileña tuvo una amplia financiación de hacendados y dueños de saladeros de Buenos Aires: desde Juan Manuel de Rosas hasta el oriental Pedro Trápani, pasando por los Anchorena.
Precisamente, la primera gran inflación —que es una suba sostenida de precios— en territorio oriental se gestó a partir de la Cruzada Libertadora de 1825. Los rebeldes liderados por Juan Antonio Lavalleja, que iniciaron la guerra contra Brasil por la posesión de la Provincia, llevaban en sus alforjas 159.166 pesos en billetes emitidos por el Banco de Buenos Ayres, el primer banco argentino, creado en 1822 con promoción estatal y capital privado, aunque luego, a fines de 1825, pasó a ser de capital mixto: estatal y privado.
Cuando José Artigas inició en 1811 la revolución independentista en la Banda Oriental, para financiar su campaña recibió como adelanto apenas doscientos pesos de la Junta de Mayo bonaerense. Claro que eran los pesos fuertes (o duros) de plata españoles, no los envilecidos papeles posteriores.
El tipo de cambio inicial de esa emisión del Banco de Buenos Ayres era de cinco pesos por cada libra esterlina inglesa. Pero los constantes déficits del gobierno porteño tentaron a esa institución —que en 1826 pasó a llamarse Banco de las Provincias Unidas del Río de la Plata o Banco Nacional— a empapelar la plaza. Su emisión creció a una media de 100% al año entre 1823 y 1825.
La situación se agravó aún más en 1826, cuando el gobierno porteño creyó que podría financiar la guerra contra Brasil mediante la impresión de papeles. El Ejército de Observación, luego Ejército Republicano, integrado por bonaerenses y orientales, fue seguido en sus operaciones contra los brasileños por Caja Subalterna de la Banda Oriental que oficiaba de banco, y que al fin se estableció en Canelones.
Los billetes del Banco de las Provincias Unidas, o Nacional, pronto dejaron de ser convertibles en oro o plata, que eran su garantía: pasaron a ser de curso forzoso (de aceptación obligatoria) y provocaron una gran inflación, incluso en la mayor parte del territorio oriental, que hasta 1828, cuando se resolvió su independencia, formó parte de las Provincias Unidas.
Ya a fines de 1826 las personas huían de los pesos argentinos como de la peste. Entonces el gobierno provisorio de la Provincia Oriental obligó a aceptar el papel del Banco Nacional, y fijó castigos para quienes se resistieran: la primera vez, con cien pesos de multa o dos meses de prisión; la segunda, con el doble de esas penas; y la tercera, con cuatro años de servicio en el Ejército, que —por lo visto— era casi lo peor que le podía pasar a una persona.
Los precios aumentaban de manera sostenida: era la inflación, desconocida por el paisanaje. “A mediados de 1827, un segundo decreto prohibía terminantemente la venta de artículos alimenticios por precio que excediera del 200% sobre la cotización de las mismas mercaderías en moneda metálica, bajo apercibimiento de cien pesos de multa al comerciante infractor”, contó el historiador Eduardo Acevedo Vásquez en sus Anales históricos.
O sea, el gobierno de la Provincia Oriental aceptaba una devaluación implícita de 100% del peso papel, pues el precio de las cosas, en metálico, era la mitad. Pero ni siquiera con esa quita se quería el papel moneda. Solo se aceptaba a la fuerza.
Después de la batalla de Ituzaingó, del 20 de febrero de 1827, el mayor éxito militar de argentinos y orientales contra los brasileños, la tropa del victorioso Ejército Republicano, desarrapado y hambriento, se amotinó cuando se le ofreció su paga en billetes de papel. Los soldados exigían metálico, al igual que los comercios del interior oriental, aunque solo fuese el vil cobre brasileño.
La inflación es una vieja afición argentina —y brasileña—.
La guerra contra las Provincias Unidas por la Banda Oriental también provocó un gran déficit en las cuentas del Imperio de Brasil. Las grandes emisiones de monedas de cobre del Banco do Brasil, por valores muy superiores al intrínseco del metal del que estaban hechas, provocaron una inflación galopante y un caos general. La falsificación masiva de monedas tan burdas agregó más leña a la fogata.
El Banco do Brasil, creado en 1808 por el rey Juan VI para sostener su corte en Río de Janeiro tras la huida de Portugal, pronto se especializó en la emisión y el empapelamiento inflacionario. La institución fue liquidada en diciembre de 1829. Se recreó un cuarto de siglo más tarde, en 1853, y hoy, después de muchas aventuras, con capitales públicos y privados, es el mayor banco de América Latina.
Huyendo del dinero de los vecinos
La Asamblea General Constituyente y Legislativa que actuó a partir de 1828, ya resuelta la independencia oriental, manifestó reiteradamente su preocupación por los billetes circulantes en el territorio y las monedas de cobre brasileñas que produjeron una grave crisis comercial. Los ciudadanos huían del peso argentino y del real, y recurrían al trueque o se abstenían de comerciar, salvo que poseyeran monedas de oro o plata acuñadas en Europa.
El 5 de febrero de 1829 el gobernador provisorio José Rondeau prohibió el pago a civiles y militares con billetes del Banco de las Provincias Unidas o Banco Nacional. En rigor, ya nadie los quería desde mucho tiempo antes.
También en 1829 la Asamblea General rechazó un proyecto de ley con la firma de Lucas Obes, ministro provisorio, para autorizar al gobierno a emitir papel moneda fiduciario (no canjeable por oro o plata, sino de curso forzoso, basado en la confianza).
Después de la terrible experiencia con el Banco de Buenos Ayres, el desprecio por los billetes fue completo. Recién tres décadas más tarde se iniciarían en Uruguay nuevas experiencias con el papel moneda, y otra vez serían traumáticas.
(*) Este capítulo fue publicado por el autor en su blog en la web de El Observador el 18 de octubre de 2017, dentro de la serie Una historia del dinero en Uruguay.
Próximo capítulo: De cómo lord Ponsonby fue enviado al exilio en el Río de la Plata por meterse con la amante del rey.