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El nacimiento del Uruguay moderno

Nacimiento del Uruguay Moderno (50)

La prédica del intervencionismo estatal y el activismo monetario como reacción a la crisis

La destrucción de la moneda por exceso de emisión para financiar presupuestos deficitarios sería otra muestra de subdesarrollo.

03.04.2025 12:55

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2025-04-03T12:55:00-03:00
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Por Miguel Arregui
miguelarregui@yahoo.com

La crisis de 1890 provocó ciertas reacciones nacionalistas, cuestionadoras del libre comercio que, en mayor o menor grado, rigió en Uruguay desde su independencia. Una expresión de ello fueron los crecientes impuestos a las importaciones, que respondían a la necesidad de recaudar, pero también a la creencia de que nuevas pequeñas industrias sustitutivas contribuirían a reforzar la soberanía nacional. En cierta forma fue otra muestra del muy moderado y pragmático espíritu uruguayo: un poco de esto y otro poco de aquello.

La inversión extranjera en Uruguay, con los británicos en primer lugar, había alcanzado su apogeo en 1890, cuando significó algo más del 25% del PBI del país, una cifra enorme. Pero después, durante toda la década siguiente, fue casi nula. Uruguay recién viviría otro gran ciclo de auge entre 1904 y 1913, gracias a la inversión extranjera, la estabilidad política y los buenos precios internacionales de materias primas y alimentos.

José Batlle y Ordóñez —un joven político en ascenso, que había fundado su propio diario, El Día, en 1886— escribió en noviembre de 1890 que la crisis nacional se debía a la salida de divisas por el pago de la deuda pública, básicamente en manos de la banca londinense, pero también a la remisión de ayuda de los inmigrantes a sus familias en Europa, al reembolso de ganancias de las empresas de capitales extranjeros (citó al Banco de Londres, a la Compañía del Gas, a la empresa de aguas corrientes, a los ferrocarriles y tranvías y a la Liebig’s) y a las remesas de los estancieros brasileños del norte del país (1).

Esta visión mercantilista, que Batlle revisaría años más tarde, no entendía que el reembolso de dividendos era la contracara necesaria de la inversión extranjera; ni explicaba cómo, pese a las crisis cíclicas y a las remesas de capital hacia el exterior, el país era cada vez más rico inserto en el capitalismo liberal. 

Pero esas concepciones precapitalistas, muy propias de la Europa del Renacimiento, ya habían empezado a impregnar el pensamiento de sectores intelectuales y de líderes políticos, y sería predominante durante buena parte del siglo XX, signado por una larga decadencia relativa.

Los historiadores José Pedro Barrán y Benjamín Nahum asumieron como propia esa reacción anticapitalista, desconfiada de la inversión extranjera, en uno de sus manuales, publicado en 1971, un tiempo de compulsión antiliberal y mesianismo revolucionario, de izquierda y de derecha: “El nacionalismo económico en un país semi-colonial como lo era el Uruguay, implicaba también la crítica al capital extranjero que bajo forma de empréstitos o inversiones directas se llevaba luego buena parte del ingreso nacional hacia la City. Capitalizarse e independizarse —dos conceptos sinónimos— era imposible en esas condiciones. Los capitales debían quedar dentro del país para favorecer su crecimiento […]. Los hombres de 1890 fueron los primeros […] en advertir que muchos de los principios sobre los que habían basado toda su actuación anterior […] eran falsos. El librecambio, por ejemplo, no era otra cosa que la piel de cordero que envolvía la voracidad del imperialismo mundial” (1).

Barrán revisaría ese modo de ver las cosas, estructuralista y determinista, “tan lejana de los sujetos históricos reales”, a partir de la década de 1990, tras el derrumbe del “socialismo real” en el este de Europa. “La calidad de nuestro trabajo depende más tal vez de nuestras preguntas al pasado que de las respuestas que en él hallemos”, reflexionó (2).

Después de 1890, la utopía de ciertos sectores políticos influyentes ya no sería el libre tránsito de mercaderías, capitales y personas, confiados en la iniciativa individual y el comercio exterior, sino en la ingeniería de las aduanas y los impuestos, las industrias protegidas, el Estado interventor, comerciante e industrial monopólico, y la burocracia paternalista que señalaría el buen camino.

Esa cosmovisión comenzó a ponerse en práctica en Uruguay a principios del siglo XX, aunque de manera selectiva y con cautela de buen administrador; se reforzó en la década de 1930, como en casi toda América Latina, azuzada por los desastres de la Gran Depresión internacional; y colapsó a partir de la década de 1950, en medio del raquitismo económico, la emigración en masa y enormes convulsiones, incluido otro largo ciclo militarista; antes de desmontarse gradualmente para volver, en parte y tímidamente, a los orígenes: el Uruguay abierto y sin complejos de 1851-1890, que se pobló y se enriqueció hasta situarse en la vanguardia mundial.

El regreso parcial a las fuentes fue por necesidad. El Estado ya no tenía nada que repartir, en nombre de la justicia y la soberanía nacional, salvo industrias prebendarias e ineficientes y puestos públicos y jubilaciones miserables.

La tentación del activismo monetario

La crisis de 1890 también avivó los cuestionamientos al patrón oro: la obligación de mantener una moneda sana, garantizada por la convertibilidad.

Algunos sectores comenzaron a creer que el activismo monetario, como se hacía en Argentina —la emisión según las necesidades del fisco—, podría estimular el crédito barato y la recuperación de las economías. Al fin los políticos podían forzar la política económica en un sentido positivo: precipitar hechos tocando ciertos botones mágicos. Poco se habló de su contracara: la devaluación de la moneda siempre es a costa de los ingresos reales de los asalariados, los jubilados, los ahorristas no avisados y los pequeños comerciantes, que no tienen posibilidades de corregir sus ingresos y protegerse de la inflación.

Claro que, a diferencia de Argentina, el activismo monetario de los gobiernos uruguayos estaba rígidamente controlado por la vigencia del patrón oro (ver capítulo anterior de esta serie).

Otra vez, José Batlle y Ordóñez hizo campaña contra los sostenedores del patrón oro, y a favor de “la creación de un papel (moneda) inconvertible, por algún tiempo, sólidamente garantizado”.

Sin embargo durante su completo predominio político, después de la guerra civil de 1904 y hasta el estallido de la Gran Guerra europea en 1914, Batlle y Ordóñez sería un estricto ortodoxo orista: defensor de los presupuestos equilibrados y de una moneda sana, canjeable por oro en las ventanillas del Banco de la República.

Después de que Uruguay abandonó el patrón oro tras el inicio de esta Primera Guerra Mundial en 1914, como hicieron casi todos los países del mundo, una moneda sin respaldo fijo quedó librada a la voluntad de los políticos y burócratas, que aguantaron muy poco tiempo la tentación de imprimir y devaluar, que es la contracara inevitable.

Esa afición empapeladora y devaluadora se volvió crónica en Uruguay a partir de la década de 1930, y más aún desde 1950. Se abrió una era de destrucción económica por vía inflacionaria que duró casi medio siglo, con pugnas cada vez más intensas por el ingreso, y controles de precios inútiles que estimularon la corrupción. Argentina, en tanto, siguió un proceso similar, aunque mucho más agudo. Desde la década de 1930, y definitivamente desde 1948, desató un ciclo catastrófico que incluyó seis nombres diferentes para su moneda (hasta 2002) y la quita de 13 ceros a la denominación. (Entre 1890 y marzo de 2025 la moneda argentina se devaluó alrededor de 11.000.000.000.000.000 veces ante el dólar estadounidense, una divisa también desvalorizada. En el mismo período, el peso uruguayo se devaluó 42.000.000 veces ante el dólar).

La destrucción de las monedas de los Estados del Río de la Plata y de América Latina por exceso de emisión para financiar presupuestos deficitarios fue otra muestra de subdesarrollo. La moneda no es riqueza sino solo su representación, por lo que mal puede crearse riqueza imprimiendo papeles. (Ver el capítulo 5 de esta serie sobre cataclismos monetarios históricos).

Superación de la crisis y nuevo auge económico

Así como el cierre del mercado brasileño al tasajo uruguayo y argentino en 1887 contribuyó a deprimir el precio del ganado vacuno, la Revolución Federalista de 1893 en Rio Grande do Sul contribuyó a levantarlo.

En 1893, cuando el caudillo del Partido Blanco y hacendado Gumercindo Saravia se sumó al levantamiento en el sur de Brasil, contra el centralismo de Rio de Janeiro, llevó consigo desde Cerro Largo unos cuatrocientos jinetes. La mayoría eran hombres de la frontera: gaúchos exiliados, o estancieros y troperos “abrasilerados”. También había entre ellos un grupo de hombres de campo de San José, temibles lanceros maragatos que ni siquiera hablaban portugués, vinculados a Gumercindo por años de revueltas civiles, trabajo ganadero conjunto y lealtades personales.

Esa tropa inicial, que también integraba Aparicio Saravia, hermano menor del caudillo, fue llamada “los maragatos”: primero por sus enemigos “republicanos”, en forma despectiva hacia los extranjeros, y más tarde también por sus propios aliados federalistas.

En las décadas de 1880 y 1890 la influencia de Brasil en el norte de Uruguay había menguado mucho. La cultura brasileña era poco estimada en el Río de la Plata. “A pesar de que los uruguayos todavía estaban resentidos por el poder del Estado brasileño, comenzaron a sentir una cierta superioridad cultural respecto de sus vecinos de habla portuguesa, a quienes consideraban portadores de una indolencia tropical y demasiados genes africanos”, escribió el historiador estadounidense John Charles Chasteen, quien publicó un ensayo realmente novedoso sobre los Saravia y su “frontera insurgente” (3).

De hecho, similares prejuicios han guardado históricamente los riograndenses del sur —hombres de la pradera, independientes y levantiscos— contra los brasileños del nordeste e, incluso, contra el gobierno central, que creen que los esquilma para sostener las áreas menos laboriosas del gran país.

Los Saravia se embarcaron en una rebelión que, en muchos aspectos, fue heredera de la Guerra dos Farrapos (de los Harapos): la revolución republicana y liberal de Rio Grande do Sul, entre 1835 y 1845, contra el Brasil imperial y absolutista.

Gumercindo Saravia, conocido como o castelhao, recibió el título de general y llegó a liderar miles de hombres en esa guerra civil particularmente horrible, poblada de saqueos, violaciones y degüellos. Logró una larga serie de victorias montoneras que lo llevaron muy al norte, hasta Curitiba, y luego en dirección a São Paulo, un Estado poderoso cuyas fuerzas al fin lo hicieron retroceder.

En la batalla de Carovy, el 10 de agosto de 1894, Gumercindo fue herido de muerte. Aparicio Saravia fue designado jefe de las raleadas tropas maragatas e inició la retirada hacia el sur, hacia Corrientes, Argentina, llevando el cadáver de su hermano, que fue enterrado en el cementerio de Caroy. Al llegar a ese sitio, las tropas gubernistas desenterraron el cuerpo, le cortaron la cabeza y desfilaron con ella como trofeo.

Aparicio se convertiría en el último gran caudillo militar del Partido Blanco o Nacional de Uruguay. Con sus guerrillas a caballo lideró dos revoluciones a partir de 1896-1897, hasta que fue mortalmente herido en la batalla de Masoller, el 1º de setiembre de 1904.

Aún hoy, en Rio Grande do Sul, el término maragato, cargado de resonancias épicas, define genéricamente a los enemigos del poder central brasileño y a los secesionistas, que los hay (sus enemigos republicanos eran llamados “pica-palos” o “chimangos”). Los gaúchos maragatos estuvieron detrás del Partido Libertador, heredero de los rebeldes federalistas, que tuvo mucha influencia regional entre las décadas de 1920 y 1960 (4).

Los saladeros del sur de Brasil redujeron su faena a la mitad en los años de guerra civil (1893-1895), lo que benefició la producción exportable uruguaya. También Europa occidental inició una firme recuperación y reanudó su demanda de lanas, cueros y conservas.

Tanto Argentina como Brasil depreciaron sus monedas frente a la libra y el dólar, emitiendo muchos billetes que provocaron inflación. Uruguay, consecuente con el patrón oro y la convertibilidad, salió de la crisis con una política monetaria ortodoxa, aunque con enormes sobresaltos, similares a los de Argentina, incluido el default de la deuda pública en 1891 y la quiebra del semipúblico Banco Nacional (ver capítulo anterior).

La crisis ya estaba superada en 1895 cuando se inició una nueva fase de prosperidad internacional que duró veinte años, salvo pequeñas atonías. Pero el ánimo en Argentina era esencialmente optimista, mientras las élites en Uruguay se embarcaban en una revisión de las virtudes de la economía abierta.

(1) - Historia rural del Uruguay moderno 1886-1894 – La crisis económica, tomo II, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1971.

(2) José Pedro Barrán. Epílogos y legados. Escritos inéditos/Testimonios, recopilación de Gerardo Caetano y Vania Markarian, Ediciones de la Banda Oriental, 2010.

(3) Héroes a caballo. Los hermanos Saravia y su frontera insurgente, de John Charles Chasteen, Biografías Aguilar/Fundación Bank Boston, 2001.

(4) Sobre este tema ver “La larga odisea de los maragatos”, de Miguel Arregui, en El Observador del 9 de enero de 2019.

Próximo capítulo: Las exportaciones de carnes congeladas se volvieron familiares en las décadas de 1870 y 1880

Por Miguel Arregui
miguelarregui@yahoo.com