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El nacimiento del Uruguay moderno

Nacimiento del Uruguay moderno (17)

La creación del peso uruguayo, que fue tan sólido como el dólar durante más de medio siglo

En 1863 no había un banco oficial por lo que los billetes podían ser emitidos por instituciones habilitadas, que debían convertirlos en oro.

15.08.2024 12:30

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2024-08-15T12:30:00-03:00
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Por Miguel Arregui
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Una ley del 23 de junio de 1862, aprobada bajo la presidencia de Bernardo Prudencio Berro, fijó como monedas el peso de plata y el doblón de oro: la primera moneda nacional. Los nuevos billetes podrían ser emitidos por el incipiente sistema bancario privado a condición de que, como garantía, fueran canjeables por oro y plata.

La desconfianza en el papel moneda era muy extendida en Uruguay, lo que hizo que su introducción fuera un proceso traumático que demandó varias décadas.

El territorio oriental había sufrido un incendio inflacionario aun antes de la independencia, durante la guerra contra Brasil entre 1825 y 1828, debido a la profusa circulación de papeles emitidos por el Banco de Buenos Ayres —también llamado Banco de las Provincias Unidas o Banco Nacional— y por el Banco do Brasil.

Los orientales aprendieron a huir de esos billetes, según se vio en el capítulo 6 de esta serie.

En 1829 la Asamblea General Constituyente y Legislativa rechazó un proyecto de ley para autorizar al gobierno a emitir papel moneda fiduciario (no canjeable por oro o plata sino de curso forzoso, basado en la confianza). Por lo tanto Uruguay inició su andadura independiente sin moneda propia y sin bancos.

En realidad, el país no la necesitaba. Montevideo era un pequeño emporio de comercio internacional y podía proveerse de lo que quisiera. Se adoptó moneda ajena, según el deseo del público, o bien la preferida por el Estado y sus prestamistas para realizar las transacciones.

El peso uruguayo creado por la ley de 1862, que emitirían los bancos privados, tomó el mismo valor que el duro de plata de España: equivalía a 0,21276596 libras esterlinas inglesas —la moneda dominante en el mundo—, a 0,967 dólares y a 2.000 reales brasileños (réis). Dicho de otra forma: la libra esterlina costaba 4,7 pesos, un dólar 1,034 pesos y un real 0,0005 peso.

El doblón de oro uruguayo, compuesto por 16,970 gramos de oro fino, equivalía a 10 pesos de plata. El peso de plata se dividió en 100 centésimos, según el sistema métrico decimal, y sustituyó al antiguo peso español que se dividía en 800 centésimos. Las fracciones menores serían monedas de bronce.

El peso de plata dio entonces el valor del peso uruguayo: 1,697 gramos de oro fino (equivalentes a unos 4.800 pesos uruguayos en abril de 2024). Y los billetes de papel eran convertibles en metal precioso por el banco que los despachó, una garantía contra la emisión excesiva y el envilecimiento de la moneda.

La introducción conjunta del peso uruguayo y el sistema métrico decimal, una cosa de “dotores”, representó un cambio radical y provocó una ola de desconcierto. Los diarios e imprentas de la época ofrecían tablas y almanaques de conversión a unos ciudadanos habituados a pensar y cuantificar en onzas, patacones, réis, libras, arrobas, pulgadas, varas, yardas, millas, leguas o cuadras cuadradas (1).

El Estado uruguayo no emitió billetes de papel hasta 1875, cuando lo hizo una efímera Junta de Crédito Público, sin respaldo en oro; pero más claramente fue en 1887, cuando comenzó a operar el Banco Nacional, también fugaz, con capital público y privado. Recién a partir de 1907 el Banco de la República, creado en 1896, monopolizó la emisión de papel moneda, siempre convertible en oro, medio siglo después de que se iniciara la experiencia bancaria uruguaya con el Banco Mauá.

Una moneda universal

La obligación de los bancos emisores de cambiar sus billetes por metales, en particular por oro, según el patrón oro que adoptaría Gran Bretaña, provocó en el mundo una confianza pública en la moneda sin precedentes en la historia.

Todas las monedas transables del mundo tomaban un valor frente a la onza de oro y por lo tanto frente a las demás monedas. Fue un tipo de cambio universal y una herramienta decisiva que contribuyó a expandir la revolución industrial, el comercio internacional y el liberalismo económico y político.

En 1863 no había un banco oficial uruguayo —una autoridad monetaria— por lo que los billetes podían ser emitidos por instituciones financieras habilitadas por el gobierno, que estaban obligadas a convertirlos en oro y plata. Este patrón bimetálico perduró hasta el decreto de Lorenzo Latorre del 7 de junio de 1876 que formalizó la adhesión de Uruguay al patrón oro internacional.

La convertibilidad del peso uruguayo por oro fue eliminada definitivamente en Uruguay en 1914, durante el segundo gobierno de José Batlle y Ordóñez, al iniciarse la Gran Guerra europea. La medida entonces se entendió provisoria pues así ocurría en casi todo el mundo, pero después del conflicto fue extendida sine die. Los pesos uruguayos serían de curso forzoso y en adelante su valor dependería de la conducta de los gobiernos, por demás veleidosa, y de la confianza del público.

El peso, que hasta entrada la década de 1920 estaba casi a la par del dólar estadounidense, en agosto de 1931 ya se había depreciado un 65%. En octubre de ese año se estableció un control de cambios, sistema que, con los años, se fue plagando de tipos múltiples y precios artificiosos y que duró hasta setiembre de 1974. Luego, los revalúos de las reservas de oro de 1935 y 1938 —dos devaluaciones del peso encubiertas con palabras— abrieron la puerta a toda suerte de experimentos monetarios, que se extendieron hasta finalizar el siglo.

La inflación crónica, que entre fines de la década de 1940 y la de 1950 pasó a ser de dos dígitos anuales, se convirtió en una forma de recaudación a costa de los ahorros, salarios y pasividades. La emisión financió un crédito oficial fácil para ciertos sectores privilegiados y cubrió parte de los déficits perpetuos del creciente aparato estatal.

En el resto de América Latina, incluyendo a Argentina y Brasil, las cosas fueron todavía peores. Vano consuelo para la pretendida “Suiza de América”, que a partir de la década de 1930 fue degradando su economía, su moneda y sus instituciones democráticas.

La revolución industrial y el patrón oro

El patrón oro sirvió de base al sistema financiero que predominó durante la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX. Fue impulsado fundamentalmente por Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania y Francia, países que lideraban un mundo en formidable expansión tecnológica, económica y social.

“En lugar del antiguo aislamiento de las naciones y regiones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones”, tanto en la producción material como intelectual, resumieron Karl Marx y Friedrich Engels en 1848, en su Manifiesto Comunista.

El valor de las unidades monetarias —libra, franco, dólar, peso o la que fuera— se fijaba según cierta cantidad de oro. Los bancos privados o públicos que emitían papel moneda estaban obligados a devolver en oro el valor que expresaban los billetes. El sistema generaba confianza en el tenedor de papeles y, a la vez, impedía el exceso de impresión.

Por primera vez se disponía de un sistema completo y sencillo —aplicable, en teoría, en cualquier parte del mundo— que facilitó el crecimiento explosivo del comercio al menos en los “países centrales” y ciertos Estados de “nuevo asentamiento europeo” como Uruguay.

El patrón oro lograba una estabilidad monetaria ejemplar dentro de cada país que cumpliera las reglas, en tanto a nivel mundial operaba como si hubiera una sola moneda, o a lo sumo, denominaciones diversas para el mismo sistema. Claro que exigía una disciplina muy rigurosa, pues una expansión monetaria excesiva —el aumento de los billetes circulantes por encima del aumento de la producción nacional— o el déficit de cuenta corriente provocarían casi de inmediato una pérdida de reservas en oro.

También es cierto que cuando entraban capitales en gran escala se favorecía la emisión monetaria, lo que podía estimular el aumento de los precios y sobre todo de los activos. El patrón oro amplificaba la volatilidad externa en las distintas fases de los ciclos.

Una economía abierta

Tomás Villalba, ministro de Hacienda del gobierno de Bernardo Berro entre el 1º de marzo de 1860 y el 20 de junio de 1861, reforzó la apertura de la economía de Uruguay y, en general, el liberalismo económico predominante.

Por una ley de junio de 1861 los aranceles de aduana para las importaciones se redujeron sustancialmente, así como las cargas sobre las exportaciones —a pesar de que los ingresos aduaneros eran una fuente clave del Estado, mucho más significativos que hoy día—. Entre 1829 y 1860 las rentas de Aduana significaron entre 70% y 80% de los ingresos del Estado uruguayo (2).

Estos aranceles que regían desde 1853 establecían siete niveles tarifarios, entre 0% y 35%, según diversos tipos de bienes. La Tarifa Villalba de junio de 1861 los redujo a seis niveles, de 0% a 22%.

Particular importancia para la época tuvo la habilitación de las exportaciones de ganado en pie, que pasaron a pagar solo un tributo de 4% por res. La prohibición de exportar en pie, hasta entonces habitual, favorecía a los saladeristas a costa de los ganaderos, pues los dejaba como proveedores forzosos, a la vez que estimulaba la ilegalidad en la frontera nordeste: el contrabando masivo hacia los saladeros de Rio Grande do Sul.

Desde la era colonial, la frontera era una convención política de efecto real relativo y poroso. De hecho, durante buena parte del siglo XIX la región fronteriza entre Brasil y Uruguay era una sola zona socioeconómica, con una casi libre movilidad de personas y bienes.

La memoria anual del ministro Tomás Villalba presentada el 1º de marzo de 1861 ante la Asamblea General fue una “profesión de fe librecambista”, al decir de Ramón Díaz, pope del liberalismo económico en Uruguay a fines del siglo XX, fundador de la revista Búsqueda en 1972 y presidente del Banco Central entre 1990 y 1993 (3). Ese documento de Villalba fue un alegato antiproteccionista y a favor de las bajas tasas aduaneras, para importar y exportar, como requisito básico del desarrollo socioeconómico junto con la libre circulación de personas y de capitales.

Las tendencias proteccionistas, características de Uruguay durante buena parte del siglo XX, comenzaron a esbozarse recién con decretos-leyes de 1875 en adelante, durante el Militarismo.

Hasta cierto punto, los aranceles relativamente altos introducidos en 1853 se debieron a la necesidad de pagar las enormes deudas adquiridas durante la Guerra Grande, cuando el Gobierno de la Defensa de Montevideo se vio obligado a hipotecar bienes públicos, rentas y hasta el edificio de la Aduana. El gobierno oriental también se hizo cargo de las deudas contraídas por el Gobierno del Cerrito, sitiador de Montevideo.

La Guerra Grande había hecho tabula rasa con la economía uruguaya, basada en el stock ganadero, que regresó casi a los miserables tiempos de la independencia. De hecho, el territorio oriental padeció casi medio siglo de beligerancia recurrente, saqueos y destrucción material a partir de las invasiones inglesas de 1806-1807, las guerras de independencia y las guerras civiles posteriores.

Las deudas, a veces fraguadas, agobiaron a la nueva República desde antes de la independencia. Los prestamistas no solían ser bancos, sino ricos empresarios locales: Juan María Pérez, Lucas Obes, José Ellauri, Jorge y Ramón de las Carreras, Francisco Muñoz, Antonio Díaz, Manuel Herrera y Obes, Agustín de Castro, Antonio Montero, Domingo Vázquez, José María Estévez (más tarde se agregarían como prestamistas Francisco Juanicó, Mateo Magariños y Samuel Lafone).

Estos acreedores solían comprar la deuda a la décima parte de su valor nominal, en los recurrentes períodos de crisis, y luego presionaban por una nueva refinanciación.

Pero en tiempos de Berro el peso de la deuda contraída por la Guerra Grande ya había disminuido considerablemente; y la caída de las tasas aduaneras que significó la Tarifa Villalba fue compensada por el aumento del comercio exterior.

Por un contrato del 3 de mayo de 1861, Villalba rescató el 10% de las rentas de Aduana, hasta entonces cedidas a consorcios por créditos otorgados al Estado uruguayo. Pero debió refinanciar bajo presión la deuda reclamada por súbditos y corporaciones de Francia y Gran Bretaña por “perjuicios de guerra”, que sumaban 3,2 millones de pesos —unas 681.000 libras esterlinas—.

La bonanza para las arcas públicas no duró mucho. A partir de 1863 las necesidades de la guerra contra las huestes de Venancio Flores dispararon de nuevo el endeudamiento público. Ese año el gobierno emitió títulos de deuda interna por 2,5 millones de pesos, que vendió a la ruinosa cotización del 40% de su valor nominal, y que compraron la Casa Platero, el Banco Comercial y el Banco Mauá.

Al finalizar la administración de Berro el 1º de marzo de 1864, la deuda del Estado uruguayo sumaba casi doce millones de pesos, en parte radicada en Montevideo y en parte en Londres. Al año siguiente el Estado uruguayo entró en default (impago). Y a fines de 1868, después del gobierno de Venancio Flores y de la guerra contra Paraguay, la deuda pública uruguaya sumaba 18,8 millones de pesos (4,5 millones de libras esterlinas) (4).

(*) Parte de este artículo fue publicado por el autor en su serie Una historia del dinero en Uruguay en la web del diario El Observador, 15 de noviembre de 2017. Otra parte integró su presentación al concurso internacional de ensayo histórico convocado por el Ministerio de Educación y Cultura en 2021-2023 sobre la instalación de la Liebig’s (Lemco) en Fray Bentos.

(1)       Sobre este aspecto ver nota del autor en el diario El País del 20 de mayo de 2012, sección B, p. 8.

(2)       Historia económica del Uruguay. Desde los orígenes hasta 1860, tomo I, de Julio Millot y Magdalena Bertino, Fundación de Cultura Universitaria (FCU), Instituto de Economía (Facultad de Ciencias Económicas y Administración, Universidad de la República), 1991.

(3)       Historia económica de Uruguay, de Ramón Díaz, Ediciones Santillana (Taurus) - Fundación BankBoston, 2003.

(4)       Otras fuentes para este artículo son: Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1967; Crónica general del Uruguay. La Modernización, tomo V (segunda edición), de Washington Reyes Abadie y Andrés Vázquez Romero, Ediciones de la Banda Oriental, 2000. 

Próximo capítulo: La rebelión de Venancio Flores y un balance de la era de Bernardo Berro.

Por Miguel Arregui
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