El sol se puso a las 18:25 y el fuego mermó con el crepúsculo. Entonces Aparicio Saravia salió a recorrer el frente, demasiado cerca de las posiciones enemigas, de este a oeste, delante del cerro de los Cachorros, con el propósito de reforzar la moral de sus castigados hombres de vanguardia. De poncho y sombrero blancos, sobre un gran caballo tostado, seguido en fila por un abanderado y tres ayudantes, era un blanco fácil, inequívoco. Mientras sus guerrilleros lo vivaban, un grupo de soldados gubernistas comenzó a dispararle desde unos 1.000 metros, muy dentro del alcance de sus fusiles Mauser. Su caballo fue herido dos veces pero Saravia continuó su temeraria marcha. Una cuadra después el caudillo se tomó la pierna derecha, en gesto de dolor, mientras proseguía cabalgando. Su hijo Nepomuceno galopó hacia él:

—General, ¿le lastimaron en la pierna?

—¡No es la pierna, carajo!

Cuando comenzó a desmoronarse lo ayudaron a tenderse en el suelo y comprobaron que una bala le había atravesado el vientre: ingresó por detrás, a la izquierda de su cintura, y salió algo debajo y a la derecha del ombligo.

No fueron francotiradores, como se ha dicho, ni siquiera fuerzas del Ejército de primera línea, como los regimientos de Cazadores, sino esforzados guardias nacionales, unos pobres milicianos disparando en grupo con viejos fusiles hacia un blanco relativamente fácil.

El grueso proyectil de plomo, similar al de un Remington Rolling Block, provino muy probablemente de un viejo Mauser modificado (Mauser Dovitis). En su viaje fatal destruyó los riñones e intestinos del caudillo blanco.

Saravia aún pudo ordenar al coronel Gregorio Lamas, su jefe de Estado Mayor, que al otro día reiniciara el ataque con la reserva. “¡Mañana usted me los corre!”.

En una camilla hecha con lanzas, maneadores, ponchos y cojinillos lo trasladaron unos tres kilómetros a retaguardia, donde tomó láudano, un derivado del opio que contiene morfina. Se cernía una helada machaza.

—Que no se den cuenta los compañeros que estoy herido— dijo el caudillo, y luego pidió a Nepomuceno:

—No me vaya a dejar agarrar prisionero, m’hijo.

La noche del sábado 1º de setiembre de 1904 caía sobre los abruptos y helados campos de Masoller, en el extremo norte del territorio uruguayo, a un paso de la frontera con Brasil, mientras Aparicio Saravia, líder del Partido Nacional, se desangraba. Junto a él también agonizaba el Uruguay arisco y próspero del siglo XIX para encender el ciclo batllista, cuya impronta cultural, para bien y para mal, mandaría por cien años (1).

Masoller, que se peleó en los más alto de la cuchilla Negra y la cuchilla de Haedo, fue una divisoria, un parteaguas de la historia.

Dos partidos, dos caras de un país

Dos orientales de 48 años, José Batlle y Ordóñez y Aparicio Saravia, y dos partidos, el Colorado y el Nacional o Blanco, lideraban desde enero una guerra civil. Batlle, presidente de la República desde 1903, trataba de restaurar la unidad del Estado, partido en dos zonas de influencia, y el predominio absoluto de los colorados en la administración del país; Saravia, un caudillo rural carismático, defendía la precaria coparticipación en el poder que los blancos habían obtenido por las armas en 1872 y en 1897. Blancos y Colorados eran dos caras principales, porque había otras, de un país próspero que cada tanto naufragaba en la sangre debido a las pugnas por el poder, la intolerancia y la no admisión de las minorías políticas.

Saravia era un fuerte hacendado de la frontera noreste, con un pie en Brasil, que se había apropiado de su partido por su destreza como guerrillero; mientras Batlle, hijo de un ex presidente de la República, provenía de la oligarquía política montevideana —patricios desplazados del poder económico por una nueva oligarquía de inmigrantes— y era un periodista radical y ambicioso. Él armó al Ejército y forzó el enfrentamiento con los blancos levantiscos. La batalla de Masoller, que lo convirtió en el nuevo héroe del Partido Colorado, mostró que también tenía mucha suerte.

El estadounidense John Charles Chasteen, quien estudió con pasión a los Saravia y su “frontera insurgente”, escribió en “Héroes a caballo”: “Del mismo modo que Aparicio Saravia representaba el Uruguay predominantemente rural del siglo XIX, Batlle representó el Uruguay arrolladoramente urbano del siglo XX (...). Para los uruguayos los héroes a caballo, como Aparicio, siguieron siendo emblemas de identidad colectiva —parte del paisaje imaginario de la política— incluso mucho tiempo después que desaparecieran para siempre. Después de todo, cada república debe tener sus héroes patrios y sus estatuas ecuestres, ya que éstos (junto con los himnos, las banderas y demás) son ingredientes convencionales de una identidad nacional. Uno podría decir que los héroes a caballo proliferaron en las páginas de la historia hispanoamericana, primero, como resultado de la desorganización política regional, y luego, como resultado de la reorganización política regional” (2).

Uruguay no se enriqueció a partir del Batllismo, concepto que muchas veces parece instalado en el imaginario colectivo, sino que José Batlle y Ordóñez (1856-1929), el hombre más influyente de la historia local, al despuntar el siglo XX tomó un país rico, una pequeña gran potencia exportadora, con sus campos alambrados, decenas de millones de cabezas de lanares y vacunos y una red de ferrocarril de casi 3.000 kilómetros, aunque políticamente inmaduro y con un Estado subsidiario, y cambió su rumbo sustancialmente para procurar ciertos cambios sociales.

Su principal aporte a la modernidad fue la unidad política del país y la centralidad del Estado, lograda a costa de los blancos rebeldes, derrotados militarmente en 1904. El sorprendente triunfo de Masoller tras la caída de Aparicio Saravia, en una “escena de tragedia antigua, de profunda fuerza emocional y portentoso colorido”, al decir de Alberto Zum Felde, convirtió a Batlle en héroe civil modernizador y en dueño del Partido Colorado, que extendió su predominio hasta 1958.

El politólogo Adolfo Garcé también subraya “el vanguardismo moral y social (welfare) del Batllismo, su tentación hegemónica (debemos la libertad a la resistencia de los blancos a esa tentación), y el surgimiento de un freno antibatllista dentro del Partido Colorado (el riverismo es una parte importante de la historia de esos años)” (4).

Conflicto de civilizaciones

En muchos aspectos Saravia era un anacronismo. Pero, desde cierta perspectiva, representaba el reclamo de representación para las minorías relegadas, y la resistencia de cierto modo de vida y de producción ante el irrefrenable avance de la civilización urbana y del brazo del Estado central.

El ensayista y crítico literario José Enrique Rodó (1871-1917), típica expresión de la burguesía montevideana de entonces, no advirtió por completo el significado de esas guerrillas gauchescas, con su contenido implícito de reivindicaciones sociales y electorales. Y en cierta forma, se abrazó al esquema de “civilización” y “barbarie”, que tanto había contribuido a difundir Domingo Faustino Sarmiento, colocándose naturalmente en la primera de esas categorías.

Rodó, diputado del Partido Colorado a partir de 1902 y luego sostén del presidente José Batlle y Ordóñez, dio cuenta a su amigo Juan Francisco Piquet, hijo de un catalán enriquecido con una pulpería y estancias entre los arroyos Tres Árboles y Rolón, en Río Negro, de la muerte de Aparicio Saravia.

“No resisto la tentación de comunicarle la grata nueva de que el gaucho Saravia ha sido baleado en la batalla de Masoller”, le escribió a París en setiembre de 1904. Y días más tarde: “Con Saravia muere, no solamente la revolución, sino también el caudillaje, ese vergonzoso salto atávico a nuestras épocas de barbarie” (5).

Luego, su desilusión con el experimentalismo de Batlle, y la Gran Guerra europea que estalló en 1914, que cató lejanamente en su triste y final viaje por Portugal, España e Italia, lo pondrían de frente a la severa estrechez de ciertas miradas urbanas y categorías intelectuales; y de la barbarie latente bajo ciertas capas de civilización.

Rodó y Piquet, como muchos otros intelectuales urbanos, descendientes privilegiados de inmigrantes pobres y laboriosos, pecaron por interpretar hechos del pasado y sus personajes con categorías intelectuales posteriores. Es imposible comprender el pasado desde los valores y realidades políticas contemporáneas. En aquellos tiempos del proto Estado oriental “nadie conocía del final que nosotros vivimos” (3).

Cuando Luis Batlle —sobrino, hijo adoptivo de Batlle y Ordóñez y también líder del Partido Colorado— murió en 1964, gobernaba el Partido Nacional: una rareza. Luis Batlle encarnó el “Neobatllismo”, una variante mucho más estatista, dispendiosa y a veces demagógica del Batllismo, afín a lo que ocurría en la región, aunque no autoritaria.

Los blancos también fracasarían en sus erráticas tentativas de evitar el naufragio de un barco a la deriva. El Uruguay “feliz” había dado paso al estancamiento perpetuo y los conflictos; una generación de intelectuales muy ácidos tomaba la posta; y la utopía en los cenáculos ya no era el liberalismo reformista sino la revolución socialista, jacobina y autoritaria. “La revolución cubana (a partir de 1959) pulverizó a la izquierda liberal”, al decir del historiador socialista Carlos Machado.

Sin embargo menos de un siglo antes, alrededor de 1870, el modestísimo Uruguay había captado, en proporción, el mayor flujo de inmigrantes hacia América, encabezó el ranking latinoamericano de exportaciones per capita, por delante de Argentina, y se había convertido en uno de los más ricos de la región y del mundo.

Esta es una historia (porque hay muchas otras, con otras miradas) de un Estado que se gestó casi por azar en los márgenes del planeta, que inició su andadura independiente semi vacío de personas, sin moneda propia y sin bancos; que se pobló y prosperó aceleradamente en la segunda mitad del siglo XIX, pese al caos político y el raquitismo de sus instituciones; que comenzó a perder ritmo antes del 900; que luego, entrado el siglo XX, despreció y aplastó las fuentes de su riqueza para transformarse en la patria del puesto público, el estatismo, el empresariado corporativo y la corrupción; y que no supo detenerse hasta agonizar en un prolongado estancamiento, seguido de una interminable noche dictatorial.

Este largo ensayo —que es también una provocación— cuenta una historia, con particular énfasis en la segunda mitad del siglo XIX, con la esperanza de que, en el transcurso de la narración, puede encontrarse la esencia de lo que se quiere conocer.

(1)     Ver notas del autor en suplementos Fin de Semana del diario El Observador en agosto y setiembre de 2004, y en el suplemento Qué Pasa del diario El País del 2 de agosto de 2014.

(2)     “Héroes a caballo – Los hermanos Saravia y su frontera insurgente”, de John Charles Chasteen, Biografías Aguilar/Fundación Bank Boston, 2001.

(3)     “José Pedro Barrán – Epílogos y legados – Escritos inéditos/Testimonios”, recopilación de Gerardo Caetano y Vania Markarian, Ediciones de la Banda Oriental, 2010.

(4)     Adolfo Garcé: conversaciones con el autor.

(5)     Los párrafos de la correspondencia fueron extraídos de “Rodó – El mirador de las guerras”, de Wilfredo Penco, Ediciones Cruz del Sur, 2018.

Próximo capítulo: Los británicos como salteadores, comerciantes y cronistas de alto vuelo.