La lana ovina fue el principal bien de exportación de Uruguay durante casi un siglo, entre las décadas de 1880 y 1960, muy por encima de los cueros y de la carne, incluso antes del alambramiento de los campos y después de la generalización de los frigoríficos.
“Entre 1860 y 1868 ocurrió la primera gran transformación en el medio rural: su merinización, la incorporación de la explotación ovina al lado del tradicional vacuno”, resumieron los historiadores José Pedro Barrán y Benjamín Nahum. “En la década siguiente, sobre todo entre 1876 y 1882, (ocurrió) el segundo elemento alterador de la estancia tradicional: el cercamiento de los campos y la aceleración del mestizaje ovino y vacuno, todos hechos que se hallan en el origen de la sustitución del estanciero caudillo por el estanciero empresario” (1).
Ese proceso de “modernización rural” fue estudiado extensamente por Barrán y Nahum en su Historia rural del Uruguay moderno, un texto que signó la historiografía nacional a partir de su publicación en siete tomos entre 1967 y 1978.
Esa obra fue más valiosa por la profusa información recopilada, incluidas memorias de gobierno y actas parlamentarias, y no tanto por su interpretación de los procesos, imbuida de tesituras estructurales, nacionalistas y conspirativas, condimentadas con teorías marxistas y de la dependencia, muy en boga entre la izquierda latinoamericana a fines de la década de 1960.
Décadas después, José Pedro Barrán revisó sus concepciones de antaño, teñidas de determinismo y predominio de lo económico: la idea de que las cosas no podían ocurrir de manera diferente que como finalmente ocurrieron. En escritos inéditos publicados después de su muerte, el historiador admitió que ensayos en varios tomos como Historia rural del Uruguay moderno o Batlle, los estancieros y el Imperio Británico denotan una vigorosa “tendencia a creer que aquellos presentes sólo podían tener como futuros nuestros presentes, la idea de la ineluctabilidad y racionalidad de todo el proceso histórico y la primacía del análisis macro social” (2).
La nueva historia, a partir de la década de 1990, después de la implosión del socialismo real soviético, replanteó “muchos de los supuestos de la historia estructural, global y social, tan segura de sí misma y sus interpretaciones, tan lejana de los sujetos históricos reales y tan negadora de sus posibilidades de libertad”, señaló Barrán. “La historia de las estructuras no alude a los hombres reales y a que estos no son un mero juguete de las estructuras de dominación”.
Los individuos, pues, han jugado un papel decisivo en la historia. “Esa microhistoria muestra a la gente real actuando dentro y al margen de los sistemas de dominación”, escribió. Los porfiados hechos demuestran que la historia guarda mucho espacio “para lo imprevisible, para la libertad de los sujetos históricos reales” (2).
Barrán y Nahum confrontaron el “estanciero progresista” con el “estanciero tradicional” sin insistir tanto en otros factores decisivos para la inversión, como la calidad de la tierra según regiones del país y su cercanía a mercados y puertos. Para ellos, poseer una mentalidad capitalista era lo más importante.
La historiadora María Inés Moraes estudió como ese enfoque comenzó a ser refutado a partir de Julio Millot y Magdalena Bertino, quienes en su Historia Económica del Uruguay 1860-1910 (tomo II, 1996) concluyeron: “Los recursos naturales nos parecen el factor fundamental de diferenciación. Los índices de Coneat (1979) muestran que los departamentos que en 1908 eran ‘progresistas’ tienen una productividad superior a 90 (con relación a la media —100— del país) y todos los de productividad baja están en la zona ‘atrasada’. Los precios de la tierra y los arrendamientos que relevaron Barrán y Nahum, y que según nuestro enfoque son un reflejo de las rentabilidades relativas, muestran la misma distribución”.
En las últimas décadas los precios de los campos mantienen una relación estrecha con el índice Coneat (Comisión Nacional de Estudio Agroeconómico de la Tierra, programa creado en 1968), junto a factores como su ubicación y las tendencias de los mercados.
Esta interpretación revisionista —el tipo de producción depende más que nada de la calidad de la tierra y de su ubicación— fue profundizado luego por María Inés Moraes en tu ensayo La pradera perdida: historia y economía del agro uruguayo: una visión de largo plazo 1760-1970 (2008).
El historiador Javier Rodríguez Weber resume: “No es que Barrán y Nahum no dieran importancia a la calidad de la tierra. Lo hicieron, y trataron de tenerlo en cuenta. Es una cuestión de énfasis: el debate no es tanto sobre cuáles son las causas sino cuánto pesa cada una. Y además, cuando ellos escribieron, el índice Coneat recién estaba desarrollándose. Tenían mucho menos herramientas”. (Ver análisis de Rodríguez Weber sobre el debate historiográfico en el próximo capítulo de esta serie).
Lana para la industria textil europea
Los primeros lanares merinos habrían sido introducidos en 1794 en la región del Río de la Plata por Manuel José de Lavarden, un poeta que administraba el viejo saladero que perteneció a Francisco de Medina, sobre el arroyo Colla, cerca de la actual ciudad de Rosario, en Colonia. Él hizo traer desde Cádiz en la fragata Santa Ana diez carneros y 19 ovejas (3). Pero no se trató de un proceso sistemático, sino de un hecho aislado.
Ya en su Memoria sobre el estado rural del Río de la Plata en 1801, que se publicó recién en 1847, el militar y naturalista español Félix de Azara advirtió que estas tierras podían producir “buena lana para todas las fábricas del mundo”, además de ganado vacuno como “ningún país las puede dar en tanta abundancia, de mejor calidad y a tan moderado precio” (4).
La lana compensó en parte la baja del precio del ganado vacuno ocurrida entre 1858 y 1865 como consecuencia de una abrupta caída de la demanda por tasajo de Brasil y Cuba, que a su vez padecían serios problemas para colocar su producción de café y azúcar (5). Gran Bretaña, mientras tanto, redujo su demanda de cueros y gorduras. El pánico estadounidense de 1857 se había propagado a Europa occidental y el mundo capitalista estaba en recesión.
Brasil además adoptó una legislación proteccionista para favorecer a los saladeros de Rio Grande do Sul (lo que a su vez estimuló la importación o el contrabando de ganado en pie desde Uruguay).
Durante la guerra de Secesión en Estados Unidos, entre 1861 y 1865, el algodón sureño dejó de proveer a las fábricas textiles de Gran Bretaña, Francia y Bélgica, por lo que subió el precio de la lana, un sustituto parcial y más caro. También escasearon el trigo y la harina, que hasta entonces Estados Unidos proveía a raudales, lo que estimuló la producción en Argentina.
El aspecto más importante de la furiosa guerra civil estadounidense en el frente marítimo fue el bloqueo que el norte unionista trataba de apretar y el sur secesionista, la Confederación, luchaba por romper. La economía de los estados del sur era básicamente agrícola y muy dependiente del tabaco y el algodón. El bloqueo naval del norte, aunque no siempre exitoso, fue estrangulando la economía de los rebeldes (6).
La industria textil europea, sobre todo la de Gran Bretaña, pero también la de Francia, la Confederación Germánica y Bélgica, e incluso el bando unionista o norteño de Estados Unidos, sustituyeron parte del algodón de los estados confederados del sur con el de otros proveedores (India, Egipto, China, Brasil), a la vez que aumentaron su demanda de lana ovina propia, y de la proveniente de Australia, Sudáfrica y América del Sur.
De ese modo, todavía antes de la era del alambrado y del ferrocarril, en condiciones muy difíciles, se inició en Uruguay el apogeo de los pastores y de los lanares. La lana significó un enorme cambio estructural: por su forma de producción, y porque opacó al saladero y desplazó los mercados de exportación desde Brasil y Cuba hacia Europa occidental.
Ingreso pleno de Uruguay al mundo capitalista
La lana significó la introducción plena al país de la modernidad capitalista, y una completa inserción en los mercados internacionales. La causa fue sencilla: criar ovinos a principios de la década de 1860 podía resultar hasta cuatro veces más rentable que producir vacunos, aunque fuese más trabajoso.
Según el censo agropecuario de 1852, apenas terminada la Guerra Grande, había en el territorio uruguayo unos 800.000 lanares (solo 16,7% eran mestizos), que a duras penas habían sobrevivido en las estancias de inmigrantes ingleses, franceses y vascos, instalados más que nada en San José, Colonia y Soriano.
Algunos de esos hacendados nacidos en Francia o en Gran Bretaña fueron recluidos en 1845 en un campo en Durazno por orden de Manuel Oribe, después de que una escuadra anglo-francesa, que bloqueaba Buenos Aires y contribuía a la defensa de Montevideo, atacara ciudades del litoral uruguayo y realizara grandes faenas de ganado.
En 1862 ya había 3,6 millones de ovinos en Uruguay. Para 1876 las estimaciones varían sustancialmente: entre 8 millones y 12,2 millones de ejemplares, según la fuente; con un rendimiento creciente de lana por cabeza, pues ya se había iniciado en la década anterior un amplio mestizaje con ejemplares procedentes de Gran Bretaña, Francia, Alemania y Argentina. (Las estadísticas de entonces son poco confiables: la tasa de crecimiento del rebaño parece excesiva, incluso si se hubieran importado lanares desde Argentina).
En 1893 los vacunos sumaban 8 millones y los lanares 23 millones. En 1900 las existencias habían caído a 6,8 millones de bovinos y 18,6 millones de ovinos (7).
Las razas merinas, que comenzaron a cruzarse con las criollas, más rústicas, mejoraron sustancialmente la finura y la cantidad de lana. Los reproductores y las hembras de pedigree se importaron de Argentina, Inglaterra, Alemania, Francia. Las razas especializadas en carne fueron introducidas hacia 1890 para proveer a los frigoríficos argentinos que abastecían a los hogares británicos de borregos congelados.
Sobre fin de siglo, las expectativas sobre el gran valor de las exportaciones de ovinos congelados hacia Gran Bretaña —que se realizaban desde Argentina y Australia— alentaron el proceso de “desmerinización”. Entonces en Argentina se tendió a desestimar a las razas preferidas para la producción de lana, y se adoptaron otras, como Lincoln y Romney Marsh, adaptables a los pastos duros y más aptas para la producción de carne (8).
Primer producto de exportación, superando al cuero
Sin embargo, a diferencia de Argentina, los productores uruguayos mantuvieron una gran mayoría de lanares merinos, o una cruza de ellos, pues su fibra alcanzó cotizaciones muy altas en el norte de Europa, desde Bélgica a Alemania, en torno al 900.
Las exportaciones de lana de Uruguay, que significaron el 10,6% del total en 1862, pasaron a representar el 24,4% de las ventas al exterior diez años más tarde, muy cerca de las exportaciones de cueros.
Los cueros de vacunos y yeguarizos, la exportación de vacunos en pie y subproductos como las crines y el sebo (grasa derretida) fueron los principales bienes de exportación de Uruguay desde la independencia. Las ventas de charqui (del quechua “seco y flaco”: carne secada sin sal) o tasajo (carne bovina salada y secada al sol) fueron un complemento.
En 1872 la lana sucia ya era el segundo producto de exportación de Uruguay, solo detrás del cuero, y muy por delante del tasajo, las grasas y el ganado en pie. En la década de 1880 los cueros por fin fueron desplazados del primer lugar de las exportaciones por la lana ovina, un cambio histórico (9). La carne refrigerada —cuya exportación sistemática se inició en 1904 pero sobre todo a partir de 1912-1916 con la instalación del Frigorífico Swift de Montevideo— recién tomó el primer lugar mucho más tarde, en la segunda mitad del siglo XX.
La cotización internacional de la lana siguió los largos ciclos de auge del capitalismo triunfante, y sus crisis periódicas, en general más breves (1873, 1890, 1900-1901).
Las principales industrias textiles importadoras de lana en las décadas finales del siglo XIX eran las de Francia, Reino Unido, Alemania y Estados Unidos. Se trataba en general de pequeñas y medianas industrias, cuasi familiares, aunque las había también de gran porte. Se abastecían de lanas nacionales, e importaban el resto principalmente desde Australia, Argentina, África del Sur, Uruguay y Nueva Zelanda (10).
(1) Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1967.
(2) José Pedro Barrán – Epílogos y legados – Escritos inéditos/Testimonios, recopilación de Gerardo Caetano y Vania Markarian, Ediciones de la Banda Oriental, 2010.
(3) Historia de los pueblos orientales, Tomo III, de Aníbal Barrios Pintos, Ediciones de la Banda Oriental y Ediciones Cruz del Sur, 2008.
(4) La enciclopedia de El País, en 16 tomos, diario El País, 2011.
(5) Crónica general del Uruguay, tomo V, de Washington Reyes Abadie y Andrés Vázquez Romero, Ediciones de la Banda Oriental.
(6) Historia militar de los Estados Unidos, por Allan R. Millett y Peter Maslowski, Editorial San Martín, Madrid, 1984.
(7) Cronología comparada de la historia del Uruguay 1830-1985, de Roque Faraone, Blanca París, Juan Oddone y colaboradores.
(8) Destinadas a un destino: Los inicios de las exportaciones argentinas de carnes frigoríficas, 1883-1913, de Agustina Rayes, Instituto de Estudios Histórico-Sociales, CONICET, 2015.
(9) Uruguay 1870-1913: Indicadores de comercio exterior, de Belén Baptista y Luis Bértola, ponencia presentada en las Segundas Jornadas de Investigación de la Asociación Uruguaya de Historia Económica, 1999.
(10) Historia rural del Uruguay moderno – Recuperación y dependencia, tomo III, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1973.
Próximo capítulo: Nunca fue lo mismo producir en el llano que sobre el lomo de las cuchillas
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