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El nacimiento del Uruguay moderno

Nacimiento del Uruguay moderno (16)

El arribo de la modernidad a un país arruinado y vacío

Después de la Guerra Grande el Estado no podía cumplir sus funciones de manera satisfactoria en Montevideo y menos al norte del Santa Lucía.

08.08.2024 10:19

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2024-08-08T10:19:00-03:00
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Por Miguel Arregui
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El 1º de marzo de 1860, cuando se inició el gobierno presidido por Bernardo Prudencio Berro, no habían transcurrido más que ocho años desde el fin de la Guerra Grande (1839-1851), un largo conflicto entre orientales blancos y colorados mezclado con una guerra civil en Argentina entre federales y unitarios.

Nunca estuvo el nuevo país, tan enclenque entre Brasil y Argentina, en “mayor peligro de perder su independencia y su integridad territorial” como durante esta guerra cuando “potencias americanas y europeas jugaban sus intereses por encima de los nuestros”, escribieron José Pedro Barrán y Benjamín Nahum (1). “Peligro del que no salvaron los orientales su responsabilidad, al pedir apoyos exteriores para dirimir sus conflictos internos, y que fuera aprovechado por nuestros vecinos” (Confederación Argentina, Imperio de Brasil) para intentar una siempre posible anexión, “y por los europeos para conseguir ventajas económicas sustanciales, acordes con su impulso expansionista de la época [Francia, Gran Bretaña]”.

El pleito en Uruguay se cerró el 8 de octubre de 1851 con la fórmula “no habrá vencidos ni vencedores”. Pero el Partido Blanco de Manuel Oribe —que sitió Montevideo largamente a partir de 1843 y controló la campaña— resultó en los hechos vencido, como preámbulo de la caída de su gran aliado: el gobernador de Buenos Aires y líder del Partido Federal, Juan Manuel de Rosas, quien marchó al exilio después de la derrota de Caseros el 3 de febrero de 1852.

Una guerra tan larga dejó la campaña oriental semivacía y la economía en ruinas. Miles de personas abandonaron los campos y siguieron a uno u otro ejército por temor a represalias del bando rival.

Las rentas aduaneras de Montevideo fueron empeñadas a futuro y se hipotecaron hasta sus plazas y edificios públicos. La ganadería resultó arrasada por la matanza no selectiva de vacunos para pagar con cueros los suministros de guerra, para sostener a las partidas de milicianos que, como era tradicional, vivían del terreno, o por la acción de gigantescas jaurías de “perros cimarrones”.

La situación había comenzado a mejorar en 1843, al menos en algunas regiones, cuando el Gobierno del Cerrito (una región aledaña al Montevideo de entonces, actual barrio Cerrito de la Victoria), liderado por Oribe, obtuvo el control sobre el interior y otorgó a sus aliados grandes extensiones de tierras confiscadas (2), empezando por las de su rival Fructuoso Rivera.

Sin embargo, los blancos y federales fueron incapaces de impedir que los brasileños realizaran gigantescos arreos de ganado desde el norte del país hacia Rio Grande do Sul, donde proliferaron nuevos saladeros; y más aún en 1849 y 1851 en las Californias que organizó Francisco Pedro Buarque de Abreu, barón de Jacuí, conocido también como Chico Pedro, un hacendado y jefe guerrillero de la frontera.

La Revolução Farroupilha (Revolución de los Harapos), una rebelión de los gaúchos republicanos contra el gobierno monárquico de Río de Janeiro, entre 1835 y 1845, redujo drásticamente las reservas de ganado vacuno en Rio Grande do Sul. Las grandes “californias” de vacunos, a las que se les dio ese nombre por su similitud con los desplazamientos avariciosos de personas hacia California a partir de 1848 durante la fiebre del oro, repoblaron en parte los campos del sur de Brasil.

En esos tiempos fundacionales, en guerra casi perpetua, la propiedad de la tierra y de las bestias era asunto muy discutible, además de objeto de supervivencia y saqueo.

La tierra purpúrea (The Purple Land), la novela del anglo-argentino William Henry Hudson —publicada por primera vez en Londres en 1885— describe a Uruguay como una tierra sangrienta (purpúrea) con ciudades pequeñas y una campaña semivacía y salvaje, poblada por hombres duros, mujeres agraciadas o sumisas y vacunos y yeguarizos cerriles, todo esto antes de la llegada del alambrado, la agricultura y la explotación ganadera moderna.

La novela de Hudson es de un romanticismo inocultable. Esa visión idílica de una tierra a la vez libertaria y bárbara, también refleja los enormes márgenes de libertad de que gozaron los hombres de la pradera, al menos los que fueron suficientemente astutos y fuertes, durante buena parte del siglo XIX.

Pero no todo era idílico, ciertamente, y menos para los débiles y mansos, los ancianos, las mujeres y los niños. Esa fue una de las razones por la que los hombres y mujeres de la pradera oriental solían responder a caudillos, y también una parte significativa de la gente de las pequeñas ciudades de entonces.

El caudillismo se caracterizó por el liderazgo de un personaje poderoso, a veces carismático, en general estanciero, hábil como jinete y con las armas; fue una consecuencia de la debilidad del Estado y, a la vez, una de sus causas.

Muchas veces un jefe local, con su pequeño ejército privado, podía impartir justicia y proteger mejor de los abusos a los humildes moradores del campo que la Policía, generalmente débil, cuando no corrupta. Los políticos de las ciudades, y más aún los de Montevideo, no conocían su país, hablaban de otra cosa y esgrimían otras leyes, muchas veces inaplicables.

El Estado no podía cumplir sus funciones básicas de manera satisfactoria en Montevideo, y menos al norte del río Santa Lucía.

Los tenues lazos entre la capital y el interior rural además de la inseguridad generaron ciertas figuras similares al feudalismo en ese mundo ganadero; “unas relaciones de dependencia personal que en todas las sociedades con Estado débil alguna vez se han producido”, escribieron Barrán y Nahum (1). “Los grandes propietarios se fueron convirtiendo en los engranajes de un mecanismo de seguridad colectiva que funcionó, imperfecto pero más eficazmente que el Estado”.

Claro que en el sur y el litoral los hacendados poco a poco se parecieron mucho más a empresarios capitalistas que a jefes tribales, según se vio en el capítulo 15 de esta serie. Pero hacia el centro y el noreste, en la frontera con Brasil, en tierras de menor calidad apenas aptas para la ganadería muy extensiva, los caudillos tuvieron un poder extraordinario hasta bien entrado el siglo XIX.

Intentos de fusión política

La década de 1850 albergó gobiernos entre fundacionales e inestables —más inestables que fundacionales—, encabezados principalmente por Juan Francisco Giró (1852-1853); Venancio Flores (1853-1855), en origen como líder de un triunvirato con Juan Antonio Lavalleja y Fructuoso Rivera que no llegó a formarse por la muerte de los antiguos caudillos; y Gabriel Antonio Pereira (1856-1860).

Pereira terminó su mandato constitucional y entregó el poder según los cánones legales, algo más bien extraordinario. Gobernó en una etapa de recuperación económica y relativa prosperidad —en parte como efecto rebote de la depresión de la Guerra Grande— y tomó algunas medidas de corte liberal que tuvieron trascendencia, como la autorización de los primeros bancos, según se vio en el capítulo 12 de esta serie (“Los bancos y el trabajoso arribo del capitalismo”).

Especial destaque tuvo la construcción e inauguración del Teatro Solís, el 25 de agosto de 1856, con la ópera Ernani, de Giuseppe Verdi. El teatro, uno de los más bellos del continente y uno de los más antiguos en su estilo, fue producto de la iniciativa privada e inaugurado por el propio Pereira con una función de gala.

La relativa paz que existió en el medio rural durante su gobierno determinó una recuperación de la reserva ganadera que, en cierto aspecto, puede considerarse espectacular. Hacia 1860 había unos siete millones y medio de vacunos, lo que en opinión de algunos historiadores era el máximo que el país podía mantener con su régimen de producción. El valor de la tierra era de 0,60 pesos la hectárea en 1856 y de 2,09 pesos en 1861. El país, sin embargo, no pudo aprovechar adecuadamente estas buenas condiciones porque a partir de 1857 se produjo en Europa una fuerte crisis que determinó una caída de las exportaciones y el consiguiente desmejoramiento de los precios (el tasajo pasó de valer $ 7 el quintal en 1858 a $ 2,25 en 1862) (3).

Gabriel Pereira y sus ministros persiguieron una política de “fusión”: la síntesis entre las dos divisas tradicionales, blancos y colorados, que habían ensangrentado al país. Pero terminaron siendo horribles tributarios de la Hecatombe de Quinteros de febrero de 1858, cuando tropas del gobierno ejecutaron a unos ciento cincuenta rebeldes “conservadores” del Partido Colorado que mandaba César Díaz.

La venganza por el asesinato de los jefes insurrectos que se habían rendido sobre el paso de Quinteros, en el río Negro, sería base y excusa para otros crímenes del porvenir.

El gobierno de Bernardo Berro

Bernardo Prudencio Berro (1803-1868), otro sobrino del influyente sacerdote Dámaso Antonio Larrañaga, fue presidente de la República entre 1860 y 1864. Para ello, inicialmente, renegó del Partido Blanco, su divisa original, y asumió en nombre del “fusionismo”, una tendencia entre intelectuales y citadinos como él que, hartos de guerras intestinas, proponían con cierta inocencia fusionar las dos divisas en una sola.

Su período fue significativamente fecundo en medidas de importancia, en línea con las ideas liberales, la revolución industrial y la modernidad que arribaban de Europa junto con el comercio y los inmigrantes.

El gobierno de Berro debió lidiar con las presiones de Francia, Gran Bretaña y Brasil, que exigían compensaciones en dinero por su participación en la Guerra Grande en respaldo del Gobierno de la Defensa de Montevideo; por ley de 1862 obligó a los hacendados brasileños con tierras en Uruguay a reconocer la libertad de sus esclavos (el régimen esclavista recién acabó en Brasil en 1888); ordenó la fundación de varias ciudades en la frontera nordeste con el fin de neutralizar la fuerte influencia de Brasil, y depuró el sistema electoral.

Ordenó a los jefes políticos departamentales que llevaran con particular celo el combate al abigeato al tiempo que obligó al registro de marcas de ganado vacuno, lo que contribuyó a reforzar la recuperación de la producción agropecuaria y de la economía en general.

Richard Bannister Hughes había iniciado a fines de 1859 la importación desde Inglaterra de reproductores y hembras durham-shorthorn, una raza vacuna mansa y de gran rendimiento cárnico y lechero. En 1864 los hermanos Charles y Robert Young importaron los primeros ejemplares de vacunos hereford para sus campos en Río Negro. Fue el principio de un amplio mestizaje con animales traídos desde Argentina y Gran Bretaña que poco a poco, entre la década de 1880 y principios del siglo XX, cambió por completo el rodeo bovino uruguayo al sustituir el original ganado criollo o “brasilero”, recio, flaco y de poco rendimiento cárnico, por otras variedades más productivas.

Una ley del 13 de mayo de 1862 estableció la obligatoriedad del uso del sistema métrico decimal a partir del 1º de enero de 1867. Por entonces se utilizaba el sistema de pesas y medidas español, o bien el anglosajón. Brasil adoptó el sistema métrico decimal también en 1862, y Argentina muy poco después, en setiembre de 1863.

El sistema métrico decimal, un subproducto de la Revolución francesa de fines del siglo XVIII, se introdujo gradualmente en Europa durante el siglo XIX, y más aún después de la Convención del Metro de 1875. Sin embargo, Gran Bretaña y Estados Unidos, dos actores decisivos de la revolución industrial, conservarían mucho tiempo más el tradicional sistema anglosajón de unidades.

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(1)     Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, tomo I, Ediciones de la Banda Oriental, 1967.

(2)     Breve historia sobre la propiedad privada de la tierra en el Uruguay (1754-1912), de Nicolás Duffau, Ediciones de la Banda Oriental, 2022.

(3)     Orientales. Una historia política del Uruguay, tomo II, de Lincoln R. Maiztegui Casas, Editorial Planeta, 2008.

Próximo capítulo: La creación del peso uruguayo, una moneda que fue tan fuerte como el dólar durante más de medio siglo.

Por Miguel Arregui
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