En sus atrayentes memorias sobre Uruguay entre las décadas de 1860 y 1890, el médico bávaro Carl Brendel describió cómo se vivía intensamente una vida que solía ser breve: “Montevideo festejó su carnaval del 19 al 21 de febrero [de 1871] más alocadamente que nunca, como si no hubiera guerra en Europa [el conflicto franco-prusiano] ni guerra civil en el propio país [la revolución de las Lanzas acaudillada por Timoteo Aparicio]. Y del otro lado del Plata se cernía un temporal espantoso: la fiebre amarilla” (1).
Montevideo sufrió cuatro epidemias de fiebre amarilla: en 1857, la más intensa (que provocó entre novecientas y mil quinientas muertes en cuarenta y cinco mil pobladores), en 1872, en 1873 y 1878. La ola de fiebre amarilla que afectó a Buenos Aires en 1871, que Juan Manuel Blanes atestiguó en un cuadro al óleo muy conocido, provocó unas doce mil muertes.
Carl Brendel, quien se instaló en Montevideo en 1867, describió una ciudad de inmigrantes afanosos, personajes pintorescos, damas dulces y coquetas, fortunas que se acumulaban y perdían con la rapidez de una tormenta de verano, corruptelas de todo tipo, ladronzuelos y coimeros, ignorancia, curanderismo y borracheras monumentales. Estimó en su diario que “al embrutecimiento de las buenas costumbres mucho contribuyeron el mal estado de la policía, las sangrientas guerras civiles, el espantoso oficio de los grandes mataderos, las corridas de toros y el alcohol. En cada esquina había un almacén, donde se podía tomar toda clase de bebidas alcohólicas al pasar (…). Es un pueblo salvaje, apasionado, y son muy frecuentes los hechos cruentos. También es frecuente el suicidio”.
“El castigo del cuerpo, la violencia física, impregnaba todas las relaciones humanas y entre el hombre y el animal en la cultura ‘bárbara’”, escribió el historiador José Pedro Barrán en Historia de la sensibilidad en el Uruguay, refiriéndose al período 1800-1860 (2). “La violencia política (…), es, en verdad, un breve capítulo de otra violencia más general e indeterminada (…). Estos hombres vivían, al parecer, con sus pulsiones más libres. La cultura todavía no había podido apocarlas. La agresividad casi no tenía límites, pudiéndose calificar de magnífica e insolente, pues la sensibilidad la admitía como hecho normal, cotidiano y vinculado al placer”.
Un país no tan desigual
En una de sus historias sobre la cotidianidad en Francia desde la segunda mitad del siglo XIX, el británico Theodore Zeldin advirtió: “Resulta difícil escribir acerca de las ambiciones de la gente que nunca se hizo muy rica, que no fundó ninguna dinastía ni ninguna empresa duradera, y que vivió en las categorías medias e inferiores del mundo de los negocios, pues casi nunca constan en ninguna parte. Pero el carácter de una sociedad se ve enormemente influenciado por la forma que tomaron esas ambiciones, y por hasta qué punto quedaron colmadas o frustradas” (3).
Esa advertencia es perfectamente aplicable a buena parte de los pobladores decimonónicos de Uruguay, un nuevo Estado sudamericano en fase de desarrollo acelerado.
Los inmigrantes hacia Uruguay más emprendedores, y con mayor grado relativo de educación formal, que disponían de contactos más o menos calificados en Europa —como los hombres que gestaron la Liebig’s moviéndose entre Londres, Amberes y Fray Bentos—, formaron una burguesía en rápido ascenso. Sobresalieron en la producción agropecuaria, el comercio, la exportación e importación, las operaciones inmobiliarias, la pequeña industria y los negocios financieros.
Ese enriquecimiento relativamente rápido no ocurrió solo en Montevideo, que nucleaba a una minoría de la población nacional. Los inmigrantes de origen rural, españoles, vascos o italianos, trabajaban en cualquier oficio cuando recién llegados, y luego, con sus ahorros, compraban tierras en el interior del país, que hasta las décadas finales del siglo XIX fueron baratas.
Otra parte no menor de la población de la campaña uruguaya, los gauchos en sentido estricto, mayoritariamente mestizos de criollos, negros e indios, cumplían trabajos zafrales, como troperos, se conchababan como peones en alguna estancia, o vivían del contrabando, los hurtos de ganado y las faenas clandestinas. Preferían llevar una vida errante y cumplir changas eventuales antes que acumular riquezas.
Ellos, y los estancieros, representaban la cultura ibérica —española y portuguesa— traída por los primeros pobladores europeos, con su idioma, sus caballos y sus vacunos, mezclada con elementos indígenas y adecuada a un medio tan singular.
La superabundancia de espacios abiertos y de ganado vacuno y equino dio a la “gente suelta” o vagabunda de la campaña oriental alimentación gratuita y un amplísimo grado de independencia: sin iglesia, sin rey, sin amo, sin ley.
Buena parte de la población de campaña vivía al margen o en los intersticios de las normas.
La estancia tradicional, tan extensa como rica en animales, admitía una abundante población de peones, agregados informales y gente de paso. (De hecho, esa tradición, aunque menguante, se mantuvo hasta la segunda mitad del siglo XX). Es conocida la respuesta de Venancio Benavídez, unos de los primeros alzados de 1811 en la Banda Oriental contra la dominación española, cuando en un juicio penal se le preguntó su ocupación: “Cuando no tengo una camisa me conchabo, y cuando la tengo, me paseo”.
En 1852, después de la Guerra Grande, cuando un novillo valía entre tres y cinco pesos, el gobierno nacional procuró obligar al marcaje del ganado orejano; y, además, sin mucho éxito, combatir el matreraje, el robo de ganado y las “pulperías volantes”, que compraban los cueros y fomentaban el pillaje.
“Más allá de la existencia de la elite patricia montevideana, formada por hacendados ‘ausentistas’ y comerciantes, la tardía y débil colonización, la ausencia de una población indígena significativa, la abundancia de carne y la incapacidad del Estado para ejercer coerción sobre la mano de obra, hacían del Uruguay de las primeras décadas de vida independiente un país que desconocía los niveles de desigualdad característicos de otras regiones del continente”, escribió el doctor en historia económica Javier Rodríguez Weber (4).
A inicios de la década de 1860 un peón rural ganaba entre ocho y doce pesos mensuales además de vivienda y comida, un salario relativamente elevado que caería en las décadas siguientes con el fin de la vida libertaria y la abundancia de mano de obra no calificada. Un “puestero”, que controlaba y explotaba los lindes de una gran propiedad rural, cobraba 16 pesos al mes. Sobre la frontera norte y noreste, sin embargo, muchos hacendados brasileños hacían pasar a sus negros esclavos como peones (5).
Los descendientes de esclavos
La población de raza negra, aunque minoritaria, era significativa. La esclavitud fue excepcional en la campaña pero común y corriente en el Montevideo colonial. Se estima que entre 1787 y 1810, cuando se inició la revolución independentista en el Río de la Plata, entraron al puerto de Montevideo unos 20.000 esclavos procedentes de África y Brasil, aunque muchos de ellos de paso hacia otras regiones.
Los últimos cálculos de la época colonial datan de 1805, y señalan que en una población total de Montevideo de 9.359 personas había 2.778 esclavos (30,62%); 340 estaban censados como “pardos libres” y “negros libres”. Se ocupaban de servir a una población criolla muy poco laboriosa, según era fama.
En 1825, ya iniciada la guerra contra Brasil que derivaría en la independencia de Uruguay, la Sala de Representantes de Florida decretó la libertad de vientres: los hijos nacidos de esclavas serían libres. En 1837 el presidente Manuel Oribe prohibió el tráfico de seres humanos; la ley establecía que todo negro que llegara a territorio oriental, por el mero hecho de arribar, adquiría su libertad.
En 1842, en plena Guerra Grande, el gobierno que presidía por segunda vez Fructuoso Rivera decretó la abolición de la esclavitud, pero obligaba al mismo tiempo a los hombres afectados a sumarse al Ejército; los demás —mujeres, niños y ancianos— quedaban en condición de “pupilos”, lo que, en la práctica, no entrañaba grandes cambios. El historiador Carlos Machado en su Historia de los orientales citó algunos anuncios de prensa de ese tiempo que abonan esta tesis (“se venden una parda muy ladina para todo trabajo de estancia y un tacho grande. Consultar en la calle de San Miguel”) (6).
En 1846 el Gobierno del Cerrito, liderado por Manuel Oribe, decretó la abolición total e irrestricta de la esclavitud en todo el territorio nacional. Pese a ello, el tema no estaba terminado ni mucho menos; los tratados que Andrés Lamas firmó con el Imperio de Brasil en octubre de 1851 obligaban al gobierno oriental a devolver los esclavos que se escapaban y cruzaban la frontera en procura de su liberación, un fenómeno entonces bastante común (7).
Brasil abolió la esclavitud formalmente recién en 1888. Hasta entonces grupos de esclavos huían hacia países vecinos, incluido Uruguay, donde se instalaban en asentamientos fronterizos que llamaban quilombos, según una expresión africana ancestral. El término adquirió una acepción despectiva en el lunfardo de Argentina y Uruguay, como sinónimo de prostíbulo o de desorden. Pero los quilombos, poblados por personas denominadas quilombolas, gozan de sólido prestigio cultural en el Brasil contemporáneo, sobre todo en el nordeste.
Sitiados por el alambrado y el Remington
A partir de mediados de la década de 1870 el alambre, la policía, el fusil de retrocarga Remington, el ferrocarril y el telégrafo, la agricultura y el lanar comenzaron a domar al gauchaje en la pradera oriental, como lo domaron en la pampa argentina y en Rio Grande do Sul.
De todas formas habría rebeliones periódicas: corcovos de la gente de la pradera, al menos hasta que las minorías tuvieron una representación política satisfactoria, después de reformas introducidas al sistema electoral en las primeras décadas del siglo XX.
Montevideo, como representación del Estado central y su Ejército, se impuso a lo largo de esta puja secular entre dos subculturas y dos humanidades que profesaban distintos estilos de vida. Y, en términos generales, como señalaron Vidart y Pi Hugarte, en el siglo siguiente a la independencia “el ‘malón gringo’ transformó a los orientales en los uruguayos” (8).
La mayoría de los nuevos propietarios de tierras, venidos en la segunda mitad del siglo XIX de Europa, Brasil o Argentina, se afincaban definitivamente en el interior rural. Otros compraron tierras para obtener rentas, ya sea para usufructuarlas en las ciudades como para regresar a su patria.
El ritmo de incremento de la población de Uruguay volvió a trepar en la década de 1880 a una enorme tasa de 5,1% al año, con un predominio de italianos; y cayó otra vez en la década de 1890, que se inició con una grave crisis económica, a 2,5% anual.
La emigración hacia Uruguay mantuvo un ritmo trepidante en la década de 1870, incluso, en proporción, por encima de Argentina, Brasil o Estados Unidos; continuó siendo muy elevada en la década de 1880, aunque en descenso; y se tornó poco significativa ya sobre el 900. En la primera década del siglo XX los grandes flujos migratorios eligieron otros destinos: Argentina, Cuba, Brasil, además de Estados Unidos y Canadá. Ya muy pocos llegaban a Uruguay (9).
América Latina siempre fue muy desigual. Argentina y Uruguay mostraron signos de alto desarrollo relativo ya desde la independencia. Y en las últimas décadas del siglo XIX se sumaron Chile y Cuba a esos punteros (10).
Por entonces el Río de la Plata y Cuba captaban el mayor porcentaje relativo de inmigrantes europeos hacia América Latina en comparación con Brasil o la costa sudamericana del Pacífico.
En 1879 el 50% de los habitantes de la capital argentina y el 43% de la población de la Provincia de Buenos Aires habían nacido en el extranjero. Algo similar ocurría en Uruguay.
Un censo de población de 1889 mostró que 46,84% de los 215.000 pobladores de Montevideo había nacido en el extranjero. Y lo que era más significativo: el 78,6% de los mayores de 20 años que vivía en la capital uruguaya, la mano de obra más abundante y la eventual leva para el Ejército, había nacido en el exterior del país.
(*) Una parte de este artículo fue presentado por el autor al concurso internacional de ensayo histórico convocado por el Ministerio de Educación y Cultura en 2021-2023 sobre la instalación de la Liebig’s (Lemco) en Fray Bentos.
(1) El gringo de confianza. Memorias del médico alemán Carl Brendel en el Río de la Plata 1867-1892, editado por Fernando Mañé Garzón y Ángel Ayestarán, Moebius Editor, 2010.
(2) Historia de la sensibilidad en el Uruguay, de José Pedro Barrán (2 tomos), Ediciones de la Banda Oriental, Facultad de Humanidades y Ciencias, 1990.
(3) Citado en Los hijos, de Gay Talese, Penguin Random House Grupo Editorial, ediciones Debolsillo, 2016.
(4) Desigualdad y desarrollo en Chile: Historia Comparada de la Desigualdad en Chile y Uruguay, de Javier E. Rodríguez Weber - Serie Documentos de Trabajo PNUD, Desigualdad Nº 2016/01, mayo de 2016.
(5) Historia rural del Uruguay moderno 1851-1885, tomo I, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Ediciones de la Banda Oriental, 1967.
(6) Historia de los orientales, de Carlos Machado, Ediciones de la Banda Oriental, 1992.
(7) La enciclopedia de El País, en 16 tomos, dirigida por Miguel Arregui, diario El País, 2011.
(8) El legado de los inmigrantes (II), de Daniel Vidart y Renzo Pi Hugarte, fascículo 39, colección Nuestra Tierra, 1969.
(9) El desarrollo económico de América Latina desde la Independencia, de Luis Bértola y José Antonio Ocampo. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2013.
(10) Desarrollo, vaivenes y desigualdad. Una historia económica de América Latina desde la Independencia, de Luis Bértola y José Antonio Ocampo, Secretaría General Iberoamericana, 2010.
Próximo capítulo: La influyente comunidad británica en Uruguay.