A los ojos de los emigrantes europeos, América no era necesariamente una región de buen gobierno, pero sí, seguramente, un territorio de tierra abundante y barata.
Durante las primeras décadas del siglo XIX en Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, África del Sur, Argentina o Uruguay la tierra se obtenía por poco precio, por mera ocupación, por regalo de los gobiernos o por conquista a costa de la población indígena. Los europeos estaban internándose en las antiguas regiones de caza de los pueblos primitivos del mundo en los cinco continentes.
Cada año “centenares de miles de hectáreas pasaban a manos europeas”, escribió el historiador británico Paul Johnson. “Había que pagarlas con sudor y sangre, más que con dinero” (1).
El valor de la tierra en Uruguay comenzó a trepar de manera sostenida en la segunda mitad del siglo XIX, a medida que la expansión ganadera alcanzaba sus fronteras, incluso en el norte “abrasilerado”. En Argentina, sin embargo, la expansión hacia sus muy extendidas fronteras duró hasta el 900, en parte gracias a la incorporación de enormes extensiones tras la Conquista del Desierto: la ocupación militar de territorios indígenas.
También se incorporaron muchas tierras agrícolas en Córdoba y otras provincias. En Santa Fe la población pasó de 41.261 personas en 1858, a 89.117 en 1869, 220.332 en 1887 y 405.360 en 1895 (2).
El valor de la tierra en Uruguay aumentó en promedio casi diez veces en las tres décadas finales del siglo XIX. Un aumento aún más explosivo se registró en Argentina desde principios del siglo XX.
La tierra no solo se pretendía para producirla; también era una conservadora reserva de valor: una forma sencilla y segura de ahorro y renta para personas que vivían de otra cosa.
Desde los albores de la República “la posesión de tierras fue un motor de ascenso social o reaseguro de sectores comerciales que comenzaban a invertir en el medio rural”, sintetizó Nicolás Duffau (3).
“La tierra estuvo al alcance de la capacidad de ahorro de un burócrata montevideano, de un pequeño comerciante, de un militar y, ni qué decirlo, de la formidable capacidad acumulativa de aquellos pulperos cuyos descendientes son hoy, todavía, los dueños de media república”, escribió Carlos Real de Azúa en El patriciado uruguayo (1961).
Los comerciantes e industriales nuevos ricos de la segunda mitad del siglo XIX, en general inmigrantes o sus hijos, invirtieron parte de su fortuna en tierras: desde Buonaventura Caviglia hasta Carlo y Francesco Ameglio, pasando por Francisco Piria y Jules Mailhos.
El enorme aumento del valor de la tierra en medio siglo
Apenas terminada la Guerra Grande, en 1852, con los campos vacíos de ganado y matrereadas por doquier, una hectárea en Salto podía conseguirse a menos de un peso. Pero no mucho después, en 1859, en el norte se pagaba dos pesos la hectárea, mientras los buenos campos de San José y Soriano valían entre 3,25 y 4 pesos la hectárea. (Los campos solían mensurarse en cuadras, que equivalen a 0,7379 hectáreas; y en “suertes de estancia”, que eran 2.700 cuadras cuadradas o 1.992,28 hectáreas. La moneda de referencia era el peso duro español de plata, que valdría lo mismo que el peso uruguayo que comenzó a emitirse por los bancos en 1862).
Los pedregosos campos en torno al Paso de los Toros tenían una cotización judicial de apenas entre 2,7 y 5 pesos la hectárea en 1859, cuando se regateó la sucesión de las 17.600 hectáreas (23.900 cuadras) que pertenecieron al pulpero Eugenio Martínez (4).
Esas tierras ganaron mucho valor con el arribo del ferrocarril inglés, en la década de 1880, y la inauguración del primer puente sobre el río Negro, en 1886-1887, pues permitió un rápido comercio con la capital del país.
La Liebig’s pagó 7,5 pesos por cada una de las primeras 12.000 hectáreas que compró en 1863 en torno a Fray Bentos, que equivalían a seis “suertes” de estancia. Claro que eran algunas de las mejores tierras del país, en un lugar privilegiado, con acceso directo al río Uruguay y a territorio argentino.
El factor que valorizó la tierra fue la demanda, naturalmente, que a su vez fue estimulada por la (relativa) paz política, el (relativo) orden en la campaña, el aumento del valor del ganado bovino y ovino y la creciente productividad general, incluida la incipiente agricultura.
La enorme y rica estancia San Pedro de Timote, en Florida, de 35.700 hectáreas, fue tasada en 6 pesos por hectárea en 1875, cuando la sucesión de Clara Errazquin de Jackson.
El médico bávaro Carl Brendel compró 3.300 hectáreas en 1891 en la margen derecha del arroyo Rolón, cerca del río Negro y del Paso de Quinteros, por unos 37.000 pesos uruguayos, 11 pesos por hectárea, antes de retirarse a Alemania. Un peso uruguayo de entonces era ciertamente muy valioso: equivalía a 1,697 gramos de oro fino.
Esa estancia mediana para los patrones de la época, que arrendó de inmediato, le costó a Brendel más barata que la casa de dos plantas que compró, también para renta, frente al puerto de Montevideo. Veinte años después el valor de ambas propiedades se había invertido: la tierra valía muchísimo más que la casa.
Treinta años más tarde, en 1922, después de la llegada del ferrocarril a Cerro Chato, esas mismas tierras de la zona de Las Palmas valían siete veces más.
Entre 1885 y 1895 la media del precio de la hectárea en todo el territorio nacional se situó entre 15 y 16 pesos, aunque fue mucho más alto en el sur y el litoral. En Canelones la hectárea valía en promedio unos 35 pesos. El valor de los arrendamientos rondaba un peso por hectárea por año, y aún más después del 900.
Entre 1901 y 1905 el precio medio pasó a ser de casi 22 pesos; entre 1906 y 1910 (en los inicios de la era de los frigoríficos) saltó a casi 40 pesos; entre 1911 y 1913, sobre fines de un largo período de auge del comercio exterior, la hectárea promedio valió 67 pesos; y entre 1914 y 1919 (después de la grave crisis uruguaya de 1913 y durante la Primera Guerra Mundial) cayó a 50 pesos (3).
Esos valores de la tierra eran reales gracias a la escasa o nula inflación de largo plazo. El peso uruguayo fue convertible en oro, como garantía, desde su creación en 1862 y hasta 1914, por lo que, en términos generales, mantuvo una cotización estable frente al dólar y la libra esterlina. La indisciplina fiscal y monetaria, con aumento de la emisión, se volvió norma desde la segunda mitad de la década de 1920, y más aún después del control de cambios impuesto en 1931.
En general, los campos mejor cotizados estaban en el sur del país, cerca de Montevideo, o en el arco que formaban San José, Colonia y los departamentos del litoral sur del río Uruguay. En el sur, en torno al gran mercado de Montevideo, en las décadas de 1860 y 1870 la tierra agrícola podía valer entre tres y seis veces más que el promedio del resto del país.
Hacia el norte y el noreste de Uruguay —en tierras de menor calidad aunque no siempre—, más alejadas de los puertos y de los servicios, la cotización bajaba en forma sustancial, como ocurre también hoy.
Entre las décadas de 1850 y 1890 Uruguay se acopló a las economías capitalistas modernas, básicamente radicadas en América del Norte, Europa occidental y regiones puntuales del globo. Recibió inmigrantes, culturas, tecnologías y bienes de consumo y pagó todo eso con materias primas y alimentos.
La explotación de casi todas las tierras, aunque fuera muy desigual, atrajo nuevos pobladores, redujo gradualmente el tamaño de los predios, significó una mayor producción agropecuaria y estimuló el aumento de las exportaciones. Al agotarse el territorio semivacío o barato, en torno al 900, ya fue preciso pasar de un crecimiento extensivo a otro intensivo, basado en mejores técnicas, lo que era mucho más difícil.
En 1852 solo el 15% de la población de Uruguay residía al norte del río Negro, una región equivalente al 42,3% del territorio nacional. Medio siglo más tarde, en 1908, cuando la población de Uruguay había aumentado 690%, el 20,5% del total vivía al norte del río Negro.
Luego, sin embargo, Uruguay padeció una debacle sociodemográfica: la población de Montevideo y su área metropolitana, que en 1929 no llegaba a 30% del total, solo tres décadas más tarde, en 1963, superó el 50%. El “macrocefalismo” —una cabeza enorme para un cuerpo que parece raquítico— hace que el andar del enano sea tambaleante aún hoy.
(1) El nacimiento del mundo moderno, de Paul Johnson, Javier Vergara Editor, 1992.
(2) La transformación farmer. Colonización agrícola y crecimiento económico en la provincia de Santa Fe durante la segunda mitad del siglo XIX, de Juan Luis Martirén, año 2016, pág. 47.
(3) Breve historia sobre la propiedad privada de la tierra en el Uruguay (1754-1912), de Nicolás Duffau, Ediciones de la Banda Oriental, 2022.
(4) Historia de Paso de los Toros - 1790-1930, de Pedro Armúa Larraud, 1981.
Próximo capítulo: Lorenzo Batlle, el primero de una estirpe de presidentes, naufragó en el caos.
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