Después de la Guerra Grande, en la década de 1850, se incrementaron los programas para atraer inmigrantes, aunque fueron discontinuos y no siempre eficaces. Se ocuparon en ello los sucesivos gobiernos, los cónsules uruguayos en ciudades europeas y empresarios privados —el saladerista y prestamista Samuel Lafone; Doroteo García y Joaquín Errazquin, de la Sociedad Agrícola del Rosario Oriental, que creó colonias valdenses y suizas; los hermanos alemanes Wendelstadt en Río Negro y Paysandú; los hermanos ingleses Drabble en Soriano, ya a fines del siglo XIX—.
En esa época eran muy comunes los contratos de colonización con campesinos y artesanos europeos que los gobiernos de Uruguay, Argentina y Brasil firmaron con empresas privadas. Muchas ciudades y pueblos de América y Oceanía se originaron como colonias agropecuarias de inmigrantes.
En realidad, la historia de Uruguay está jalonada de proyectos de colonización de agricultura y lechería, algunos extraordinariamente ambiciosos y otros disparatados o fraudulentos, que registran muchísimos más fracasos que éxitos. Pero las colonias en el litoral de valdenses, suizos y alemanes, aunque debieron superar reveses y obstáculos harto considerables, al fin lograron consolidarse y prosperar. Contaron con líderes intelectuales y administrativos de fuste, cohesión por su origen nacional y religioso, y capitales de empresarios y bancos que las sostuvieron en los difíciles tiempos iniciales.
Los piamonteses inauguraron en 1888 en la colonia valdense el segundo liceo del interior del país, después del de Salto, dirigido por el pastor Daniel Armand Ugón; y en la colonia de los suizos, Nueva Helvecia, se creó en 1872 el Hotel Suizo, de gran destaque en la ruta Buenos Aires-Colonia-Montevideo.
Los valdenses arribados a partir de 1858 a un “vasto desierto” de seres humanos, cubierto por chilcales y “multitud de ganado y caballos salvajes” (1), fueron particularmente emprendedores y crearon varias colonias agropecuarias: La Paz (1858), Valdense (1869), Cosmopolita (1880), Chico Torino, Cañada Nieto (1890) y Ombúes de Lavalle (1890).
Los alemanes de la colonia Nueva Mehlem, pioneros en la introducción de los lanares y de herramientas agrícolas a vapor, diseñaron y fundaron en 1875 el pueblo Nuevo Berlín, con embarcadero sobre el río Uruguay.
La colonia Ecilda Paullier, creada sobre unas 4.650 hectáreas a partir de 1884 en San José por los hermanos Federico y Antonio Paullier, fue poblada por familias de inmigrantes españoles y suizos. Con los años se convirtió en un centro agroindustrial especializado en la producción de quesos, productos de granja y dulces; y el mayor mercado de quesos artesanales del país.
La enorme influencia de la cultura italiana
El gran flujo de italianos, que pasó a ser largamente dominante, solo superado por el de españoles, se inició muy temprano y arreció hasta la década de 1880, en parte por sus miserias en origen, en parte por la promisión de un mejor destino en América. Entonces ya era menor la inmigración proveniente del norte de Italia, la región más rica de un país recién unificado, y abundaban los italianos del sur, la zona más atrasada.
Los inmigrantes desde Italia y España eran en parte expulsados por la pobreza, y en parte atraídos por salarios más altos y una vida mejor. Por entonces los salarios que se pagaban en Uruguay eran alrededor del doble de los que se recibían en promedio en Italia y España por tareas similares (2). Probablemente el producto bruto uruguayo era más alto y además Uruguay era un país más igualitario (3).
“Quedaban atrás los desangrantes procesos sociales de los países expulsores y los dramas individuales y familiares”, escribió Alcides Beretta Curi (4).
Sin embargo no todos eran pobres. Había muchos artesanos y aventureros. Incluso una parte de los inmigrantes trajo consigo pequeños capitales tras vender predios, viviendas o comercios en su lugar de origen. Eran en general varones jóvenes y, al cabo, solo una cuarta parte retornaba a Italia. “Esta tierra hace también fácil el olvido”, escribió uno de ellos a su familia, a modo de justificación.
Los italianos preferían las actividades artesanales, la construcción y el comercio. Algunos devinieron en industriales y grandes comerciantes. El más destacado, en la segunda mitad del siglo XIX, fue Buonaventura Caviglia (1847-1920), quien arribó con 21 años e hizo fortuna con carpintería, mueblería refinada y venta de artículos suntuarios. Fue directivo de la Camera di Commercio Italiana di Montevideo y cofundador en 1887 y directivo del Banco Italiano dell’Uruguay. En 1892 adquirió los campos y el castillo que habían sido del barón de Mauá, en Mercedes, donde desarrolló la estancia Santa Blanca, un complejo agroindustrial. El viñedo ocupaba un lugar privilegiado, para el cual contrató a un reconocido enólogo italiano, Brenno Benedetti. Fue cofundador de la Cámara de Industrias en 1898 (entonces denominada Unión Industrial Uruguaya). Recibió el título de Cavaliere dell’Ordine del Lavoro otorgado por el rey de Italia. Con el paso del tiempo la estancia Santa Blanca fue decayendo y en 1951 fue expropiada por el Estado, que la entregó a la Universidad del Trabajo.
Otros destacados empresarios nacidos en Italia y salidos de la masa de inmigrantes fueron Giuseppe Ameglio (importación y fábrica de licores), Agustino Gamberoni (importación y fabricación de vinos y licores a partir de 1866), Domenico Basso (establecimientos hortícolas desde 1875), Giosué Bonomi (barraca de maderas e industrial, 1850), Giovanni Cavajani (panadería y molinos, 1886), Agostino Deambrosis (jabones y velas, 1863), Angelo Giorello (mueblería, 1868), Santiago Gianelli (molinero, 1849), Antonio Marexiano (fábrica de zapatos, 1860), Nicoló Peirano (molino de cereales en 1882 y luego banquero), Lorenzo Salvo (almacén y tienda, 1867, luego industrial textil), Carlo Anselmi (panadería y fábrica de galletitas), Alberto Montaldo (fábrica de fósforo e importaciones, 1851), o el hijo de genoveses Francisco Piria, un formidable agente inmobiliario desde la década de 1870 (1) (4).
Muchos italianos arribaron sin oficio urbano ni formación en tareas campesinas a las que eran destinados. Otros recién llegados al país eran alistados en las filas del Ejército, para combatir las recurrentes sublevaciones y “chirinadas”. El empresario y cronista Antonio Lussich (1848-1928), quien participó junto a los blancos en la revolución de las Lanzas, narró la desbandada de “gringos” después de la batalla de Paso Severino en 1870 (ver capítulo 31 de esta serie).
Una de las pocas colonias rurales relativamente exitosas se creó por un contrato firmado en 1889 entre el gobierno y una efímera Sociedad Fomento y Colonización del Uruguay, que lideró el empresario Manuel Lessa. Así, cerca de mil inmigrantes, en su mayoría del norte y centro de Italia, y también austríacos, alemanes, suizos y suecos, se instalaron en un nuevo pueblo que llamaron Máximo Tajes, nombre del presidente de entonces, y en 361 chacras de entre treinta y noventa hectáreas cada una, en las inmediaciones de la parada Cardozo del Ferrocarril Central, al norte de Paso de los Toros, en tierras de la sucesión del gran hacendado Carlos Genaro Reyles (1).
En 1900 esa colonia, parcialmente poblada por familias que compraron sus tierras a plazos, tenía “1.200 bueyes aradores, 625 vacas lecheras, 347 terneros, 8.000 gallinas, otras aves y cantidad considerable de cerdos”, además de cinco queserías, reseñó Orestes Araújo en su Diccionario Geográfico del Uruguay. La administración también poseía una trilladora a vapor, segadoras-atadoras, arados e instrumentos agrícolas de todo tipo, además de grandes graneros, galpones, hospital, servicio médico y botica.
El proyecto alcanzó su apogeo alrededor de 1910, Cardozo fue elevado a la categoría de pueblo en 1913, y luego comenzó a decaer. La mayoría de sus pobladores terminaría mudándose a Paso de los Toros (5).
Una parte de esa colonia de 28.200 hectáreas, llamada Río Negro, que se extendía entre los arroyos Cardozo y Cacique Grande, fue cubierta entre 1942 y 1945 por el lago de la central hidroeléctrica de Rincón del Bonete. Pueblo Cardozo hoy está casi vacío.
Otros mil quinientos inmigrantes, mayoritariamente italianos, se instalaron a partir de 1889 en la Colonia Guaviyú, en Paysandú, por iniciativa de una compañía que perteneció al empresario y especulador Emilio Reus. Esta aventura terminó mal muy pocos años después, cuando los colonos fueron desalojados por una comisión bancaria liquidadora.
Las influencias de la cultura popular italiana, llegadas en sucesivas oleadas, son fácilmente comprobables en el lenguaje cotidiano del uruguayo, las prácticas culinarias, la gesticulación, las supersticiones, las normas de trato, la música tanguera, la organización familiar y social, reseñaron Daniel Vidart y Renzo Pi Hugarte (6).
Criminales, prófugos y estafadores
Durante la Guerra Grande (1839-1851) la población de Uruguay se mantuvo prácticamente estancada. Pero luego el crecimiento fue enorme. En 1852 el país tenía 152.000 pobladores (el 25,4% en Montevideo); en 1860, 223.000; en 1879, 438.000; en 1882, 505.000 y en 1892, 728.000 (7). Fue uno de los aumentos más drásticos de población registrados por los países de América del Sur, seguido por Argentina, Chile y Brasil.
Los recién llegados de Europa habían viajado en condiciones penosas, sucios y hambrientos, cuando no mortales, afectados por tifus, cólera, viruela o escorbuto.
El viaje desde los puertos europeos hasta el Río de la Plata demoraba entre dos y tres meses, en tiempos de navegación a vela, y unos 35 días luego de la imposición del vapor, en la segunda mitad del siglo XIX. Solían ser muy pobres: apenas portaban sus enseres personales y, en general, cierta cultura de trabajo y ahorro, aunque no siempre. En la década de 1880 pagaban al menos 10 libras esterlinas (unos 50 pesos uruguayos) por un pasaje de tercera clase entre Vigo, Génova o Burdeos y Montevideo.
Entre los inmigrantes también había desertores de los ejércitos, prófugos de la policía y estafadores de toda laya.
Los legionari Italiani de Garibaldi que intervinieron junto a marinos anglo-franceses en la toma de Colonia del Sacramento a fines de 1845, durante la Guerra Grande, se dedicaron luego al saqueo y las violaciones. La tropa de chasseurs basques, al mando de Jean Brie, que participó en la toma de Paysandú en 1846, continuó sus acciones con asesinatos, pillajes y estupros.
A fines del siglo XIX era común la captación de muchachas en Europa para explotarlas en prostíbulos de Buenos Aires, Montevideo y otras ciudades americanas.
En 1880 un periódico de Bilbao alertó: “Por las montañas de Navarra y las provincias vascongadas andan ciertos agentes reclutando muchachas para llevarlas a Buenos Aires, donde les prometen colocarlas en opulentas casas” y, en realidad, las metían en burdeles (8).
La inmigración desde Galicia fue particularmente fuerte entre las décadas de 1860 y 1880, aunque continuó hasta bien entrado el siglo XX. Los gallegos se emplearon como jornaleros o sirvientes y, cada vez que pudieron, montaron comercios minoristas: bares, almacenes, carnicerías, barracas. Se basaron en estructuras familiares, con pocos dependientes, en general también inmigrantes vinculados por relaciones de paisanaje. Algunos gallegos, como Antonio Barreiro y Ramos, Mario Rodríguez, Juan Abal o Félix Ortiz de Taranco, obtuvieron un gran éxito personal y familiar ya antes del 900. Muchos otros tendrían un firme ascenso social aunque menos notorio (9).
Muchas familias pobres europeas emigraban a crédito. Ya en su destino, debían trabajar para devolverlo, a veces en régimen de semiesclavitud, en tiempos en que aún había prisión por deudas. Crónicas de época hablan de recién llegados desde Europa que pagaban deudas picando piedras durante la demolición de la ciudadela de Montevideo en tiempos de Lorenzo Latorre (1876-1880).
Otra porción menor de esos inmigrantes traía pequeños capitales, después de haber vendido sus fundos y talleres en su lugar de origen. Con ellos iniciaban sus negocios en el Nuevo Mundo, lo que significaba una gran ventaja inicial.
Gente laboriosa y ladrones de todo tipo
“La inmigración aportó un código de valores que convirtieron en «virtud» el trabajo, la austeridad, el ahorro, el sacrificio, la confianza en el progreso; todos esos valores que la reforma educativa del último cuarto del siglo XIX (iniciada por José Pedro Varela en tiempos de Lorenzo Latorre) incorporó como patrimonio de una sociedad moderna”, sostuvo el historiador Alcides Beretta Curi (10).
De hecho, la escolarización masiva impulsada por el Estado se propagó primero en Argentina, Chile y Uruguay, en las tres últimas décadas del siglo XIX, y más tarde por el resto de América Latina. La educación suele ser el resultado del desarrollo económico y, a la vez, una de sus causas.
Pero no toda la población uruguaya poseía necesariamente esos valores “virtuosos” que cargarían los inmigrantes. Franz Hoffmann, un viejo maestro de escuela de Hamburgo, monárquico y conservador, quien pasó cuatro meses de 1868 entre Montevideo, Buenos Aires y Fray Bentos, acompañado de su hijo August, escribió: “Los locales son un pueblo inteligente y caballeroso, pero también vanidoso, haragán e irreflexivo, que no sabe utilizar bien una libertad obtenida de modo demasiado rápido, que tiene condiciones innatas brillantes pero limitadas por falta de buena educación” (11).
Un editorial de la revista de la Asociación Rural del Uruguay de 1890 especuló que el país necesitaba “mejorar su ganadería y sus cultivos agrícolas, y esto no se hace atrayendo las gentes inútiles de la Europa”.
(1) Historia de los pueblos orientales, Tomo III, de Aníbal Barrios Pintos – Ediciones de la Banda Oriental y Ediciones Cruz del Sur, 2008.
(2) Historia económica de Uruguay, de Ramón Díaz, Ediciones Santillana (Taurus) - Fundación BankBoston, 2003.
(3) La distribución del ingreso en el largo plazo (1760-2020), de Javier Rodríguez Weber. Programa de Historia Económica y Social, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, 2024.
(4) El imperio de la voluntad – Una aproximación al rol de la inmigración europea y el espíritu de empresa en el Uruguay de la temprana industrialización 1975-1930, de Alcides Beretta Curi, Colección Raíces / Editorial Fin de Siglo, 1996.
(5) Historia de Paso de los Toros - 1790-1930, de Pedro Armúa Larraud, 1981.
(6) El legado de los inmigrantes (II), por Daniel Vidart y Renzo Pi Hugarte, fascículo 39 de colección Nuestra Tierra, 1969.
(7) La población de Uruguay – Breve caracterización demográfica, de Adela Pellegrino, Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPN), 2010.
(8) Laurak-bat Montevideo 1876-1898, de Alberto Irigoyen – Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, 1999.
(9) La inmigración gallega en Uruguay (1870-1936), de Pilar Cagiao Vila, Universidad de Santiago de Compostela, 2005.
(10) Inmigración europea e industria - Uruguay en la región (1870-1915), de Alcides Beretta Curi, Universidad de la República – Biblioteca Plural 2014.
(11) Cartas guardadas – Correspondencia de August Hoffmann entre 1850 y 1914, de Erna Quincke de Bergengruen. Traducción, notas e ilustraciones de Gerardo W. Quincke – Fundación UPM, 2012.
Próximo capítulo: De cómo la inmigración gringa convirtió a los orientales en uruguayos.
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