Por The New York Times | Rory Smith
El FC Barcelona no puede decir que no se le advirtió.
Ni siquiera ha pasado un año desde la última vez que un comunicado cortante desde el Camp Nou declaró que se había acabado el largo romance de Lionel Messi con el único club en el que ha jugado y, a pesar de todo, aquí vamos otra vez: el mejor jugador de este planeta y también, según toda la evidencia disponible, de cualquier otro se le está yendo de las manos al Barcelona. Haber estado tan cerca de perder a Messi una vez se podría considerar desafortunado. Que sean dos veces se parece mucho a un descuido.
Claro está, el recuerdo de la última ocasión que recorrimos este camino está bastante fresco y hay una razón por la cual sigue siendo difícil imaginar a Messi en un uniforme que no sea el del Barcelona. El cuadro culé es más que su equipo; es su casa. Su vínculo con el club no es simplemente contractual; no se trata solo de un acuerdo comercial.
En agosto pasado, sus hijos lloraron cuando anunció que se iba, cuando llenó el papeleo para completar su fallo provisional, y eso bastó para persuadirlo de quedarse. A todo el mundo le parecía que se iba ir; su postor más apasionado, el Manchester City, estaba esperando, con pluma en mano, por su firma. Cuando tuvo que decidir, se quedó porque no podía irse.
Quizá esta vez todo se solucionará también. Quizá haya una pizca de esperanza de la que todavía se pueden aferrar los aficionados del Barcelona: que sea un acto de riesgo calculado; que el breve comunicado que emitió el club el jueves en su sitio web —en el que declaró que era la “clara intención de ambas partes” que Messi se quedara, que terminara su carrera en Cataluña, luego de echarle toda la culpa de la ruptura de las conversaciones a las crueles reglas de La Liga, por las cuales Messi no se podría registrar como jugador del Barcelona hasta que el club redujera su abultada nómina— sea una señal de que esto es tan solo un juego.
“Las dos partes lamentan profundamente que finalmente no se puedan cumplir los deseos tanto del jugador como del Club”, decía el comunicado. Tal vez el Barcelona está poniendo presión. Tal vez las autoridades cederán, le ofrecerán una solución alternativa al club, harán una excepción tan solo en esta ocasión, como lo han hecho todas las otras veces que el Barcelona o su gemelo, del polo opuesto, el Real Madrid, han estado en problemas. Tal vez Messi se quedará, de nuevo.
O quizá no. Es innegable que esta vez las circunstancias son distintas. El Barcelona ha anunciado que Messi se irá: eso no sucedió el año pasado. Ha publicado un video, los mejores momentos de la que quizás sea la carrera más extraordinaria en la historia reducidos de alguna manera a siete minutos —se podrían hacer siete horas y tan solo se arañaría la superficie—, para agradecerle por sus servicios. Todavía más importante es que, a diferencia de agosto pasado, técnicamente Messi ni siquiera está contratado. Su acuerdo con el Barcelona expiró a finales de junio. Es un agente libre y no necesita de un burofax para demostrarlo.
Sin importar cómo se desarrolle la situación, este es el elemento más curioso de todo el fárrago. Puede ser que todo esto sea o no un ardid para negociar con La Liga, pero no hay ninguna explicación clara para demostrar cómo el Barcelona se encontró en una posición tal en la que se viera forzado a usarlo. Cualquiera que sea la razón, el resultado es el mismo. Durante años, al Barcelona le ha preocupado la presencia de tantos turistas en las imponentes gradas del Camp Nou en los juegos de liga. Es que, como te podrás dar cuenta, los visitantes ocasionales no suelen cantar. Están ahí para observar la atmósfera, no para generarla. En cierto punto, antes de la pandemia, el club creó una nueva sección para cantar que ayudara a mejorar la situación, para inyectar un poco de pasión y autenticidad a la que se había convertido en una experiencia pasiva, una audiencia en vez de una multitud.
Con el tiempo, el Barcelona tal vez extrañe ese tipo de problemas. Después de todo, muchos de los visitantes llegaban a Barcelona para ver a Messi. Muchos —no todos, pero sí muchos— realizaban su peregrinación para verlo tanto como al equipo que lo rodeaba porque sabían que, si él jugaba, el viaje y el costo valdrían la pena. No había ningún partido que no se viera elevado por su presencia, ningún encuentro que no decorara con algo excepcional. El silencio de las gradas era el silencio de la anticipación, como si fuera una grosería perturbar a un maestro mientras trabajaba.
Ahora, habrá silencio en otra parte y, en Barcelona, ante la ausencia de ese silencio solo existirá el más demoledor de los silencios. Y, sin importar qué excusas intente vender el club, sin importar con cuántos dedos señale culpables, solo se podrá culpar a sí mismo.