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Por The New York Times

La llama olímpica derrite la frialdad parisina

Desde hace una semana, a París se le ha subido la adrenalina.

06.08.2024 13:45

Lectura: 8'

2024-08-06T13:45:00-03:00
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Por The New York Times | Rory Smith and Ségolène Le Stradic

Félix Lebrun tiene a la multitud comiendo de la palma de su mano. Levanta los brazos. Le aclaman. Golpea el aire con los puños. El público hace un estruendo. Se pavonea por el estadio lleno a capacidad, merodeando por la pista, disfrutando del ruido y la adulación.

En ese momento, ese primer arrebato de victoria, Lebrun no es un jugador de tenis de mesa de 17 años, con gafas, proveniente de Montpellier. Para todos los presentes, incluido el exhéroe del fútbol francés Zinedine Zidane, Lebrun es una estrella de rock.

Este tipo de cosas han estado pasando mucho en París durante la última semana. En la competencia de esgrima, celebrada en el fastuoso entorno del Grand Palais, los aficionados que agitaban banderas tricolores hicieron tanto ruido que resonó por los Campos Elíseos. Cuando el equipo masculino de Francia ganó el oro en rugby 7, el Stade de France tembló.

Cada triunfo de Léon Marchand en la piscina ha sido recibido con un delirio desenfrenado, no solo en el estadio de La Défense, sino en toda la ciudad. El sonido del estadio de los Inválidos, sede del tiro con arco, ha sido tan fuerte como para despertar a Napoleón.

Desde el principio, la prueba de fuego de estos Juegos Olímpicos iba a ser si París —un lugar que valora la elegancia y porta la indiferencia como una insignia de honor con accesorios impecables— se entregaría al espíritu carnavalesco del evento.

La respuesta resultó ser afirmativa. Desde hace una semana, a París se le ha subido la adrenalina.

Esto podría haber sorprendido incluso a los propios parisinos. Las semanas y los meses anteriores a las Olimpiadas estuvieron marcados por un torrente constante de quejas y angustias, y por las catástrofes aparentemente inevitables que acechaban en el horizonte.

En general, la expectación por el evento era tan baja que el periódico Libération aconsejaba a los “gruñones” parisinos que “inhalaran y exhalar profundamente”.

Mientras leía un libro a orillas del Sena durante una pausa para comer, David Gaud explicó el sentimiento en términos tan parisinos que sería imposible imaginar a alguien expresarlos sin encogerse de hombros con un gesto de indiferencia. “¿Necesitaba esto la ciudad? Tal vez no”, dijo. “Pero ahora París se ha comprometido. Tiene que pasar, y ya. Para que toda la gente que viene de todo el mundo esté contenta”.

Ese aire de fatalismo renuente y desinterés ensayado se evaporó casi instantáneamente cuando Teddy Riner y Marie-José Perec encendieron la llama que elevó el pebetero olímpico del recinto de las Tullerías. Para ese momento, la lluvia que cayó durante la ceremonia de apertura había cesado, y París se sentía como una ciudad en fiesta.

“Muchas de las críticas anteriores no eran más que franceses actuando como franceses”, comentó Anne Brion, quien, siendo francesa, puede decir lo que el resto del mundo solo piensa. “Lo que ocurrió hace cuatro semanas —con las elecciones y todo lo que vino después— fue una verdadera desgracia. La gente quería una distracción. Querían olvidarse de eso durante un tiempo”.

Se puede decir que han aprovechado la oportunidad. Los Juegos Olímpicos han traído consigo una gran afluencia de visitantes de todo el mundo: alrededor de las sedes, repartidas por toda la ciudad, las calles están llenas de banderas chinas, camisetas de fútbol brasileñas e infinitas variaciones de las barras y estrellas de Estados Unidos.

Sin embargo, más que otra cosa, hay banderas tricolores francesas. Banderas tricolores siendo ondeadas desde gradas metálicas provisionales. Banderas tricolores cubriendo hombros. Banderas tricolores agitándose desde bicicletas y balcones. Banderas tricolores pintadas en rostros. Banderas tricolores adornando sombreros.

Cuando no hay banderas tricolores, hay alternativas. La capital mundial de la moda está inundada de camisetas francesas de fútbol y rugby de los últimos 40 años, camisas hawaianas con la cara de la estrella del rugby 7 Antoine Dupont y, lo más popular de todo, gorros con forma de gallo.

“Algunas personas estaban molestas por el costo y los inconvenientes”, comentó Richard Salandre, parte de una multitud que observaba la esgrima en el Grand Palais. “Pero ahora que está aquí, la gente está extasiada”.

De pronto, atletas acostumbrados a presentarse en entornos más tranquilos se encuentran bajo las luces más brillantes. “Normalmente, solo nos ven las chicas que han perdido antes”, explica la esgrimista francesa Auriane Mallo-Breton. “No suele haber una multitud. Es muy tranquilo. Pero ahora tenemos este poder francés”.

El hecho de que Francia haya comenzado con un desempeño tan bueno sin duda ha contribuido a estimular el alma parisina. El país no terminaba entre los cinco primeros del medallero olímpico desde 1948, pero por un momento, el miércoles pasado, se encontró brevemente en la cima, por delante de Estados Unidos y China. Hasta el sábado por la mañana, Marchand había ganado más medallas de oro que Alemania.

Pero aunque eso puede explicar parte de la concurrencia, el fervor no se limita a los estadios olímpicos.

Más de un cuarto de millón de personas han ido a La Villette, un parque ubicado en el norte de la ciudad, para visitar el Parque de las Naciones, donde varios países han establecido centros de entretenimiento. Enormes multitudes han desafiado las altas temperaturas para pasear por los Campos Elíseos, engalanados con motivos olímpicos, y ver el pebetero olímpico —que definitivamente no contiene una llama— por sí mismos.

“París está mejor ahora”, afirma Mathieu Grasland, miembro del autodenominado Colectivo Ultra Lebrun, un grupo (presuntamente pequeño) de aficionados al tenis de mesa dedicados a glorificar tanto a Félix como a su hermano Alexis. “Quizá algunos se hayan ido, pero a los que siguen aquí les gusta el deporte. El metro está vacío. No hay tráfico”.

Para quienes viven en París y han tenido que lidiar con los sinsabores y las molestias de los preparativos de los Juegos Olímpicos, esta es la recompensa.

Se celebren donde se celebren, las Olimpiadas siempre generan la extraña sensación de convertir a los residentes en turistas en sus propias ciudades. Al igual que Londres en 2012, por ejemplo, París tiene un aspecto diferente al que podría tener a principios de cualquier otro mes de agosto y, en consecuencia, también se siente diferente.

A lo largo de los Campos Elíseos se han colocado carteles publicitarios azules y varios puestos de patrocinadores. Las gradas provisionales de los estadios asoman por detrás de la gran cúpula dorada de los Inválidos. Por la noche, desde el Pont Neuf, el resplandeciente pebetero olímpico se ve por encima del Louvre, arrojando una nueva luz sobre la ciudad. Las entradas gratuitas para verlo de cerca se agotan rápidamente.

Por supuesto, no todo aporta tanta belleza a París, pero la transformación tiene el efecto de convertir lo conocido en desconocido. Durante dos semanas y unos días, los parisinos pueden ver París como lo ven los millones de visitantes que vienen cada año.

A los parisinos parece gustarles. La semana pasada, Quentin Alaphilippe fue obligado por su madre (amablemente) a visitar el pebetero. “Me dijo que era una ocasión única en la vida”, explica. “Me pareció genial. Y estaba a reventar”.

Anne Hidalgo, alcaldesa de París, ya ha manifestado su deseo de que el pebetero permanezca en su lugar como parte del paisaje urbano. También ha planteado la posibilidad de conservar tanto los aros olímpicos que adornan la Torre Eiffel como las estatuas de Simone de Beauvoir, Alice Milliat y otros ocho destacados iconos femeninos franceses que ahora se alzan, un poco inquietantes, desde el Sena.

“Estos primeros días de los Juegos son un éxito en todos los frentes”, escribió Gabriel Attal, primer ministro francés, en X. “Los franceses y el mundo no solo los siguen, sino que los viven. Vibran con las mismas emociones que recorren a nuestros atletas y a nuestros campeones. Cada día que pasa es una victoria para todos los franceses”.

Teniendo en cuenta la manera en que julio empezó para Attal —con unas elecciones que le costaron el puesto— el cambio de humor es notable. Pero eso es lo que los Juegos Olímpicos pueden hacer, incluso a una ciudad tan difícil de impresionar como París.

“Hay mucha gente con la que trabajo que pensaba irse al extranjero”, dijo Brion mientras se preparaba para regresar al estadio de tenis de mesa, lista para volver a animar y hacer sonar sus zapatos contra el suelo. “Ahora empiezan a decir que quizá se queden por aquí”.

Aurelien Breeden y Tariq Panja colaboraron con reportería.

Rory Smith

es corresponsal deportivo mundial y reside en el norte de Inglaterra. También escribe el boletín

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