Por The New York Times | Rory Smith
Cuando el Schalke decidió tomar medidas, las tropas ya habían cruzado la frontera, se escuchaba el estruendo del vuelo rasante de los aviones por los cielos y el humo salía de los aeródromos. Con el sonido de las sirenas antiaéreas aullando, y las imágenes de las familias acurrucadas en las estaciones de metro y de miles de personas huyendo desesperadas de Kiev, el resultado de una invasión a gran escala: eso fue lo que motivó al club a actuar.
El Schalke ha estado preparado para tolerar todo lo demás. El club permaneció calmado durante la breve y brutal guerra con Georgia en 2008, o en la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014, o en el derribo de un avión de pasajeros ese mismo año, o cuando envenenaron Serguéi y Yulia Skripal en 2018. El Schalke tampoco tuvo problemas con el apoyo que Vladímir Putin le ha dado desde hace tiempo, incluido el envío de armamento, al régimen asesino de Bashar Al Asad en Siria.
Durante todos esos acontecimientos, las camisetas de color azul real del Schalke estuvieron orgullosamente adornadas con el logotipo de Gazprom, el gigante de la energía que es propiedad mayoritaria del Estado ruso y que, de diversas formas, ha sido descrito como una “herramienta geopolítica” y un “arma politizada” que aprovechan Putin y una facción cuidadosamente seleccionada de sus compinches.
Así ha sido durante 15 años, lo que lo convierte en uno de los acuerdos de patrocinio de mayor duración en el fútbol europeo, desde que Gerhard Schröder, el excanciller alemán que ahora trabaja con Gazprom, sugirió que a la empresa le gustaría invertir en el Schalke.
El hecho de que la longeva relación incomodara a muchos de los fanáticos del club, advirtiendo más de una vez que el equipo era visto como el “perro faldero de un autócrata”, no hizo ninguna diferencia. Los cerca de 17 millones de dólares que la compañía pagaba al club cada año por su principal espacio publicitario, incluso cuando fracasó en su intento por contender al título de la Liga de Campeones y descendió en la Bundesliga, eran suficientes para anular tales escrúpulos. La única justificación que todos necesitaban era la vieja frase que de nuevo salió a relucir esta semana en boca de Serguéi Semak, el entrenador de otro equipo respaldado por Gazprom, el Zenit de San Petersburgo: no se debe permitir que el deporte y la política se mezclen.
Así fue hasta el jueves por la tarde, cuando el Schalke de repente descubrió su brújula moral. El logotipo de Gazprom se eliminaría de las camisetas del club debido a los “acontecimientos recientes”, ese fue el eufemismo que se utilizó en el comunicado del sitio web del club para referirse a la situación en Ucrania. En cambio, cuando sus jugadores salgan al campo para enfrentarse al Karlsruhe este fin de semana, y en partidos del futuro previsible, sus camisetas simplemente dirán: Schalke 04.
Sin embargo, es algo grosero centrarse exclusivamente en el Schalke. Más vale tarde que nunca, después de todo: el club ha hecho lo que ha podido, por poco que parezca, para hacer hincapié en su objeción a la invasión de Ucrania por parte de Putin. Hay muchos otros que ni siquiera han hecho algo similar aún.
El Everton, por ejemplo, cuyo estadio e instalaciones de entrenamiento están patrocinados por USM, el grupo empresarial fundado por un multimillonario ruso y que ahora opera bajo sanciones del Departamento del Tesoro de Estados Unidos; o el Chelsea, que es financiado por un oligarca señalado a principios de esta semana por un legislador británico como un posible objetivo de sanciones; o el Manchester United, que ha guardado un silencio cuidadoso sobre su acuerdo de patrocinio con Aeroflot, la aerolínea rusa respaldada por el Estado, hasta que lo abandonó repentinamente el viernes.
Aun así, ¿qué se puede esperar, cuando los mismos organismos que se supone que representan el juego han sido tan complacientes? La UEFA, al menos, le quitó a San Petersburgo la sede de la final de la Liga de Campeones de este año, algo que al parecer fue más fácil de hacer que anular su propio y lucrativo acuerdo de patrocinio con Gazprom.
Luego, por supuesto, está la FIFA. Oh, la FIFA, cuyo presidente una vez aceptó una medalla de amistad de Putin y afirmó que la Copa del Mundo de 2018 había puesto de relieve cuán equivocada había sido la percepción occidental sobre la cleptocracia despiadada que Putin presidía. El jueves, ese presidente, Gianni Infantino, condenó el “uso de la fuerza en Ucrania” por parte de Rusia, aunque hubo momentos en que las críticas directas no se dieron con mucha facilidad.
Sin embargo, incluso poner a esos equipos, a estos organismos bajo escrutinio, puede ser un poco injusto. La idea de que se debe esperar que cualquiera de estas instituciones tenga una reacción convincente y considerada ante la gran crisis global que se está desarrollando es, en el fondo, un poco absurda. ¿En qué momento decidimos que algo de esto estaba dentro de las virtudes del fútbol? ¿En qué momento el fútbol se convirtió en un pararrayos de la diplomacia internacional? ¿Por qué un problema tan serio se reflejaría a través de la lente de algo tan intrínsecamente trivial como el deporte?
La respuesta, por supuesto, es que el fútbol así lo quiso. O, mejor dicho, que el fútbol decidió hace mucho tiempo que este es un precio que valía la pena pagar, cuando optó por perseguir el dinero, el glamur y el poder a toda costa, cuando optó por abrir sus puertas a cualquiera que quisiera formar parte de él, independientemente de su moral o sus motivos, siempre y cuando tuvieran el dinero, cuando se dejó secuestrar por aquellos que lo vieron no como un fin sino como un medio, no como un deporte sino como un instrumento.
El fútbol no solo les ha dado la bienvenida a todos —los políticos, los oligarcas, los magnates y los Estados nación—, sino que los ha cortejado, agasajado y ha celebrado activamente sus contribuciones. Los ha transformado de parásitos, con la esperanza de adherirse a la gran e inquebrantable pasión que tiene el mundo por satisfacer sus propios intereses, a salvadores, héroes e ídolos, otorgándoles no solo legitimidad sino también adoración.
Y lo ha hecho porque han ayudado a convertir el juego en lo que el historiador David Goldblatt ha definido como el mayor fenómeno cultural de la historia, un mundo de riquezas incalculables y posibilidades ilimitadas, uno que no conoce fronteras y no reconoce ni sus horizontes ni sus arrogancias.
No obstante, eso no es lo peor de todo. Lo peor es que el fútbol no solo ha vendido su moral y su derecho a la inocencia, a la sencillez, sino que también vendió una parte de su alma a cualquiera que pudiera pagarla, no por una gran visión de lo que podría ser o lo que podría hacer, sino simplemente para financiar la inflación descontrolada de las tarifas de transferencia y los salarios, para apoyar una economía que está inflada más allá de todo reconocimiento, y tan congestionada y distorsionada que pone en duda la integridad misma del deporte.
El fútbol no tenía que hacer nada de eso. No tenía que permitirse ser el campo en el que se desarrollaban las rivalidades geopolíticas, o el escenario en el que los oligarcas buscaban poder y prestigio. No tenía que elegir un camino en el que uno de los clubes más grandes de Alemania, propiedad de sus fanáticos, fuera un peón de la politiquería en torno a la construcción del gasoducto Nord Stream 2.
En cambio, podría haber analizado su popularidad en todo el mundo y haberse preguntado cómo podría protegerse de los especuladores y los oportunistas, en lugar de venderse a estos; cómo podrían salvaguardarse los clubes que componen su tejido en lugar de venderse a organizaciones ansiosas por monetizarlo, los que podrían haber diseñado reglas para evitar una fiebre del oro, optaron simplemente por tomar su pico y comenzar a excavar.
Pero el fútbol no hizo eso, y aquí es donde se encuentra ahora: quitándoles los patrocinadores a sus camisetas mientras las sirenas de ataque aéreo resuenan y el estruendo del vuelo rasante de los aviones de combate atraviesa los cielos, muy fuera de su ámbito y más allá de sus límites, tratando desesperadamente de hacer lo posible para tomar una postura, sabiendo muy bien que todo lo que haga es muy poco y ha llegado demasiado tarde.