Por The New York Times | Rory Smith
MALMÖ, Suecia— La advertencia sonaba una y otra vez, primero en sueco y luego en inglés. Se había detectado un incendio. Por favor, evacúen el estadio. Los jugadores salieron del campo. Afuera, llegaban los bomberos. Pero en las gradas, mientras una espesa nube de humo se arremolinaba bajo los focos, nadie se movía. Los aficionados iban a hacer que el juego se realizara por pura fuerza de voluntad.
Era un partido que habían estado anticipando desde hacía algún tiempo. Los dos mejores equipos de la Allsvenskan, la liga élite de Suecia, llegaban al último día de la temporada separados por solo tres puntos. Un capricho del destino, y la planificación, hizo que su último juego fuera entre ellos. El Malmö, de local, tenía que ganar para proclamarse campeón. El Elfsborg, visitante, solo necesitaba evitar la derrota. Se había anunciado como una “guldfinal”: un partido por la medalla de oro.
La idea de que un solo partido decida el destino de un título de liga es cada vez más rara en el fútbol moderno, donde los campeonatos se ganan en el transcurso de una temporada en vez de una final en la que el ganador se lo lleva todo. Esto no ha sucedido en Inglaterra desde 1989, e Italia no ha producido un desenlace de este tipo en más de medio siglo.
También es cada vez más inusual que un título esté en juego cuando la temporada llega a su fin. En los últimos 30 años el fútbol se ha estratificado financieramente de tal manera que muchos torneos nacionales son poco más que procesiones de meses para los equipos más ricos. Suecia, sin embargo, es diferente: un faro solitario de equilibrio competitivo. En cuatro de las últimas seis ediciones de la Allsvenskan, el campeonato se ha decidido al final de la temporada.
Cómo se ha producido eso es una historia de rechazo de la ortodoxia, de cuestionar por qué existen los deportes y para quién. Pero también es una historia sobre lo difícil que es estar solo y de lo frágil que puede ser incluso el éxito más alentador.
Un camino distinto
Las paredes del estadio Eleda de Malmö están llenas de recuerdos de los días de gloria, la época en la que los equipos suecos podían competir con los gigantes de Europa y, en ocasiones, derrotarlos.
En 1979, el Malmö, con un equipo amateur, llegó hasta la final de la Copa de Europa. Sigue siendo el único equipo escandinavo que participa en el partido y en su sucesor, la final de la Liga de Campeones. En la década de 1980, el IFK Gotemburgo ganó trofeos continentales (menos importantes) en dos ocasiones. Todavía en 1994, el IFK venció al Manchester United y al Barcelona en la Liga de Campeones.
Esas victorias resultaron ser una última batalla. La dinámica del juego cambió de manera drástica cuando un torrente de dinero ingresó al fútbol en la década de 1990, primero de las emisoras de transmisión, luego de inversionistas privados y finalmente de oligarcas, corporaciones y Estados nacionales. Las riquezas crearon una nueva clase de potencias nacionales inexpugnables.
“Grandes cantidades de dinero alimentaron a los clubes más grandes”, permitiéndoles construir equipos llenos de superestrellas, dijo Mats Enquist, quien se desempeñó como secretario general del Svenskelitfotboll, o SEF, el organismo que administra las ligas profesionales de Suecia, desde 2012 hasta principios de este año. Enquist dijo que, para Suecia, como para muchos países fuera de los principales mercados televisivos de Europa, fue “imposible seguir el ritmo”.
En lugar de aferrarse a las sombras, la respuesta de Suecia fue, efectivamente, optar por no participar. En 1999, el país consagró por ley la norma de que el 51 por ciento de sus equipos deportivos debían ser propiedad de sus miembros: los aficionados. En 2007, cuando se cuestionó esa regla, los hinchas lucharon ferozmente para protegerla.
“Ese fue el momento en que los aficionados se dieron cuenta por primera vez del poder que tenían”, dijo Noa Bachner, autor de un libro que analiza el rechazo de Suecia a la ortodoxia económica del fútbol.
Sin embargo, ejercían poder sobre un panorama sombrío.
“La asistencia a las canchas estaba disminuyendo, el nivel de juego no era bueno, la liga tenía muchos problemas con los hinchas violentos”, dijo Enquist. Una de sus primeras decisiones fue encargar una encuesta que reveló que solo el 11 por ciento de los aficionados consideraban la Allsvenskan como su competición favorita, muy por detrás de la Liga Premier de Inglaterra y la Liga de Campeones. “No era un buen lugar para estar”, dijo.
Enquist era un recién llegado al mundo del fútbol cuando asumió un papel importante en ese deporte: era empresario de software y un aficionado al voleibol y al golf. Pero su trabajo era solucionar ese problema.
Su solución puso a Suecia en un camino casi herético para el fútbol moderno. Al no poder recurrir a inversionistas ricos, la SEF aprovechó la fortaleza más obvia del país: los aficionados. Ante el considerable escepticismo, las autoridades “tocaron la mano” de los aficionados, dijo Enquist, y se propusieron diseñar una liga que estos quisieran ver, y ver en directo.
Negociaron límites al comportamiento, designando la invasión del campo y el lanzamiento de objetos como infracciones, pero permitiendo un margen de maniobra tácito respecto a la pirotecnia que está al servicio del espectáculo. Persuadieron a la policía de que adoptara una actitud más conciliadora en vez de “tratar a todos los aficionados como posibles hinchas violentos”, como dijo Lars-Christer Olsson, presidente de la liga hasta este año.
Una década después, la transformación ha sido asombrosa. Casi el único entre las ligas de nivel medio de Europa, el fútbol sueco es la viva imagen de la salud. Ha tenido 11 campeones diferentes en 20 años. La asistencia a los estadios se ha duplicado en la última década; este año generó multitudes históricas. Los ingresos de la liga se han triplicado en el mismo periodo. Ahora, más del 40 por ciento de los aficionados suecos identifican a la Allsvenskan como su prioridad.
El partido del año entre el Malmö y el Elfsborg debería haber sido la destilación perfecta de todo ese trabajo, una ilustración de lo que ha hecho de Suecia un abanderado de una versión diferente del fútbol. En cambio, destacó cuán fina es la línea entre empoderar a los aficionados y perder el control sobre ellos.
El inicio de la segunda parte se retrasó 30 minutos cuando los aficionados del Elfsborg se enfrentaron a una fila de agentes de la policía antidisturbios, y luego otra media hora cuando los grupos ultras del Malmö, los aficionados más acérrimos del equipo, lanzaron tanta pirotecnia de contrabando que detonaron la alarma de incendio. Cuando se concretó la victoria del Malmö, miles de aficionados invadieron el campo. Un puñado corrió hacia sus homólogos del Elfsborg y arrojaron bengalas encendidas a sus abarrotadas secciones.
“Hay un pequeño margen”, dijo Pontus Jansson, un defensor veterano que regresó al Malmö este año después de una década en el extranjero para culminar su carrera. “Lo infringieron”.
Para aficionados, por aficionados
Todo lo que ha llegado a ser el fútbol sueco ha sido construido por y para la gente que va a verlo a los estadios. Bachner enumera el comienzo de una larga lista de ejemplos: la ausencia de corporaciones, fondos soberanos y “proyectos multiclub” entre las filas de los propietarios de clubes; inversión sostenida en equipos femeninos; una prohibición no oficial de realizar campamentos de entrenamiento en Estados autoritarios; una regla que establece que la liga debe avisar con al menos dos meses de antelación antes de modificar la fecha de partidos televisados.
Hay cosas que la tradición democrática sueca no puede eliminar mediante votación. El campeonato del Malmö, por ejemplo, significa otra potencial inyección de ingresos de la Liga de Campeones que podría ser suficiente para darle al club —que ya es el más rico de Suecia— una ventaja competitiva insuperable.
Los grupos ultras también plantean un problema. “Parece como si se estuvieran celebrando dos juegos”, explicó Bachner. “Uno en el campo y otro en las gradas, donde estos grupos ven cómo pueden demostrar su poder y no les importa si otras 20.000 personas tienen que esperar mientras lo hacen”.