Por The New York Times | Rory Smith
LONDRES — Se suponía que Todd Boehly era el hombre más inteligente de la sala. En todo caso, esa había sido la narrativa cuando llegó por primera vez al Chelsea, a la Liga Premier de Inglaterra y al fútbol europeo hace casi un año. Era el tipo que había hablado ante una audiencia silenciosa en la Conferencia Global del Instituto Milken. Estuvo en el escenario del foro SALT. Otras personas lo describieron como un “líder intelectual".
Boehly sabía que sus ideas podrían ser percibidas por los tradicionalistas como algo provocadoras. Sugirió un juego de estrellas de la Liga Premier y un torneo de postemporada para descensos. Le dijo al fútbol que podría aprender algo de los deportes estadounidenses, un viejo eufemismo para encontrar nuevas formas de sacarle más dinero de los fanáticos. Evangelizó la idea de comprar toda una red de equipos. Era 2022, por lo que en algún momento habló —bastante más de lo que el tiempo ha determinado era sabio— sobre tókenes no fungibles (NFT, por su sigla en inglés).
A Boehly no pareció importarle la crítica, la resistencia. Probablemente las esperaba, quizás era el precio a pagar por atreverse a perturbar una industria tan temerosa, formal y conservadora como, jum, el fútbol inglés. Tenía un "enfoque moderno basado en datos". Buscó “ventajas estructurales”. Se había dado cuenta de que pagarles a los jugadores por más tiempo de alguna manera los hacía más baratos. Era la vanguardia. Y no sería la vanguardia si fuera cómodo.
Aquí va una actualización rápida sobre el estado actual del Chelsea, un año después de que Boehly y sus colegas menos visibles se convirtieran en sus propietarios: está en el puesto 11 en la Liga Premier, tras haber ganado solo dos de sus últimos 12 juegos; ya va por su tercer entrenador en esta campaña mientras al mismo tiempo busca su remplazo; es 600 millones de dólares más pobre tras embarcarse en la mayor racha de gastos de fichajes de una sola temporada en la historia; y, a partir del martes por la noche, está fuera de la Liga de Campeones, su última y lejana oportunidad de alcanzar la gloria.
No hubo ninguna vergüenza particular en esto último. Al final, fueron unos cuartos de final tan sencillos como el Real Madrid podría haber esperado: una victoria por 2-0 en casa la semana pasada y otra victoria por 2-0 el martes en Londres, una barra baja superada con confianza. Pero Frank Lampard, el entrenador interino del Chelsea, no dijo ninguna locura cuando sugirió que su equipo le había "causado muchos problemas al Real Madrid" durante más o menos la primera hora en Stamford Bridge el martes.
El Chelsea cazó, agobió y desconcertó al Real Madrid, el actual campeón de Europa. Por momentos, al menos. Con una mejor definición, como bien señaló Lampard, las cosas podrían haber sido distintas. Una parte del mérito debería ser suya: fue su despliegue de N'Golo Kanté en un rol más avanzado lo que hizo que el Real Madrid "sufriera" tanto, como admitió Carlo Ancelotti, entrenador del club español. El Chelsea cayó, como siempre, pero lo hizo con el orgullo intacto.
Ese no siempre ha sido el caso durante el primer año de lo que probablemente se describa mejor como la experiencia Boehly. Chelsea ha alimentado durante mucho tiempo cierta racha telenovelesca, una que ha proporcionado un reflejo curiosamente preciso de la naturaleza cambiante de la parte de Londres a la que llama hogar.
En la década de 1960, el club fue el hogar de los reyes de King's Road: elegante, moderno y genial. En la década de 1970, llegaron los rebeldes inconformistas: el club alimentaba una especie de energía alternativa pre-punk. En la década de 1990, fue el hogar de un conjunto de importaciones europeas increíblemente sofisticadas. Y luego, a partir de 2003, Roman Abramovich lo convirtió en una especie de monumento llamativo al poder de los vastos pozos de dinero nuevo que llegaban a la capital desde todo el mundo, Rusia en particular.
Hubo varios puntos en todas esas encarnaciones en las que el Chelsea estuvo peligrosamente cerca de caer en la autoparodia. Abramovich en particular parecía no tener ningún interés en absoluto en presidir un equipo de fútbol sensato y estable. Puede que haya sido o no un “apparatchik” del Kremlin, pero sin duda siempre estuvo sediento de drama.
Despidió entrenadores por no ganar títulos. Despidió entrenadores por no ganar los títulos correctos. Despidió entrenadores cuando ganaron títulos. Nombró al menos a un entrenador a quien los fanáticos odiaban. Nombró a otro porque era su amigo. Hubo una temporada en la que los jugadores fueron los que en realidad dirigieron el club. Hubo luchas internas, politiquería y conversaciones oscuras sobre complots, y todo eso era solo un martes tranquilo para José Mourinho.
En otras palabras, el Chelsea tiene una tolerancia relativamente alta por lo inusual e incluso, a veces, por lo absurdo. Pero hasta para esos estándares, Boehly y su consorcio lo han llevado al límite.
Haber fichado a tantos jugadores que el vestuario en las instalaciones de entrenamiento del club no era lo suficientemente grande para albergarlos a todos no es indicativo de una planificación juiciosa. Tampoco lo es el haber gastado tanto dinero que el club, en ausencia del fútbol de la Liga de Campeones y los ingresos que genera, no solo tendrá que permitir una venta forzosa de jugadores este verano, sino que es muy probable que incumplirá las reglas financieras de la Liga Premier la próxima temporada. Bien podría ser, como sugirió Lampard con lealtad y esperanza, que el Chelsea esté "de regreso" más temprano que tarde: guiado por alguno de la media docena de candidatos a entrenadores que están siendo considerados por los cuatro directores deportivos o equivalentes que emplea, y exhibiendo una plantilla más simple repleta de jóvenes brillantes, con la grasa ya eliminada para dar paso a lo magro.
Como dijo el mismo Boehly el año pasado, la Liga Premier está diseñada de tal manera que brinda a las "grandes marcas" —oh, Todd— varias de sus adoradas ventajas estructurales. Una de ellas es el privilegio de tener dinero para resolver problemas. Otro es un límite a cuánto es posible fallar.
Sin embargo, desde esta perspectiva, la reivindicación final de Boehly y su grupo parece estar demasiado distante. El Chelsea está fuera de la Liga de Campeones. No volverá la próxima temporada. Aún así, hay esperanza. Depende de Boehly trazar el camino de regreso: después de todo, él es, según todos los reportes, el hombre más inteligente de la sala.