Por The New York Times | Rory Smith
El primer día con un nuevo club para un director técnico entrante debe ser abrumador. Debe conocer a toda una escuadra de jugadores, relacionarse con ellos y ganárselos. Debe convencer y, con suerte, comandar una plantilla, que se siente nerviosa de sus intenciones y temerosa de lo que puede deparar el futuro.
Hay horarios de entrenamiento que planear, tácticas que implementar, un montón de videos que ver, para tratar de averiguar qué salió mal —porque, la mayoría de las veces, algo salió mal y por eso tiene ese empleo— y cómo se podría arreglar. Hay corrientes políticas que detectar, alianzas que forjar, enemistades que mitigar. Y no hay tiempo, porque hay un partido que acecha en el horizonte, una primera impresión que dejar.
Y a pesar de todo, antes de todo lo anterior, hay una cosa que parece consumir a todos los entrenadores nuevos, jóvenes y viejos, frescos y arrugados, optimistas y experimentados, una pregunta que se debe contestar antes de que pase cualquier cosa, una decisión que marcará la pauta de su reinado: ¿cuál es su postura, exactamente, en relación con la salsa de tomate?
Pareciera que los entrenadores pasan más tiempo del esperado estableciendo su política precisa sobre los condimentos. A unos pocos días de su llegada al Aston Villa, Steven Gerrard los prohibió. Antonio Conte también hizo lo propio cuando arribó al Tottenham.
Claro está que, al igual que todo lo demás, esta es una maniobra de poder. Es una manera de establecer un dominio sobre todos los aspectos de las vidas de los futbolistas, presentarse como una figura de autoridad, dejar claro que la preparación física es la prioridad absoluta (a la mayoría de los entrenadores, cuando empiezan un nuevo trabajo, les impacta la terrible condición física que parece tener la escuadra de atletas de élite esbeltos y fornidos que de pronto tienen a su disposición).
No obstante, hay una ruta alternativa: la ausencia de condimentos se puede diagnosticar como un problema tanto como su presencia. En los casos en los que el director técnico remplaza a un enemigo extremista de la salsa de tomate, algunos consideran reincorporarla como una ofrenda de paz —en forma de vinagre balsámico—, para la escuadra, una forma de señalar que los días brutales e insípidos del régimen anterior han terminado y que un enfoque de mayor confianza y colaboración ha comenzado.
Por supuesto que la importancia de todo esto es exagerada. Los periodistas se enfocan en detalles menores, como que un entrenador ha prohibido la salsa de tomate, porque —en la interpretación más amable— sirve como una clave ilustrativa y fácilmente comprensible del tipo de entrenador que tienen pensado ser, de una manera más efectiva que detallar el tipo preciso de ejercicios que planean hacer.
Sin embargo, la insaciable obsesión que aparentan tener los medios con los condimentos insinúa una mayor verdad, una que por lo general está sobreentendida, una que coquetea con romper la cuarta pared: como regla, los entrenadores no importan tanto como creemos. La mayoría de las veces, remiendan los bordes, sus decisiones, sus elecciones y sus estrategias en esencia son irrelevantes en relación con la manera en que se desenvolverán en el cargo, su poder no se limita a su propio destino, sino a lo que pueden comer los futbolistas en sus platos fuertes.
Sin duda, esa es la conclusión de casi todos los estudios académicos sobre la influencia de los entrenadores de fútbol. Algunos han entrado en el debate popular: la investigación del libro “Soccernomics” que calculó que un entrenador es responsable de tan solo el ocho por ciento de los resultados de un equipo; los datos contenidos en el libro “The Numbers Game” que más o menos duplicaron esa cifra.
En el ámbito académico, hay estudios que han quedado a la deriva —uno, de 2013, encontró que los entrenadores interinos solían tener más impacto directo en los resultados que los permanentes—, pero han llegado a la misma conclusión general.
Solo los verdaderos grandes, gente como Alex Ferguson y Arsène Wenger, tuvieron un impacto tangible y discernible. Todos los demás estuvieron a merced de factores que en gran medida no estuvieron bajo su control: la potencia financiera de un club, la calidad de los jugadores contratados, la fortaleza de sus oponentes. Solo basta echar un vistazo al París Saint-Germain para saberlo, incluso con un entrenador de alto calibre y una escuadra de alta calidad, a veces la combinación no es la adecuada; debe haber una chispa, algo entre química y alquimia, para que funcionen las cosas.
Sin embargo, esa conclusión no es tan sencilla como parece. El ocho por ciento, el estimado más bajo disponible, tal vez no suena a mucho, pero en el contexto de la élite del fútbol, en particular, es una variable inmensa y difícil de manejar.
Después de todo, este deporte tiene márgenes estrechos: un partido se puede decidir con base en una breve pérdida de concentración, una ligera distinción táctica, una sola decisión basada en el instinto de un jugador brillante. El hecho de que la identidad de un solo miembro del personal pueda cargar con la responsabilidad directa de casi una décima parte del resultado no es prueba de la irrelevancia de un entrenador, sino de lo opuesto.
El Manchester United —sí, de nuevo— es un buen ejemplo. El United tiene una de las escuadras más caras y mejor remuneradas en la historia del fútbol. Se supone que esto debería ser el gran resultado del rendimiento: en teoría, el sueldo de tus futbolistas es la mejor medida para saber a qué lugar te ayudarán a llegar en la liga.
No obstante, en el momento en que Ole Gunnar Solskjaer fue despedido, el United quedó abandonado en el séptimo puesto de la Liga Premier. Había sido humillado por el Liverpool, el Manchester City y el Watford, uno detrás del otro. Había poca o nula cohesión en la defensa, no había ningún plan identificable en el ataque, tampoco una sensación real de que alguien supiera qué se suponía que estaban haciendo.
No todo eso es culpa del entrenador, claro está: la descuidada política de reclutamiento del United y su estructura defectuosa y anticuada fueron los principales culpables. Sin embargo, el hecho de que los problemas hayan sido tan visibles, tan notables con Solskjaer, un entrenador a todas luces fuera de lugar, sirvió como un recordatorio poderoso de que, sin importar la calidad de los jugadores, no son suficientes por sí solos.
También deben tener una organización eficaz: no solo competir con el City y el Liverpool, dos de los cuatro mejores equipos del planeta, sino sobrevivir en contra de un rezagado como el Watford. Después de todo, en un deporte de márgenes estrechos, no se necesita mucho para alterar el orden y hacerlo de forma drástica. Puede parecer que un entrenador que solo es no tiene un gran impacto. Cuando uno ni siquiera cumple esa expectativa, el impacto, como lo hemos visto, es evidente, sin importar qué haga con la salsa de tomate.
Cuando la recompensa llega después de la temporada
Al menos, hay circunstancias atenuantes. El miércoles, en la Liga de Campeones, el Borussia Dortmund llegó a su juego contra el Sporting de Lisboa sin una gran cantidad de titulares de primera: sin Mats Hummels, Giovanni Reyna, Raphael Guerreiro y, claro está, Erling Haaland. Marco Rose, el entrenador, tenía sus recursos tan mermados que ni siquiera pudo cumplir su cuota de sustitutos.
No obstante, el hecho de que la participación del Dortmund en la Liga de Campeones debiera terminar no solo antes de la primavera, sino antes de diciembre, tendría que considerarse como una especie de fracaso. En particular, porque —contra el Ajax, el Sporting y el Besiktas, el campeón turco— el Dortmund casi no podría quejarse de las crueles vicisitudes de un cruel sorteo para la etapa de grupos.
Sin embargo, el hecho de que incluso el grupo haya demostrado ser demasiado difícil de vencer es un indicio de que se ha perdido el equilibrio en el Dortmund. Durante más de una década, el club se ha encumbrado como un paradigma de cómo prosperar en el nuevo mundo del fútbol: el éxito del Dortmund en esencia se ha basado en convertirse en un trampolín para los talentos jóvenes más brillantes del mundo, una estación de paso en el camino hacia la grandeza.
Ese elogio no era inapropiado. Aunque el Dortmund no ha ganado un solo título de la Bundesliga desde 2012, el club ha seguido siendo competitivo —en términos generales— y al mismo tiempo ha vendido o lo han despojado con regularidad de la siguiente generación del fútbol: Robert Lewandowski, Christian Pulisic y, el caso más reciente, Jadon Sancho.
No obstante, hay una sensación de que los rendimientos están disminuyendo todo el tiempo. Aunque se siguen formando estrellas —Haaland se irá el próximo verano y lo más probable es que Jude Bellingham se vaya el que sigue—, los resultados están menguando.
Se sospecha que las prioridades del Dortmund han cambiado: la venta de jugadores ya no es un derivado de integrar un equipo joven capaz de competir, sino que ahora competir es una consecuencia afortunada y ocasional de integrar un equipo joven que se pueda vender. Por supuesto que no llegar a las finales de la Liga de Campeones es un fracaso. Pero ese no era el trofeo que esperaba ganar este año el Dortmund. Su objetivo, más bien, es asegurarse de que Haaland pueda producir un alto rendimiento en el verano. Eso sigue en curso. La cuestión de si ese es el curso adecuado, es otro tema.
Volverá la Superliga
De cierta manera, es el castigo que se merecen. Hace seis meses, los arquitectos de la Superliga europea tuvieron visiones grandiosas y arrogantes de librarse del control indeseado de las burocracias supranacionales sin rostro. Ahora, su idea revolucionaria tan solo existe —apenas existe— en la ciénaga legal del Parlamento Europeo.
No ahondaremos en los detalles de este asunto, porque son, por naturaleza propia, intensamente aburridos: esta semana, la asamblea de la Unión Europea aprobó una resolución que se opone a las “ligas separatistas” y se comprometió a defender lo que describió como el “modelo europeo del deporte”. La moción fue no vinculante, así que no tiene consecuencias materiales, pero representó otro revés para la camarilla de clubes que se rehúsan a dejar el tema en paz.
Sin embargo, antes de que celebren a gritos los distintos aliados intranquilos que se unieron para contener la revuelta, vale la pena considerar la situación —tal como es ahora— en la Liga de Campeones. Los cuatro equipos ingleses han pasado sin problemas a pesar de que, en tres casos, apenas sudaron, y en otro, el de Manchester United, el desempeño no fue muy bueno.
Eso contrasta totalmente con la realidad de la vida de sus contrapesos tradicionales del continente. La Juventus ya pasó, pero la humilló el Chelsea. Tanto el Atlético de Madrid como el Barcelona podrían quedar descalificados. Alemania y España podrían tener tan solo un representante en los octavos de final.
Las dinámicas son muy claras: Inglaterra ha salido ilesa de la pandemia —como lo atestiguó el acuerdo de televisión multimillonario que firmó la Liga Premier con la NBC la semana pasada—, pero ese no ha sido el caso para la mayoría de las ligas importantes de Europa. Un puñado de equipos, entre ellos el Bayern de Múnich y el París Saint-Germain, tal vez no ha perdido terreno, pero tampoco ha ganado. No obstante, para la mayoría, la brecha que se había abierto entre Inglaterra y el resto, de pronto se ha vuelto un abismo.
En los últimos tres años, ya ha habido dos finales de la Liga de Campeones entre equipos ingleses. Las corrientes económicas que rodean el juego brindan una enorme posibilidad de que haya muchas, pero muchas más en el futuro cercano.
Las cosas como son: eso no es sano para el fútbol en general. Sin duda no es sano para las principales potencias de Europa. Cada vez más equipos lo reconocerán en las temporadas por venir. La idea de una Superliga —una que excluya a los equipos ingleses— tal vez no se quede mucho tiempo estancada en el Parlamento Europeo.