Una responsabilidad básica de los líderes políticos es encauzar las diferencias, los prejuicios e incluso el odio en un sentido positivo. De ello depende la convivencia: la calidad de vida. El mundo está lleno de líderes ahora que, en lugar de canalizar el odio por un camino de bien, lo estimulan para usarlo en su favor, parados sobre las llamas.
Uruguay no es inmune a los vientos sectarios que soplan en el mundo. Este pequeño país, en que casi todos se conocen, hace más de medio siglo estuvo partido en dos bandos por ideas radicales y le salió muy caro.
Ese no parece ser un problema central ahora. Es cierto que hay síntomas de exasperación y de fragmentación política. Pero los líderes políticos y sindicales se pavonean y riñen en este año electoral sin que la sangre llega al río.
En parte es así porque hay memoria histórica y una pizca de sabiduría. Y en parte porque, como es habitual, la próxima elección nacional la resuelve el centro del espectro político, que no confía en experimentadores ni en radicales. La opinión independiente, que define su voto según cada elección, es pequeña pero decisiva.
En Uruguay no parece haber nada parecido a un estado de desilusión general como el que promovió el surgimiento del kirchnerismo en Argentina, que destruyó la economía, o del chavismo en Venezuela, que destruyó la economía y el sistema democrático.
Uno de los mayores temores de la opinión independiente es la tosquedad de cierta derecha y sus tendencias autoritarias; o bien la veneración de cierta izquierda por los líderes “fuertes” y la experimentación populista.
La indigencia de las propuestas es alarmante; en parte porque faltan ideas y en parte porque nadie quiere arriesgar. Entonces predominan las vaguedades, los sermones moralistas, las “filtraciones” unívocas, los forcejeos en el barro y que fulano le responda a mengana.
Es probable que el ambiguo Yamandú Orsi, con un discurso insustancial, le gane la elección interna a la más dura y dogmática Carolina Cosse, quien deja detrás de sí una Montevideo un poco más decadente y sucia.
Pero la elección nacional será otra cosa. No le ha sido fácil en el último siglo el acceso al gobierno nacional a ningún dirigente político del interior del país, con excepción del canario Tomás Berreta en 1946 y poco más.
Álvaro Delgado, el probable rival de Orsi, pertenece al segundo partido en importancia, demasiado débil en la capital y su área metropolitana, un pequeño territorio en el que reside el 50% del electorado.
El macrocefalismo: la concentración de la mitad de la población dentro de un radio de 30 kilómetros a partir de la plaza Libertad es una de las extravagancias uruguayas y uno de sus más graves problemas.
La opinión independiente más liberal reprocha a la coalición gobernante su falta de valor para hacer cambios más sustanciales en materia de desregulación y apertura económica, y de control de la delincuencia. Los delitos en general han bajado, aunque no de raíz, y los homicidios son muchos, porque las causas profundas están intactas: culto a la violencia, narcotráfico, fragmentación social, deserción del sistema de enseñanza, escasez de oportunidades, insuficiencia y corrupción policial.
Otro de los graves problemas de Uruguay son el burocratismo y la incompetencia del Estado, ese gordo al pedo, al decir de José Mujica. Y parecen problemas insubsanables dada la confianza casi naif de muchas personas en las posibilidades del Estado; y más todavía por el conservadurismo de pasivos y funcionarios, que suman 1,1 millón de personas en 2,7 millones de habilitados para votar.
Pulsar los miedos de jubilados y funcionarios ha sido un factor político decisivo desde mediados del siglo XX.
Las elecciones internas del domingo 30 de junio, que parecen estar resueltas en los dos principales sectores, no pueden competir en interés con la Copa América de fútbol. Pero la campaña se volverá más intensa y agobiante desde la segunda mitad de julio, cuando se pongan en juego el Parlamento y la Presidencia de la República.
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