Debido a una tormenta eléctrica, el avión salió con un atraso de cuatro horas. Tras un poco placentero vuelo de 122 minutos de duración, llegamos a destino a las 3:20 de la madrugada, todos muy bien despiertos, pues desde el despegue hasta el aterrizaje la turbulencia fue feroz. Una inyección de adrenalina para los aproximadamente 200 ocupantes del Boeing. A esa hora, el aeropuerto de St. Louis, Missouri, estaba vacío. Por consiguiente, no resultó difícil conseguir un taxi para regresar a mi hogar, dulce hogar. En esa terminal aérea todos los taxistas son africanos. El que me tocó era oriundo de Eritrea, país con nombre poético. Después de preguntarme a dónde iba, me preguntó lo que tantas veces he tenido que responder: en qué país había nacido. Cuando le dije que venía de Uruguay, volvió a preguntarme que dónde quedaba ‘eso’. Where is that?!! ‘South America’, respondí, aunque con el cansancio que tenía podría haber dicho ‘África”. Se quedó callado. Supuse que no tenía ni idea dónde quedaba tal lugar tan al sur que los chinos denominan Wulagui (es la única palabra que puedo pronunciar correctamente en mandarín). La gente no es de prestarle mucha atención al contenido de los mapamundis. Luego de un silencio que se prolongó por dos cuadras en plena oscuridad, de pronto el eritreo al volante dice gratamente sorprendido: “Uruguay, Rubén Sosa, Lazio”. La historia sucedió a mediados de la década de 1980.
Cuatro cortos vocablos bastaron para entrar en sintonía con el chofer afro, procedente de un país pobrísimo y por entonces en guerra fratricida. En los años 80, gloriosos por su música, lo único que la gente medianamente informada del mundo conocía de Uruguay eran algunos individuos atléticos que se ganaban la vida corriendo detrás de un balón vestidos con pantalón corto, unos poquísimos futbolistas, siendo Sosa el referente. Al tiempo surgieron otros, y más, hasta más futbolistas. La lista aumentó: Forlán, Suárez, Cavani, Godín. Para que alguien supiera un cachito de nosotros dependíamos de la intermediación de un referente del entretenimiento lúdico; el fútbol nos libraba de la inexistencia y posibilitaba conversaciones con desconocidos que nos reconocían: ‘ah, sí, sé dónde es’. De la misma forma que los países árabes son un pozo de petróleo, Uruguay es un pozo de donde salen jugadores de fútbol. Sin embargo, un nuevo actor ha venido a superar el protagonismo mundial de los futbolistas.
Semanas atrás vino a casa un laburante a arreglar la calefacción, un muchacho mexicano que nunca terminó la educación primaria, pero es el Einstein de las calefacciones y los aires acondicionados. Lo conozco hace tiempo: honesto y genuino, bastante callado. Al concluir lo que había venido a hacer, Lauro me dice como quien se anima y lo hace: “dígame, usted es de Uruguay, del país del avión que se cayó, ¿no?” La pregunta me tomó desprevenido; no sabía a qué avión se refería. Estaba hablando del bimotor Fairchild FH-227D que se estrelló en los Andes. Tuvimos un ping-pong de pregunta va, respuesta viene, y comentó que la película los había conmovido a él y a su esposa, católicos ambos. Días después, en situaciones casuales de la vida cotidiana, otras cuatro personas de nacionalidades distintas, entre ellas una doctora de India y un estudiante de Estonia, me encararon para hablar del mismo tema, de la película y de Uruguay (afortunadamente, no de los futbolistas uruguayos).
A raíz del estreno del filme, que con disfrute y admiración todos ellos habían visto en Netflix, nació una curiosidad amplia por Uruguay, su gente, sus costumbres, su historia. Rubén Sosa, Forlán, Suarez, Cavani, Godín, etc., han perdido este partido por goleada. Hay muchísima gente en el planeta para la cual el fútbol no existe. La sociedad de la nieve, en cambio, ha conseguido despertar empatías universales a partir de sentimientos que cualquier ser humano puede reconocer y hacer propios. El padre del pintor uruguayo con mayor reconocimiento mundial, Joaquín Torres García, era catalán. Otro catalán como el Barça y la crema catalana, J. A. Bayona, es el padre de la nueva imagen global asociada a Uruguay. Con meticuloso detallismo consiguió que La sociedad de la nieve sea un producto artístico de memorable resolución estética, y no solo por estar basado en hechos verídicos acerca de gente que sufre y protagoniza lo que los diccionarios denominan ‘milagro’, porque de otra forma, cómo se explica. El héroe secreto, quintaesencia de una identidad posible, es el otro yo nacional que todos llevamos dentro y que cada tanto se anima a caminar en la cuerda floja. De la misma manera que nos preguntamos admirados cómo Simone Biles puede hacer semejantes acrobacias en el deporte con mayor nivel de complejidad, la gimnasia, la misma pregunta en tono de incredulidad nos hacemos ante el logro que representa una película que por derecho de conquista se sumó al acervo espiritual de los días actuales. ¿Cómo pudieron?
Para empezar, quien tenga mínimo conocimiento de cine sabe lo difícil que es filmar en la nieve. A la gran mayoría de las películas filmadas en ese inhóspito espacio de helada blancura se les nota la costura: las escenas de acción con mayor octanaje de adrenalina fueron elaboradas —no filmadas— con efectos especiales. En este aspecto, el grado de complejidad técnica alcanzando por Bayona & equipo sobrepasa la esfera de lo notable, para transformar la realidad en un sitio abrumadoramente verídico. En el complejo proceso para redondear una manufactura formal impecable en condiciones altamente desafiantes, destaca la mano de un obseso amante de su arte. Si no gana el Oscar es porque la película está hablada en el castellano de América, y los votantes de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas son monolingües con un zapato en el oído. Cualquier lengua que no sea inglés es considerada extraterrestre.
Está presente, además, consecuencia directa de la increíble historia de supervivencia, el no tan velado tema de la identidad y modo de ser de los ciudadanos de un país, que al espectador extranjero le ha resultado interesante, aunque previamente no supiera dónde queda. Mario Benedetti, autor al que dedico un capítulo de mi libro tSURnamis, vol I. (Buenos Aires, Mansalva, 2017), escribió sobre los uruguayos un opúsculo malísimo —y me quedo corto con el elogio—, El país de la cola de paja (1960), en el que algún despistado, seguramente compinche ideológico del autor, ha visto un ‘tratado de sociología’. Yo solo encontré una sarta de irreparables desaciertos, con algunas perlitas del simplismo al cubo; “Basta de guarangos, de viveza criolla, de garra celeste”. Uruguay dista de ser el país que Super Mario presentó con rampante miopía, y hasta mojigatería, en su casi olvidada obrita.
Aunque resulte insólito, pues se trata de una opción de entretenimiento masivo y no de un ‘tratado de sociología’, identitariamente los uruguayos somos más como los personajes de La sociedad de la nieve, y no como aquellos a los que alude Benedetti con grisura, por más que un rebaño de resentidos por el origen socioeconómico de los supervivientes haya tratado de encontrarle cinco patas al gato, el cual, por cierto, ¡ojo al piojo!, no es gato sino liebre. Ni futbolistas famosos que se enriquecieron en ligas europeas, ni José Mujica con sus comentarios seudo filosóficos de supina obviedad, ni Lacalle Pou con su tabla de surf y su bronceado estilo hawaiano, han contribuido a redimensionar en el exterior la imagen del país, tal como lo está haciendo una película hablada en español-uruguayo, y dirigida por un catalán. Un país sin montañas ni cola de paja encontró en las nevadas alturas andinas una imagen colectiva de la cual aferrarse para darse a conocer un poquito mejor.