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Contenido creado por Paula Barquet
Zona franca
OPINIÓN | Zona franca

Una noche cualquiera en la escalinata del Banco República

Es difícil hablar de nuestras miserias cuando ni siquiera tienen nombre.

Por Fernando Butazzoni

30.08.2024 12:01

Lectura: 5'

2024-08-30T12:01:00-03:00
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Llevan una vida tan extraña que no hemos podido encontrar una palabra que la defina con sencillez y precisión. Al que pide monedas en las esquinas le llamamos mendigo. Al que nunca se baña le decimos mugriento. Quien va por la calle perorando contra adversarios imaginarios es calificado de loco. El que revuelve los contenedores de basura en un hurgador. Hay decenas de adjetivos despectivos para cada conducta que se aparta de la norma urbana. Pero hay gente que hace todas esas cosas, y también hace más, muchas más. A esos los llamamos, con primorosa hipocresía, personas “en situación de calle”.

Cuatro palabras que pretenden disimular nuestra propia miseria, la de quienes no vagamos por la ciudad, sino que estamos en situación de casa o casita o apartamento o pensión o rancho o mansión o cuchitril, no importa. Y no importa porque en ese lugar, pobre o rico, tenemos algo de comida, un lecho para dormir y un poco de agua caliente. Cuando andamos por la ciudad, trabajando o no, sabemos que al caer la noche tendremos un sitio donde ir. Ni más ni menos que eso: un sitio donde ir.

En Uruguay, quienes están “en situación de calle” son cientos, miles. Muchos con el cerebro ya achicharrado por la pasta base. Desde mi atalaya frente a la plaza de los Bomberos apenas si puedo ver a unos pocos (diez o quince), pero los observo desde hace años, noche tras noche, madrugada tras madrugada, amanecer tras amanecer. A veces hablo con ellos y a veces los evito. Acampan en varios lugares de los alrededores, aunque el sitio favorito es la escalinata de acceso al Banco República, en la esquina de 18 y Magallanes. A media tarde comienzan a llegar a la zona con sus petates en unos destartalados carritos donde cargan su casa, un hogar móvil de cuatro rueditas que no paga impuestos. Hombre y mujeres y niños y niñas y perros y perras. Al atardecer están instalados. En la otra punta del edificio, junto a la calle Minas, el panorama es similar.

El lugar donde acampan es al aire libre pero techado. Tiene diez escalones de granito que dan acceso a una pequeña explanada coronada por tres mástiles, en uno de los cuales se iza a diario el pabellón nacional. Piedra, metal y vidrio a la vista de la ciudadanía que pasa apurada, sin verlos. Si uno se detiene a pensar, descubrirá que la escena es absurda: un edificio de líneas modernas, bien iluminado, con inmensas paredes de vidrio, ubicado en una avenida desbordante de tránsito, con estudiantes y catedráticos universitarios que van y vienen (hay cinco facultades en un radio de 400 metros); con vendedores de garrapiñada y gente que va al cine de la esquina y luego espera el ómnibus ahí, a unos pasos apenas; con modernas luminarias en lo alto, cámaras de vigilancia, frondosos árboles en la plaza de enfrente, comercios donde beber y comer hasta hartarse (un McDonald’s, un Starbucks, un Mostaza), deliveries que pasan cual rayo en sus motitos. Y ellos ahí, con sus andrajos.

La vida bulle, se agita. Ellos y ellas tranquis en la escalinata del banco. En ocasiones llega una camioneta blanca con unos recipientes enormes llenos de comida caliente. Estaciona enfrente, en la acera de la plaza. Hay alborozo, una cola bastante ordenada, guiso, pan, platos térmicos, cucharas de plástico. Un poco de dignidad de vez en cuando no viene mal. Los acampantes regresan a la escalinata hechos más personas. A veces hay algún tumulto, unas puteadas, y aparece un patrullero.

Por la mañana, a primerísima hora, los que se refugian en la escalinata del banco deben abandonar el lugar. Apenas amanece, una cuadrilla de limpieza del banco se pone a borrar hasta la última huella de la ignominia: manguera, jabón líquido, escobillones, lampazos. Trabajan rápido y bien. Se quejan: “Vómitos, mierda, sangre, condones. De todo encontramos”. Una limpiadora jovencita agrega: “Pobre gente”.

Como a las nueve la escalinata luce impecable. Impolutos sus granitos, sus mármoles, la bandera a tope. Ni rastro de esas personas tan extrañas que se hallan “en situación de calle”, situación que según la propuesta de un ex ministro hay que prohibir por ley. Su idea es que quienes se atrevan a dormir en algún lugar público sean considerados delincuentes, arrestados y llevados por la Policía ante un fiscal, quien pedirá una pena de “trabajo comunitario”. El juez del caso estudiará el asunto y dictará sentencia. Es raro, diría Tim Walz.

Vidas extrañas las de esas personas “en situación de calle”, que no tienen dónde vivir y se dedican a deambular por la ciudad más allá de cualquier esperanza, comiendo las sobras que les damos y soportando todas las intemperies y todas las violencias imaginables. Y vidas extrañas las nuestras, que compartimos con ellos ciudad, gobierno y aire, suelo y cielo, o sea la patria. Los tenemos al lado a esos compatriotas, casi sin verlos, como si no existieran. O al revés: como si ellos fueran la prueba abrumadora de esa culpa nuestra que nos negamos a admitir y a la que ni siquiera le pusimos nombre.

Por Fernando Butazzoni