A veces, cuando surge la pregunta sobre qué escribir en este espacio, me viene a la memoria una cena inolvidable que compartí hace muchos años con dos columnistas de renombre. Confieso, no sin cierto pudor, que al momento de sentarme a la mesa no tenía idea de quiénes eran esos personajes. Uno se llama Juan Cruz, el otro Manuel Vicent. El primero fue de los periodistas fundadores de El País de Madrid. El segundo integra su plantilla desde 1981. Ambos con largas trayectorias y premios literarios.
La editorial Santillana fue la responsable de aquella invitación tan singular. Tomás de Mattos, Claudia Amengual y Gerardo Caetano eran también comensales valiosos de aquella velada.
Mientras las conversaciones se cruzaban entre los comensales observé que Juan hacía anotaciones en una pequeña libreta sin dejar de participar de la charla. Manuel permanecía más bien callado y cada tanto se expresaba con frases cortas. Solo una vez se permitió contar una anécdota que sucedió en su pueblo valenciano al fin de la guerra civil española, cuando él apenas tenía 3 años y un “pelín”. Contó que su abuela estaba haciendo el típico cocido para el almuerzo mientras se oían estruendos y tiros cada vez más cercanos. El ejército republicano defendía arduamente la provincia pero los nacionales avanzaban paso a paso. La abuela, como si nada, revolvía pacientemente el menjunje dentro de la marmita, callada y atenta. Hasta ese momento —aclaró Manuel— ella estaba contra “los rojos” y mantenía esperanzas de que fuesen derrotados. De pronto, un balazo destrozó el vidrio de la ventana, zumbó en el aire y terminó estrellándose contra el recipiente donde el cocido estaba casi pronto. La cazuela se partió y su contenido se desparramó sobre el fuego. Contó Manuel que se hizo un silencio pétreo e incómodo. Todos estaban con miedo pero la abuela solo atinó a preguntar a qué bando pertenecía el disparo. Alguien le informó que vino del lado de los Nacionales. Ella guardó silencio y se puso a limpiar el zafarrancho. Al otro día, cuando los falangistas desfilaron victoriosos frente a su casa, la abuela salió salió al portal y les dio la espalda.
Los comensales quedamos conmovidos. Recuerdo que Juan Cruz comentó:
—Manuel, tus anécdotas son siempre breves.
Vicent sonrió y le dijo:
—¿Qué quieres? Tantos años escribiendo columnas de mil novecientos ochenta caracteres me han modelado el relato.
Todos nos reímos con ganas y al otro día Juan Cruz nos dedicó una crónica en su espacio en El País madrileño.
Años más tarde, buscando en internet en qué andanzas estaban estos personajes entrañables, encontré un fragmento de los escritos de Manuel Vicent que reza así:
“Para que todo el universo quepa en una columna de 66 líneas a 30 espacios es necesario desechar lo que sobra: planetas, estrellas, galaxias, el vacío que existe entre ellas con su silencio de piedra pómez. Hay que quedarse solo con lo esencial: con las grandes pasiones que mueven al alma de unas hormigas, con las horas infinitas que invierten los muertos soñando. Una columna de periódico debe ser el reloj de arena que filtre la memoria de ese deseo que el lector sentirá mañana”.
Entonces no puedo dejar de preguntarme si tal proeza será posible.
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