Las elecciones parlamentarias del domingo 27 de octubre arrojaron en esencia un empate entre los dos grandes bloques políticos en que se divide Uruguay. Fue un baño de humildad para la izquierda, que esperaba una mejor votación, y cierto renacimiento para Álvaro Delgado, candidato del principal partido oficialista, a quien se le administraban los últimos sacramentos.
El gobierno no era tan malo después de todo y el Frente Amplio, la coalición que predomina desde 1999, ya no enamora como antes. Su candidato, Yamandú Orsi, es favorito para el balotaje del próximo domingo 24, aunque su primacía dista de ser abrumadora (y segura). Después de haber gobernado 15 años, el Frente Amplio sólo puede prometer más de lo mismo: un poco de ruido y un poco de nueces, al modo de los partidos más antiguos, el Nacional y el Colorado.
A favor del oficialismo, que Delgado representa, hay una economía en firme recuperación tras la pandemia y la sequía, con empleo y salario acordes, y una seguridad pública en mejoría que sin embargo no escapa a la desesperanza general.
Delgado ahora trata de fidelizar los sufragios del amplio abanico oficialista que, en teoría, son mayoritarios. Pero los candidatos del Partido Nacional nunca lograron retener en segunda vuelta a todos los votantes de sus socios políticos; en tanto el Frente Amplio creció entre la primera vuelta y el balotaje un mínimo de 4,4 puntos porcentuales, como en 1999 y 2009, y aún más en las segundas vueltas de 2014 y 2019.
La fórmula Orsi-Cosse procura pellizcar votos de colorados y de votantes de partidos menores que eventualmente rechacen a Delgado-Ripoll; y sobre todo a los 65.796 votantes de Gustavo Salle, el 2,7% del total, quien reunió desde antisistema y marginales de izquierda a conspiranoicos y nacionalistas de derechas.
La apatía es la mayor en al menos 70 años. Los ciudadanos no parecen demandar un cambio sustancial en nada sino retoques, aunque la inseguridad pública sigue a la cabeza de las preocupaciones.
Por lo pronto, nadie tendrá mayoría automática en el parlamento, salvo acuerdos que aún no se han trazado, y el Frente Amplio dispone de un efectivo poder de veto en el Senado. Esta situación pondría al parlamento en un primer plano. Pero su destaque no debe exagerarse. Uruguay tiene un régimen semi-presidencialista, en parte para cerrarle el paso a un Poder Legislativo proclive a aumentar gastos y a conceder privilegios. El Poder Ejecutivo posee prerrogativa exclusiva para una serie de decisiones, como exoneraciones de impuestos, establecer salarios mínimos o fijar precios de servicios de empresas públicas.
Será más difícil aprobar leyes. Y puede ser una buena noticia. Por un lado, obliga a negociar entre bloques, partidos y partiditos. Desde otra perspectiva, en este país sobran leyes, al menos leyes intrascendentes o entorpecedoras, y escasean liderazgo, gerenciamiento y ejecución.
En otras palabras: hay muchas leyes para casi cualquier cosa, pero falta voluntad de aplicarlas.
¿Alguien cree que faltan leyes contra la delincuencia, por ejemplo? Básicamente todo ha sido previsto y legislado ya desde la Antigua Roma. El único vicio auténticamente nuevo es la velocidad.
En Uruguay suele evaluarse la calidad de un Parlamento en un período determinado según la cantidad de leyes que aprobó. Es absurdo. El activismo legislativo, que arroja multitud de nuevas reglamentaciones, es mal síntoma. Importa la calidad de las leyes, lo que es más difícil de evaluar, y no su cantidad.
Históricamente Uruguay ha sufrido más daños por la superabundancia de leyes, y por el incumplimiento de algunas, que por su escasez.
En sus 15 años de predominio absoluto, con mayoría parlamentaria, el Frente Amplio aprobó todas las leyes que creyó necesarias para contribuir a una sociedad mejor y más justa. Sin embargo padeció enormes fracasos en frentes cruciales como el delito o la enseñanza pública, lo que contribuyó a su derrota en 2019, junto a la languidez económica y el creciente desempleo. El actual oficialismo metió en su ley de urgente consideración (LUC) de 2020 toda clase de nuevas reglamentaciones, algunas de significación y otras irrelevantes.
Claro que hay leyes importantes en las que pensar. Por ejemplo, una que adecue automáticamente la edad mínima de jubilación según el avance de la esperanza de vida promedio en el país, al modo europeo, para no tener que reabrir la discusión cada pocos años. Pero es improbable que alguien desee abrir la caja de Pandora del sistema jubilatorio, salvo in extremis, cuando se esté con el agua al cuello.
Uruguay debería erradicar la burocratización y el expediente napoleónico, que lo asfixian, e inspirarse más en el pragmatismo anglosajón. También debería abrirse comercialmente al mundo y no sólo al Mercosur, a la manera que lo hizo rico durante el siglo XIX. Pero nada de eso acontecerá. Faltan convicciones y valor para enfrentar miedos y las sacrosantas bases de nuestra medianía.
Para colmo de males el mundo se está volviendo más temeroso y cerrado, como durante la Guerra Fría. “Quitando amor y religión, arancel (impuesto aduanero) es la palabra más hermosa que existe”, afirmó Donald Trump, futuro presidente de Estados Unidos, durante su campaña electoral. Él promete una guerra comercial con China y con México. Más fronteras, más muros.
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