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Contenido creado por Paula Barquet
Zona franca
OPINIÓN | Zona franca

Relato sobre un encuentro con el coronel Aureliano Buendía

Nada le permitía vincular esa molestia nocturna con un ataque al corazón, pero él igual concluyó que estaba a punto de morirse.

Por Fernando Butazzoni

19.07.2024 13:32

Lectura: 5'

2024-07-19T13:32:00-03:00
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Sintió apenas un ardor en el borde de la axila. Esa fue la primera señal. Despertó a las dos de la madrugada con la boca seca y una sensación de ardor en la axila izquierda. Se incorporó despacio para no molestar a su mujer y fue hasta la cocina, alumbrado por el resplandor que llegaba a través del ventanal del living. Tras encender la luz, respiró hondo y se sirvió un vaso de agua. Luego de beber un trago se puso a toser con energía y el ardor desapareció por completo: ya no estaba ahí, como si hubiera sido un mal sueño.

Un minuto después, sin embargo, mientras intentaba sin éxito manotear una fruta de la cesta ubicada junto a la heladera, el ardor regresó. Le dolía. Acaso era un poco más intenso pero siempre allí, en el hueco del brazo protegido por su camiseta afelpada. Un fulgor repentino lo llevó a evocar los golondrinos que martirizaban los sobacos del coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad. El doliente no pudo entender de dónde salía ese recuerdo, pues nunca fue un lector entusiasta de García Márquez. Ni siquiera le caía simpático. Sin embargo, con rapidez de vértigo le vinieron a la memoria unas palabras que describían al coronel Buendía como un hombre “más atormentado por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus sueños”.

Entonces le llegó el vaticinio. Desistió de su afán por alcanzar la cesta de las frutas porque se dio cuenta de que estaba haciendo un infarto y se iba a morir. Así entró la realidad en esa madrugada de su vida. Lógica y pura: la gran verdad de su desgracia, la mugrienta parca, se le aparecía de nuevo en todo su esplendor, esta vez acompañada por un personaje de novela.

Los forúnculos en las axilas del coronel Buendía no tenían nada que ver con eso que pasaba en la noche de Montevideo, a miles de kilómetros de cualquier hipnótico Macondo. No hubo un razonamiento, ni un saber adquirido a través de algún libro. No hubo un dato previo, ni anécdotas de parientes o amigos. En rigor, no hubo nada que le permitiera vincular ese ardor en la axila con un ataque al corazón, pero él lo acababa de comprender con una certeza absoluta: estaba a punto de morirse. Era el 20 de mayo de 2024 y el reloj digital en el microondas marcaba las 2:06.

Fue ahí que el tiempo se le enroscó como una serpiente. El dolor era intenso. Sin prisa, ceñido por un miedo de color blanco que tenía algo sobrenatural, caminó por el pasillo de la cocina hasta el dormitorio para despertar a su mujer y pedirle que llamara a una emergencia. Estaban los dos solos en plena madrugada, rodeados de silencio. Ya viejos, con hijos y nietos en sus propios domicilios, el mundo les quedaba demasiado lejos.

Conocía ese pasillo de memoria, a tal punto que podía recorrerlo con los ojos cerrados. Sin embargo lo hizo despacio, con una cautela desmedida, quizá porque el cuerpo no le respondía del todo o porque le repugnaba la idea de acabar su vida tirado sobre el parqué. Un bulto, una mala memoria que habría de perdurar atravesada en ese sitio quién sabe durante cuánto tiempo.

Llegó a la puerta del dormitorio y dijo algo, una frase que bastó para que su mujer saltara de la cama hecha un torbellino de eficacia. Un rato después ya estaban los dos, acompañados de un equipo médico, subidos a una ambulancia rumbo al sanatorio. Al doliente le colocaron cables, electrodos, agujas, tubos, una mascarilla de oxígeno. Le tomaron muestras de sangre, le midieron enzimas. A su alrededor las palabras flotaban como nubes de tormenta: ángor, morfina, catéter, infarto. Después, con el correr de los minutos, las novedades irían cayendo en cascada pero con suavidad, para no hacer más daño del necesario.

El cateterismo no funcionó, las coronarias estaban a punto de reventar, había que operar de urgencia. Pintaba muy feo. Empezaron los rituales quirúrgicos junto con los buenos deseos y las despedidas disimuladas. El miedo que sentía ya no era blanco sino diáfano como la nada. Un miedo limpio y transparente, similar al que había vivido medio siglo antes, en su turbulenta juventud. Tendido en la camilla que lo llevaba directo al quirófano pudo ver, a través de ese miedo, los rostros amados que sonreían, la cesta con frutas en la cocina de su casa, la luna sobre el cielo de Biarritz, lo que se quedaba y lo que se iba. El comienzo de un final.

Y también pudo ver al mismísimo Aureliano Buendía de pie en la entrada del quirófano, como si esperara el paso de la camilla. Flaquísimo, vestido con pantalones estrechos y camisa de lino, el coronel no mostraba ninguna preocupación, quizá porque ya se había acostumbrado a trances como ese. No se dirigió a él sino al cirujano, y lo hizo con la sencilla autoridad que solo poseen los auténticos fantasmas, aunque es dudoso que el médico alcanzara a escucharlo. “Uno no se muere cuando debe, sino cuando puede”, dijo. Habló con la voz triste de los desamparados, ensayó un gesto de resignación y enseguida desapareció, hundido de nuevo en su mundo de guerras perdidas y pescaditos de oro.

Entonces la serpiente del tiempo se desenroscó de golpe, se cerraron las puertas del quirófano, alguien encendió unas luces muy potentes, el cirujano se ajustó los guantes y, contra todo pronóstico, la vida del doliente fue salvada, siguió su curso y le permitió escribir este relato.

Por Fernando Butazzoni