Sábado 13 de abril de 2024, y los misiles iraníes caen sobre territorio israelí. Pienso, lo primero que pienso es, ¿cuándo fue la última vez que dos países con letra I estuvieron en guerra? Además de los mencionados, hay otros seis cuyos nombres también comienzan con esa letra que parece estar diciendo ‘¿Y?’: India, Indonesia, Italia, Iraq, Islandia e Irlanda. Es medianoche en Israel, en Washington DC son las cinco de la tarde. Mientras el ataque aéreo se intensifica, las pizzerías ubicadas en el área de la capital estadounidense no dan abasto. El Pizza Meter indica “un aumento inusual de pedidos en pizzerías cercanas a edificios clave del gobierno estadounidense, como el Pentágono, la Casa Blanca y la sede del Departamento de Defensa”. “Busier than usual” (“más ocupado que de costumbre”), dice el pizzómetro, informando sobre el tiempo más o menos aproximado que tardará el pedido en llegar. Como si se tratara de un ser humano en el momento de tener un pico de presión preinfarto, los números de encargos del Pizza Meter se van por las nubes, por más que UberEats no utilice aún alfombras voladoras.
Sorprende constatar a través de las frías cifras del Pizza Meter cuánta gente en la misma zona geográfica está comiendo el mismo alimento caliente al unísono. Será una noche larga y tensa en las oficinas federales cercanas a DC, donde los expertos en inteligencia tienen hambre y temen lo peor para ese Medio Oriente de paz a medias. Pero, con o sin guerra, con “to be, or not to be”, la gente necesita comer, y comer, dadas las circunstancias, significa comer lo más rápido, delicioso y accesible al alcance: una pizza. El hambre no sabe de bombas, tampoco el tomate originario de México y ahora alimento universal gracias al Renacimiento italiano. El mundo con sus varios sinónimos no sería lo que es de no existir la pizza. En la palabra a la que amamos tanto como al sabor asociado a ella, el acento recae en la vocal I. ¿Homenaje a la bella bota civilizatoria a donde el tomate llegó alrededor de 1540? Chi lo sa. Hay una cadena estadounidense de pizzerías que homenajea a dicho alimento a partir de esa letra de fonética corta; el comercial dice: ‘pi pi pi zzza’. Cada vez que lo oía me acordaba del ‘ta ta ta, gol, gol’ del relator uruguayo. “Pi, pi, pi, ta, ta, gol, gol”. Una pizza nunca marra un penal.
Pasan los días. Ya es viernes 19 de abril. Israel devuelve el ataque y casi a la misma hora del anterior una legión de misiles con sus dos I comienza a caer en una región central de Irán, país cuyo nombre es un verbo en futuro. Los misiles irán, pero no volverán. Lo mismo ocurrirá con las deliciosas porciones viajeras de las pizzerías cercanas al Pentágono. Una escena igualita a la sabatina vuelve a repetirse. Los índices de pedidos de congéneres con voraz apetito indican que, si a esas horas en las inmediaciones de la capital estadounidenses alguien tiene ganas de comer pizza, deberá esperar no menos de 90 minutos para que esta sea ‘delivery’ a su oficina. Cuando tengo ganas de comer pizza, que es por lo menos tres veces a la semana —en esto solo me derrota Homero Simpson—, sería capaz de esperar una eternidad con su infinito para ver cumplido mi deseo. Si tengo ganas de comer pizza, es “pizza o nada”, “pizza y solo pizza”. El alimento celebra nuestra recíproca lealtad, incluso en Irán, a donde la pizza fue para quedarse.
En Teherán hay pizzerías recomendables. O las había antes de los bombardeos. No sé. A los iraníes les gusta la pizza con abundancia de ingredientes encima del tomate. Es lo bueno de este noble producto: a cuestas tolera actores de reparto desagradables cuando se los mezcla con otros, como el ananá. Hasta los hawaianos del archipiélago con acento en la I tienen su propia variedad de pizza. Ningún otro alimento está tanto en todo el orbe como la pizza. Me imagino a la vida posterior a esta como lugar de rencuentro con mis familiares y mascotas muertos. Mi abuela paterna estará esperándome con una de aquellas pizzas caseras que nadie preparaba mejor que ella. Desde su fallecimiento vengo extrañando la que hacía en su apartamentito de La Unión, cubierta con una cantidad de morrones y cebolla caramelizada. El barrio era el olor a pizza, mi infancia uruguaya lo fue. Hoy en Montevideo hay más pozos en las calles, pero menos pizzerías barriales que 30 o 40 años atrás, y a esa noche de la nostalgia no se va a bailar. Si iraníes e israelíes hubieran tenido infancias así, de pizza, fainá y Bilz Sinalco, tendrían paz eterna. Amén. Quién sabe. El ser humano es tan raro y dañino, que puede ir a una guerra sangrienta en lugar de disfrutar una buena pizza y decir “love and peace”, a lo Lennon. La pizza genera conductas impredecibles. Los empleados del Pentágono pueden monitorear los misiles caer con intenciones nefastas y a la misma vez comer porciones suculentas como si estuvieran en una bacanal sin cambiar de canal. Para el paladar, un pedazo de pizza es una fiesta del rey Salomón.
Alimento proletario de sangre azul, la pizza es la comida más popular del mundo. Cada año a nivel universal se consumen seis mil millones de pizzas. Qué planeta tan dadivoso: hay tomate, cebolla, harina y levadura en cantidades suficientes como para dar de comer a hordas famélicas preparadas para arrasar cualquier tamaño de pizza que les salga al paso. El patrón de ingredientes no necesita de la complicidad de nada más, solo lo poco imprescindible. He comido pizza en tres países en los que nunca supuse que tanta gente pudiera comer pizza: China, Azerbaiyán y Macedonia del Norte. A este último lo visité apenas se independizó y todavía lo llamaban ‘parte de la ex Yugoslavia’. Era pobre, como bastante pobrísimo. En Tetovo me quedé en un hotel en el cual apagaban la calefacción a las 11 de la noche. De madrugada la temperatura era de varios grados bajo cero, por lo que dormía vestido y con las pantuflas puestas para paliar la sensación de hielo en las extremidades, que ni siquiera con un Valium 10 encima conseguí disipar. Al despertar me sentí el primer esquimal uruguayo. Fui a la cafetería y pregunté qué había para desayunar. El mozo macedonio no Fernández apenas usó el vocabulario: “pan o pizza”. Por una semana entera comí pizza cada jornada a las 6.20 de la mañana. Ni siquiera en esas condiciones de tercermundismo post soviético pude odiarla, aunque durante la estadía mi ropa y yo olíamos el día entero a cebolla, tomate y albahaca. Fui una ‘Margherita” caminando y sacando fotos.
La pizza es calorías y cultura. Y las bien preparadas, esculturas. Hay canciones con ella dentro. Bajo la ducha, preparándome para ir a la pizzería a la vuelta de la esquina, canto “Don’t” de Ed Sheeran: “For a couple weeks I only wanna see her / We drink away the days with a takeaway pizza”. En China, con su muralla llena de turistas y su Tiananmen Square, comí pizzas que no parlaban italiano. Eran chiclosas; Bazooka con Chiclets y un dejo de chop suey. Eran pizzas sin serlo. Parecían. El verbo parecer es engañoso. En mi viaje a Cuba en 1993, durante el llamado ‘periodo especial’, comí la peor pizza que un paladar humano normal puede tolerar. Entendí a los miles de cubanos que arriesgan su vida para escaparse a la Florida, y después de changar y ahorrar unos dólares, a Disneylandia. Yo también podría nadar en un mar lleno de tiburones gigantes como los de la película de Spielberg con tal de poder comer una muzarella con queso de verdad, libre y sabroso. La prédica stalinista fracasó: quién puede creer en eso de “hasta la victoria siempre, compañeros”, sobre todo en una isla con censura donde ni pizza hay para celebrar los triunfos. Ni el Che se lo tragaría. Existen los términos tragalibros, tragamonedas, tragaleguas y tragasantos, pero no tragapizzas. La lengua que hablamos es generosa en vocablos, aunque desconoce uno de los placeres principales de la lengua. Madre de todas las comidas, la mejor pizza se hace con masa madre. De la Madre Patria viene la lengua que hablamos, y también la peor definición oficial de pizza, la de la Real Academia Española (RAE): “F. Especie de torta de harina amasada, encima de la cual se pone queso, tomate frito y otros ingredientes y que se cuece en el horno”. Puedo imaginarme en Chez Piñeiro pidiendo algo así. Los mozos me mandarían al infierno, o al McDonald’s que está enfrente.
La vez que le conté a un pizzaiolo napolitano (‘addetto alla preparazione e alla cottura delle pizze; gestore, proprietario di una pizzeria’) lo incomible que era la pizza cubana del periodo especial, me dio un consuelo: “en Corea del Norte es peor”. La pizza nació para existir y ser gozada en democracia, sobre todo la que tiene anchoas y aceitunas. Hay un semejante contemporáneo que comió muchas y más pizzas que yo. Se llama Nathan Mhyrvold (1959- ). Cuando era Chief Technology Officer de Microsoft, culminación de una carrera ilustre en tecnología de punta, fue a la oficina de Bill Gates y le dijo que renunciaba, que no quería seguir trabajando. Gates lo miró sorprendido. Le preguntó qué planes tenía. Mhyrvold respondió: “Voy a dedicar el resto de mi vida a comer pizzas”. Escribió una obra neobarroca y colosal en tres volúmenes, Modernist Pizza, que con sus 1.296 páginas —450 mil palabras y 3.700 fotografías— figura entre mis libros favoritos. Por mucho tiempo estuve reuniendo capital para poder comprarlo. Cuesta US$ 500. Es hoy una de mis lecturas de cabecera. Tan maravillosa es la pizza, alimento divino, tan creyente en sus posibilidades reales de sabor redentor, que hasta su propia Biblia tiene. En ella, Lázaro resucita después de haber comido una pizza a caballo.
Lo mismo que la gramática y el tiempo, la pizza nos sigue a todas partes. Admiro su fidelidad a la causa. Deberíamos santificarla. En su muy fácil posición horizontal, nació para que la nombremos, y alabemos. Además, su valor cosmético puede hacernos meter la nariz donde no debemos. “Perdón, creí que era una pizza”. Los pizzainómanos viven más que los heroinómanos. Entre la pasta base y una delicia que compite con la pasta, a ver, ¿con qué se queda? Mi abuela la pizzera murió a los 95, lúcida y animada, quejándose de que la porción que le habían servido al mediodía no tenía orégano suficiente. Nadie come pizza con desgano, ni se pregunta qué gano si las ganas se convierten en gula. Por más que luego de terminar de comer una en plural sea necesario usar escarbadientes, nadie come pizza a regañadientes. La pizza es como la enseñanza: laica, gratuita y obligatoria. Bueno, no es gratuita, pero no hay ningún otro alimento que por ese precio tenga tan simple y sublime sabor. Un amante radical de la pizza, un revolucionario verdadero, es capaz de exclamar a todo trapo: ‘por un tomate te mato’. Y hasta grita: ¡Pizza o muerte!, como un cubano hambriento al llegar escapando del comunismo a Miami.
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