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El columneador
Bill Clinton y Monica Lewinsky en febrero de 1997 - Foto: Biblioteca presidencial Bill Clinton
OPINIÓN | El columneador

Qué sería del mundo, ¡y del Uruguay!, sin buenos escándalos sexuales

Generan ratings radiales y televisivos altos, y aumentan el número de lectores, sin ellos a la realidad le faltaría sal y pimienta.

Por Eduardo Espina
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27.03.2024 20:48

Lectura: 8'

2024-03-27T20:48:00-03:00
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La palabra escándalo escandaliza. Los escándalos son uno de los últimos anzuelos para pescar la atención de la gente, deshumanizada y ‘desimanizada’ (ningún metal la atrae), la cual pareciera que no puede pasar concentrada ni un minuto en un solo tema. La distracción a todos los niveles es el sida psicológico de nuestra época. De ahí que sean poquísimas las ocasiones en que un grupo de seres humanos pasa más de cinco minutos hablando del mismo tema. Por eso los escándalos son tan necesarios; para que los distraídos logren establecer una sintonía entre ellos, en una sola dimensión de intereses comunes, esto es, observando con detenimiento los intríngulis que rodean por dentro y fuera a los materiales del escándalo en ciernes. Tal como la realidad lo demuestra una y otra vez, la combinación de elementos asociados al lado oscuro de la intimidad es perfecta cuando los involucrados son políticos o celebridades del mundo del espectáculo o del deporte. No importa que sea hetero, homo, travesti, ¿viste?; polisexual, metrosexual, monosexual (y no me refiero a Chita), ultra sexual, asexual, o marciano proveniente de otra galaxia que vino a darle de comer a su instinto en el planeta Tierra, sin decir ‘trágame tierra’. Eso lo dicen los políticos.

Más antiguo que el pecado, el sexo vende. Nunca ha dejado de ser convocatoria carnal de multitudes. Antes el motivo de la inquina podía ser un beso furtivo con la vecina, un toqueteo tras bambalinas, una sesión de gimnasia amorosa en la última fila del cine, un romance de tire, afloje, y aflójame el cinturón, condimentado por palabras escritas con lava caliente en una carta. En la actualidad, el menú tiene un mayor abanico de opciones: orgías de poliamor en un hotel cuatro estrellas y media con vista al placer, encuentros prohibidos por la moral ajena debajo de un arbusto en la oscuridad de un parque urbano a medianoche, caricias cariñosamente furiosas, tactos y otras actividades en el interior de un auto, o de un baño público (que pasa a ser púbico), y otras situaciones menos lícitas que la intimidad callejera que presentaba La clase obrera va al paraíso, magnífica película italiana que acompañado vi una tarde en el cine Trocadero hace mucho, tanto, que ya no recuerdo si el auto era un Fiat 600.

El bolero tan bien cantado por María Martha Serra Lima dice, “voy a perder la cabeza por tu amor”. Tan devaluadas están las emociones humanas, que un político, deportista, o estrella de la pantalla puede perder la cabeza por todo lo contrario a lo que llamamos amor (y que no siempre viene cuando lo llamamos). La práctica indiscriminada de la libido puede dejar lívido a quien use su inteligencia con cierto sentido común. De ahí que, una vez iniciado el escándalo, quede inscripta en el habla colectiva la frase ilustre: “Pero a quién se le puede ocurrir hacer semejante idiotez”. Por lo visto, el mundo está lleno de idiotas que no solo pierden la cabeza, sino también la credibilidad, la familia, los ahorros, y demás cosas importantes que, una vez perdidas, no vuelven a ser recuperadas.

En 1955, Luis Buñuel y André Breton se encontraron en París a tomar una copa. En determinado momento el poeta francés con tono apesadumbrado le dijo al español con gran cine: “Es triste tener que reconocerlo, mi querido Luis, pero el escándalo ya no existe”. Como los asesinos en serie de las películas de terror, que mueren, pero a la próxima película regresan, el escándalo ha vuelto porque, en verdad, nunca se va del todo. Puede implosionar en la realidad cotidiana, o como sucedáneo explosivo en el arte. Una película, un libro, una canción (menos) pueden escandalizar. Por semanas en tiempos de dictadura, se habló de la llegada a cines uruguayos de El último tango en París, de Jesucristo Superestar, y de El imperio de los sentidos (una novia después de ver juntos la película me dijo, ‘me trajiste a ver un asco’; nunca más la volvía a ver, a ella, a la película la vi infinidad de veces, obra maestra). Esos escándalos que por dos horas entretienen, duran menos que los escándalos de no ficción y de no creer.

Como será esto del instinto y de la libido mal utilizados, que hasta un presidente estadounidense cayó en la trampa de su propio engaño. Es lo perverso de los escándalos cuando hay acusada/o, acusador/a, y una acusación de por medio. De esa zona de claroscuros y sospechas, repito, nadie sale con la camisa limpia. Las manchas del escándalo no se quitan con jabón Bao. Por más que el acusado quede libre de cargos, queda igual flotando en el aire la incómoda pregunta, ¿lo habrá hecho, es realmente inocente? Aunque la inocencia o culpabilidad queden sin convencer de lo contrario, nadie recupera la imagen más o menos inmaculada que tenía antes de la eclosión del escándalo. A decir verdad, este tipo de escenario es más viejo que la seborrea. Hoy en día, los súbditos del imperio de las redes sociales pueden ser Nerón por un rato, y dejar a Roma con su imperio convertida en cenizas.

La palabra escándalo tiene cinco acepciones en el diccionario de la Real Academia Española. La segunda es la más interesante: “Hecho o dicho considerados inmorales o condenables y que causan indignación y gran impacto público”. La lista de casos en la historia reciente en que el acusado comete la imprudencia de decir con peligroso apuro, “soy inocente y voy a demostrar mi inocencia”, está llena de nombres famosos que han pagado con ignominia, por no haber aceptado a tiempo el efecto de su ‘hecho’ o ‘dicho’. Estar condenado a caminar en la delgada línea gris que separa la sospecha de la prueba definitiva de inocencia, es un lastre que nadie en su sano sentido desea cargar. “I did not have sexual relations with that woman, Miss Lewinksy” (No tuve relaciones sexuales con esa mujer, la señorita Lewinksy). Ver a Bill Clinton mentir tan serio frente a las cámaras y eliminar al sexo oral de la categoría de sexo (supongo que muchos pecadores se sacaron un peso de encima), fue doblemente patético, sobre todo por haber carecido del humor corrosivo que tenían los chistes llamados verdes (fueron nuestros dólares del espíritu) que hacían en tablados montevideanos los geniales filósofos compatriotas Barry y Capablanca, los dos grandes Roberto de la alta cultura uruguaya. Esto es lo complicado de los escándalos: la mentira tiene patas cortas. Estamos hartos de que nos hagan pasar gato por liebre, aunque los chinos preparan sopas deliciosas con carnes de esos felinos.

En bares y boliches, no hay nada mas entretenido que hablar, vermut mediante, de escándalos, de buenos escándalos, sobre todo cuando el sexo vino acompañado de sordidez, hermosa palabra para usar en literatura, no en la vida real. ¡Vaya mundo paradójico en el cual nos ha tocado vivir! El sexo se expande por todas partes, pero hay partes en las que el todo no quiere participar. “De eso no se habla”, aunque la hipocresía humana haya hecho posible que en la actualidad la industria del cine porno heavy esté lucrando más que nunca. El sexo bajo el control del seso, como el que aparece en series y películas de Netflix, es Disneylandia para los adultos deseosos que quieren escapar del tedio con escenas más explícitas.

El rochense Ariel Méndez, amigo del alma, del mondongo, y del hombre del keep walking con un solo cubito de hielo por favor, escritor notable incluso cuando no escribía, publicó en 1970 una de las mejores novelas de la literatura uruguaya, la cual no me canso de recomendar, por más que ya no sé si la gente todavía lee buenos libros. Se llama Los escándalos. Cuando iba a visitarlo a su apartamento con vista magnífica al Hospital de Clínicas, solíamos hablar precisamente de eso, no del mencionado nosocomio, sino de los escándalos que la historia suele dejarnos servidos en bandeja. Lean la novela del gran Ariel (del otro, paso), en serio se las recomiendo. Los escándalos actuales, hechos a la medida de estos tiempos pobres en imaginación, son tan berretas, que nadie por timidez y corrección política quiere hablar en público de ellos, de los escándalos, y menos de aquellos que los protagonizaron, y que en una noche de goce y farra cayeron bobamente en la trampa como tantos.

En un notable poema de 1922, “Rebelde”, Juana de Ibarborou escribió: “Caronte: yo seré un escándalo en tu barca” […] “Caronte, yo en tu barca seré como un escándalo”. Los del Uruguay actual, ¿son “un escándalo” o “como un escándalo”?

Por Eduardo Espina
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