Me paso la vida escribiendo y leyendo, y en los ratos libres, pensando. Pensando en cómo seguir pensando. Por lo tanto, no sé si mi opinión en cuanto a la situación concreta de cualquier lugar que pertenezca al planeta Tierra importa. Trato de vivir de espaldas a la inmediatez. El depender de lo exclusivamente cotidiano agota. De ahí que ya no lea a ningún columnista que escriba de política, para qué, si, además, a la segunda frase me doy cuenta en qué dirección está flechada la calle. No escriben para el pensamiento, escriben para complacer a sus seguidores. Todo muy incestuoso, falto de sorpresa.
A los uruguayos, la objetividad de criterio y la independencia del francotirador les cuesta mucho. Tampoco leo casi noticias políticas, salvo cuando un político revela la degradación de un estilo de vida (Gustavo Penadés), o una pobre perspectiva afín a resentimientos propios de otra era (Mario Bergara).
Me horroriza la obscena devaluación del discernimiento que exteriorizan los políticos, cuando muy sueltos de cuerpo se olvidan de que aún es posible pensar. Pocos demuestran poseer argumentos a la altura de los graves desafíos que nuestra mutante época enfrenta. Nótese en este aspecto el pesimismo de alguien llamado Eduardo Espina a raíz de este momento, tan ideologizado y politizado, al que la juventud ajena a la concepción ‘sesentera’ y guevarista del mundo dejará pronto atrás, antes de que el gallo cante dos veces. Viene un mundo más deshumanizado que el presente —lo cual de por sí asusta— y la tecnología cargada de pros y demasiados contras exhibirá a los políticos con menos respuestas de las que ahora mismo demuestran no tener.
Debido a que lo mío es escribir sobre realidades provenientes de la imaginación —la única facultad humana que a esta altura me interesa—, una vez hace mucho me invitaron a participar en un encuentro con científicos e inventores. Pocas veces disfruté tanto tres días seguidos, rodeado de gente inteligentísima y creadora que de la nada podía vislumbrar cosas absolutamente pioneras. Mi misión, según me dijeron los organizadores, era escuchar ‘atentamente’ y participar con alguna pregunta o comentario en el debate final. Fue lo que hice.
Entrado ya en perplejidad, en trance de asombro ante circunstancias que hacían triunfar a la imaginación en estado puro, hice una pregunta a los expositores, una sola, la del estribo. Levanté la mano, no recuerdo cuál de las dos, y sugerí la invención de una máquina en la que todos aquellos aspirantes a un cargo político debían meter uno de sus dos dedos índices, tal como se hace en esas máquinas que miden la presión arterial, para saber si están capacitados mental e intelectualmente para ser electos y cumplir con el cometido que el voto popular les asigna.
Obviamente, de existir una máquina así, cada vez más necesaria, la mayoría de los candidatos quedaría descalificada en forma automática. Los idiotas, que si se lo proponen pueden ser mayoría, y los corruptos, de los cuales la realidad, no solo la política, está llena, serían enviados a casa y, de ser posible, exiliados en una isla como la de Lost, pero más lejos. O se les encerraría en una casa como la de Gran Hermano para fisgonear más a fondo sus bajos instintos. Pensé que había dicho un chiste con mi intervención, pero me di cuenta de que no, pues nadie entre los genios a cargo del show se rio. Por el contrario, tomaron mi sugerencia muy en serio.
Una ingeniera poseedora de varios doctorados y posgrados diversos dijo que mi sugerencia rozaba lo genial. Yo insistí y agregué la parte II, emitida en forma de pregunta. “¿Creen ustedes, considerando las invenciones tecnológicas que casi a diario invaden la realidad, que una máquina de tal rango y alcance sería posible?”. Tuve como respuesta un sí unánime. La realidad de los comportamientos escaneados antes de entrar en actividad era una factible. Sentí un alivio enorme. Me puse de inmediato a imaginar un mundo futuro con mayor grado de perfección comparado al de estos días, en el que a los políticos incapaces, de lengua resentida o corruptos, se les mostraría la tarjeta roja antes de entrar a la cancha. ¿Cómo sería una realidad tal, mejorada por ausencias decretadas por el sentido común y la decencia, por la inteligencia cuando tiene serias dudas respecto a las decisiones colectivas al elegir en las urnas a ciertos personajes, futuros protagonistas de la vida política?
Luego de la sesión de preguntas y respuestas, hubo una recepción en la que se sirvieron refrescos y bocaditos. Departimos amablemente. Las respuestas de los inventores me devolvieron el optimismo en el futuro de pasado mañana. Además de lo anterior, imaginé también diarios en papel o digitales con escasa información política, pues los políticos no recibirían consideración especial y serían iguales al resto de la población civil, ciudadanos designados para hacer su tarea en silencio, como la hace un médico, un oficinista preparado, un alcanzapelotas, un limpia tumbas, un capitán de avión que en plena turbulencia se concentra callado en su trabajo para salir rápido de la tormenta. La gente honesta y común trabaja, y no por eso sale a diario en las noticias diarias emitiendo comentarios vanos, participando en discusiones bizantinas, exhibiendo su impudor, prometiendo lo que nunca cumplirán, pues la realidad con su imprevisible accionar los agarra siempre mal preparados.
Me cuesta mucho comprender la ciega insistencia de nuestra época y de sus informadores respecto a las noticias políticas, posiblemente, junto con las de sociales y el pronóstico del tiempo, las que primero se olvidan.
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