A Ícaro lo imaginamos desobedeciendo a su padre y viniéndose abajo desde las alturas celestiales una tarde plácida mientras la gente miraba para otra parte. La revista que regalaban en los aviones de una aerolínea brasileña homenajeaba al hijo de Dédalo: Ícaro: Revista Do Bordo Varig. Una locura haber llamado así a la revista de una compañía aérea. No en vano, más allá de la ilustre tradición que Varig tenía detrás, terminó en la bancarrota, desapareciendo por completo. A Ícaro lo podemos leer en el libro VIII de las Metamorfosis de Ovidio y podemos imaginarlo, mientras lo vemos representado, en los cuadros “La caída de Ícaro”, de Jacob Peeter Gowy, y “Paisaje con la caída de Ícaro”, de Pieter Brueghel el Viejo, mi cuadro favorito, al cual he visto en reproducciones, nunca en su versión auténtica, colgada en el Royal Museums of Fine Arts, en Bruselas, Bélgica. Hay dos poemas fenomenales sobre esta obra extraordinaria de no tan grandes dimensiones, uno de William Carlos Williams, y otro de W. H. Auden, cuyos tres primeros versos son maestría pura: “Acerca del dolor jamás se equivocaron / Los Antiguos Maestros. Y qué bien entendieron / Su función en el mundo”. En este poema estuvo basada libremente El hombre que cayó a la Tierra, película dirigida por Nicolas Roeg, director visionario que en un periodo de seis años hizo tres obras maestras.
Raras veces vemos a seres humanos caer desde el cielo, salvo cuando un intrépido termina estrellado contra el suelo porque su paracaídas no abrió. Tampoco se ven aviones imitar a Ícaro (aunque con los helicópteros es más común y en accidentes de ese tipo murieron no hace mucho el dueño del club de fútbol Leicester y un famoso jugador de básquetbol estadounidense). Los helicópteros son una cosa, y los aviones otra. A esta altura, con tanta tecnología a disposición, uno esperaría que la aeronavegación se acercara a pasos agigantados a la perfección, pero no es así. Seguramente todos los pasajeros del Boeing 787 de Air Europa que rumbo a Montevideo entró en zona de violenta turbulencia sobre territorio brasileño deben haberse preguntado si la estructura de la nave soportaría el feroz bamboleo ocasionado por fuerzas invisibles capaces de poner en jaque los avances de la tecnología. ¿Hasta qué grado de turbulencia puede resistir un ala sin desprenderse de la estructura principal? Ha habido casos en que naves perdieron una o dos turbinas tras haber sido atrapadas en medio de turbulencias consideradas bestiales por quienes estaban al comando de los controles.
A la tecnología aeronáutica le creemos con fe ciega, por eso la gente viaja cada vez más por el aire, y hasta hemos llegado a creer, con moderado optimismo, que algún día los aviones estarán libres de accidentes y contarán con equipos ultra sofisticados como para indicarle al piloto los movimientos que debe hacer para evitar una zona de turbulencia. Por ahora, seguiremos dependiendo del azar tecnológico y creyéndole a la inteligencia humana cuando nos dice, con extremada confianza, que es seguro volar, que tenemos más posibilidades de ganar la lotería que de morir en un accidente aéreo.
Con mayor frecuencia en tiempos recientes, las situaciones de peligro encima de un avión comercial han estado a la orden del día. Hace dos semanas, en un hecho de horror, un avión comercial con 62 ocupantes se desplomó de las alturas como si una mano invisible lo hubiera lanzado a la tierra, como en un programa cómico lanzaban desde la azotea del 30º piso sandías contra el suelo. La nave quedó como la fruta: hecha añicos. Pero las semillas de la sandía estaban en mejor estado que las víctimas, irreconocibles, tal cual quedan los cuerpos humanos cuando una falla letal pone al descubierto las varias debilidades de un avión previas a terminar escrachado contra el piso duro. En la Tierra redonda deja de ser un invento redondo el aparato, capaz tanto de cruzar océanos como de venirse abajo sin casi anunciarlo.
De manera regular hay accidentes en los cuales decenas mueren al estrellarse el ómnibus que los transportaba, pues también por carretera el ser humano ejerce su nomadismo, sin embargo, la atención que se les presta a este tipo de siniestro es muy inferior comparada a la de un accidente aéreo en el que puede morir la misma cantidad de gente. Los aviones tienen el encanto de la espectacularidad, además, en las alturas el miedo a morir se redimensiona. Es mayor el pánico a una muerte vertical que a una horizontal.
Un martes a mediodía tiempo atrás, en la ciudad que organizará los Juegos Olímpicos de 2028, unos niños estaban en el patio de la escuela jugando con la acostumbrada normalidad, algunos al fútbol, otros al béisbol, a cualquiera de los juegos que los niños juegan a la hora del recreo, cuando de pronto comenzaron a sentir que un espeso líquido les caía en la cabeza y que las ropas se les humedecían. Rápido sus cuerpos comenzaron a tener el olor de una estación de servicio. Miraron al cielo angelino, a esa hora sin nubes, pero no vieron nada. Ya la causa del problema había desaparecido. Cualquier intento de avistamiento fue en vano, pero estaba claro que los extraterrestres no les habían lanzado desde el espacio bombas de agua con olor a dame más gasolina como en la canción de Daddy Yankee. Era otra la causa.
Recién pudieron saber la verdad varios minutos después de que el Boeing 777 de Delta Airlines vaciara su tanque sobre una amplia área de la ciudad de Los Angeles, la cual incluyó la escuela primaria Park Avenue, situada a unos 20 kilómetros del aeropuerto. El vuelo 89 de la aerolínea basada en Atlanta, con 167 pasajeros a bordo, había despegado minutos antes del aeropuerto internacional de Los Angeles rumbo a Shanghái, China. Hubo un desperfecto mecánico de gravedad, detectado a los pocos minutos de vuelo, por lo que el capitán decidió dar la vuelta en forma inmediata. Mientras los estudiantes de la primaria se preguntaban qué estaba pasando, quién los había perfumado, los pasajeros pasaron un épico momento de pánico del cual nunca van a olvidarse. Uno de ellos escribió en su cuenta de Twitter a poco de aterrizar: “La experiencia más aterradora de mi vida”.
En cuanto al accidente ocurrido a 80 kilómetros del aeropuerto Guarulhos de São Paulo, el modelo de avión siniestrado puede llevar a conjeturas. Viajé unas cuantas veces en un ATR-72-500 bimotor igual al siniestrado y en una ocasión, mientras la nave atravesaba una tormenta a los pocos minutos de haber despegado de Dallas, pensé que nos veníamos abajo, hasta que dejamos de venirnos y la estabilidad fue recobrada. Tiempo después, hablando con un piloto capitán en uno de esos modelos, me dijo que era un avión ‘confiable’. Siempre le he tenido mucha desconfianza a esa palabra. Lo ‘confiable’ no necesariamente implica estar librado de problemas. La vaguedad del término no me gusta verla asociada a un avión cuando soy uno de los ocupantes. Los cables noticiosos ya han informado, y ustedes lo leyeron, que el ATR ha tenido accidentes fatales en ocasiones cuando las bajas temperaturas externas propician la formación de hielo en las alas. El accidente fue a una hora del día con bajas temperaturas ambientales en esa zona de Brasil, esto es, con hielo al acecho. Pero los aviones tienen problemas incluso en días calurosos. Ni los esquimales culpan al hielo de todo.
Hace mucho que no tenemos un año librado de tragedias aéreas. El último fue 2017, el cual quedó en los anales pues no se registró ningún accidente aéreo de aviones comerciales con víctimas mortales. A partir de ‘lo no sucedido’ en esos doce meses, demasiado rápido supusimos que la tecnología había dado un gigantesco paso adelante, al menos en relación con modelos de aviones comerciales de última generación. Sin embargo, la historia posterior que llega hasta el presente, con varios grandes accidentes con fatalidades, se encargó de demostrar que aún falta mucho para alcanzar la perfección tecnológica. A esta no le ha llegado todavía su turno, por lo que responsabilizar a la temperatura ambiente de un accidente es encontrar una coartada para justificar las limitaciones humanas en un campo donde casi todos llegamos a creer que los avances se aproximaban a la infalibilidad.
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