Los futbolistas son seres humanos que mueren dos veces: cuando abandonan las canchas, y cuando abandonan la vida. Hay algunos, excepciones contadas, que se salvan de ambos desenlaces. Pareciera que nunca abandonan las canchas porque a pesar de que dejan de jugar la gente sigue hablando en presente de sus hazañas, transformándolas en leyendas urbanas, las que, con el paso del tiempo nadie recuerda con certeza si realmente sucedieron así o si la memoria de los vivos las imagina de tal manera (porque la memoria no está hecha para recordar, sino para imaginar el pasado con la inexactitud de una certeza).
Además, aunque dejan de estar en la vida siguen regresando una y otra vez en la evocación ocasional de multitudes que van transmitiendo la historia del muerto a las nuevas generaciones, esto es, impidiendo que mueran por completo. Hay futbolistas que por honores ganados en la cancha nacieron para no morir jamás. Todavía más, nacieron para que la muerte les tenga miedo. Se van de la vida, porque así es esto de estar vivo hasta que se acaba, pero no porque la muerte los derrote. Manga pertenece a ese grupo de futbolistas excepcionales, nacidos para seguir naciendo con cada nueva época que llega.
Como varias figuras universales de la época moderna, casos de Pablo Neruda (Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto) y Gabriela Mistral (Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga), el gran golero nacido en Recife y conocido con el nombre de Manga vino al mundo con un nombre largo que obliga a usar un apodo o seudónimo, Haílton Corrêa de Arruda, más propio para un profesional de abolengo o para un miembro de la nobleza de algún país exótico de los que todavía quedan en el mundo. En japonés, la palabra manga se usa para referir a las historietas. Los personajes son seres animados definidos por la actividad.
Manga podría haber sido un personaje de una de esas historias de manga japonesas que se transforma en fenómeno intergeneracional. En el arco, Manga fue más que un manga, fue Godzila; imponía respeto. Derrotaba oponentes, así fueran monstruosos. Su imponente figura generaba pánico en los rivales apenas se acercaban al arco, quienes al verlo salir a atrapar la pelota pensaban que un transformer como el de las películas homónimas venía a exterminarlos. Como hincha de Peñarol puedo decir, sin necesitar pensarlo dos veces, que es el único jugador de Nacional que realmente admiré, simplemente porque lo vi atajar pelotas como nadie.
Con mi amigo Manolo Arduino, hincha fanático de Nacional y autor de casi 300 libros publicados en una veintena de países, solíamos ir al talud de la Colombes, al cual entrabamos gratis por tener un amigo boletero, por lo que, en varios partidos, durante 45 minutos, lo veíamos al ladito, ahí nomás adelante nuestro, y era impresionante lo que le veíamos hacer; sacar una y otra vez pelotas de los ángulos, tapar con sus manotas terribles pelotazos, como si al llegar a los dedos la pelota recobrara una inocente docilidad. ¡Las cosas que le vimos atajar! Lo único comparable fue ver, en ese mismo maravilloso talud, al otro gran golero de la historia del fútbol uruguayo, Ladislao Mazurkiewicz.
Hay quienes dicen, y con razón, que todos somos afortunados por haber visto jugar a Messi y a Ronaldo en la misma época y en la misma liga. Lo mismo podemos decir nosotros de Manga y Mazurkiewicz: los vimos infinidad de veces ser los dueños de los arcos del Estadio Centenario. A veces parece que algunos lo olvidaran. Fueron tiempos de gloria, ¡de Copas Libertadores! La nostalgia impide que el presente exista sin recuerdos apropiados. Los de esas épocas en cuanto a fútbol eran de gloria admirativa. Era un Uruguay más civilizado. Hinchas de Peñarol y Nacional podían sentarse en la misma tribuna, y eran tan buenos los jugadores en la cancha, que en los clásicos uno terminaba amando el deporte, por más que cada derrota aurinegra contra Nacional me dejaba enfermo por el resto de la semana.
Ha fallecido Manga, golero notable, personaje literario y cinematográfico. Su muerte dispara la evocación y me lleva a un lugar feliz de la vida, ubicado en ese raro país llamado “pasado”. Hace muchos años, en una vida anterior que ni siquiera en la memoria permanece completa, trabajé por un tiempo de mozo en un restaurante montevideano. Los precios no eran accesibles para todos los bolsillos ni siquiera para muchos. Todavía estaba en preparatorio, por lo tanto, pueden imaginar qué tanto antes de hoy fue. Hacía el turno de la noche. El restaurante (no me gusta la versión españolizada, restorán, y restobar me parece un vocablo horrendo por donde se lo mire) abría a las ocho y permanecía abierto hasta bien pasada la medianoche, habiéndome ido varias veces cerca de las dos de la madrugada, sobre todo en verano, cuando había cenas de grupos y las propinas justificaban una seguidilla de casi ocho horas de pie y moviéndome con ambas manos cargadas de platos calientes.
Por orden de importancia, el trabajo tenía dos cosas buenísimas: las propinas, ciertas noches alucinantes por el monto, incluso para los lejanos tiempos aquellos, y la gente que concurría al lugar, en cuya franja etaria y económica figuraban políticos, futbolistas, y personajes de la vida pública a los que en otras partes llaman celebridades. También venían muchos extranjeros, ante los cuales solía convertirme en una especie de guía oficial del Uruguay, recomendando lugares para visitar en los que nunca había estado y que siempre eran los mismos, pues soy un pésimo turista, incluso en mi propio país. Me desvivía en atenciones motivado por la carnada de la propina, el difícil salario de cada noche. No sé cómo eran las cosas en los restantes restaurantes, pero en ese nadie debía repartir su propina con los empleados que no atendían las mesas. La paga era exigua, por consiguiente, de la gratificación voluntaria a raíz del servicio ofrecido dependía la entrada mensual de cada mozo.
Una noche a fines de noviembre, de esas que en Montevideo suelen tener algo de hechizo pues la mente se entera que el verano está a la vuelta de la esquina, una personalidad se sentó en la zona del restaurante que me tocaba atender. Todos los presentes lo reconocieron apenas entró acompañado por su esposa. Era una estrella única, reconocible por cualquier uruguayo que prestara un poco de atención a las noticias, aunque no supiera nada de fútbol. “Mirá loco, es Manga”, me dijo Antonio, extraordinario compañero, mostrando sorpresa por el solo hecho de que yo tendría la suerte de atender a una estrella en lo mejor de su carrera. Pero no era una estrella cualquiera, no, era un ídolo con galaxia propia, incluso para un hincha de Peñarol.
Antes de continuar, destaco que siempre he sido un amante del fútbol antes que hincha fanático de un club, aunque, a decir verdad, a solo dos jugadores de Nacional he admirado: Artime y Manga. Al segundo más que al primero. Por lo tanto, esa noche de verano adelantado, en un Uruguay diferente, y bastante, al de hoy, Dios había sido más generoso que de costumbre. Por su cara y su estatura, Manga era un tipo de aspecto intimidante, que podría haber sido guardaespaldas de un capo narco en alguna película de Hollywood, o policía junto a Denzel Washington en Día de entrenamiento. Sin embargo, las apariencias engañan. Desde el primer “buenas noches”, Manga y su esposa demostraron ser dos personas de refinados modales, agradabilísimas, a las que podría haber servido sin esperar ninguna retribución monetaria a cambio. Manga había sido campeón de la Copa de Libertadores —la primera vez en la historia de Nacional— en imborrable final contra Estudiantes de La Plata y, si mal no recuerdo, se preparaba para jugar la final de la Copa Intercontinental contra el Panathinaikos.
En el restaurante había aprendido que lo mejor era servir bien, y hablar lo menos posible. La gente iba a comer y a conversar con su compañía de turno, no a perder el tiempo con el desconocido vestido de blanco que los atendía. Por lo tanto, todo funcionó a las mil maravillas, con el mínimo de conversación para no molestar a los comensales. Sin que ahora pueda recordar al detalle bien cómo, en determinado momento Manga me hizo una pregunta sobre el restaurante y ahí, palabra va, palabra viene, surgió la oportunidad de exteriorizar lo que hacía mucho tiempo tenía ganas de decirle: “Mire Manga, yo soy hincha de Peñarol y creí que nunca iba a ver un mejor golero que Ladislao Mazurkiewicz, hasta que lo vi atajar a usted. Ahora no sé cuál de los dos es mejor”. La esposa sonrió y Manga me agradeció. La timidez que, aunque usted no lo crea ha sido mi compañera regular en situaciones especiales, me instó a cortar al instante la conversación, preguntándoles si querían postre. Respondieron en forma afirmativa.
La pareja tuvo una larga conversación de sobremesa —la noche espectacular invitaba a ser feliz de maneras diferentes, incluso con una sobredosis de palabras— hasta que pidieron la cuenta. Apenas se la di, Manga me dijo que no me fuera, que iba a pagar enseguida. Miró la cuenta por arriba, como si el monto no importara, sacó la billetera, y me dio dinero en efectivo. Le dije, “ya le traigo el cambio”, a lo que el notable arquero respondió: “No, así está bien”. Se paró y me dio la mano. Una mano suya equivalía a las dos mías. Ya por sí solo, el apretón de manos hubiera sido una excelente propina. Fui a la caja con el dinero, y recién ahí me di cuenta de la generosidad del comensal. Digamos que la cuenta total era de 10 mil pesos al valor de la moneda de hoy, y Manga me había dejado cerca de cinco mil, bastante más del cinco o diez por ciento que se estilaba. A pocas semanas de la Navidad, Papá Noel había llegado por anticipado, hablando español con acento brasileño. Con parte de la propina, al día siguiente compré Nueve Cuentos de J. D. Salinger, en la librería Losada de la calle Colonia. Eso también lo recuerdo.
Usted, lector, o quien sea se encuentre de visita en esta página, ha de estar preguntándose por qué escribo hoy en tono de obituario, de un exfutbolista en una columna dedicada por lo regular a asuntos relativos a la actividad de la imaginación. La respuesta es fácil, me parece: porque Manga fue un personaje tanto literario como cinematográfico, con un folclorismo de índole artística que da para representar su existencia y su pasaje por las canchas con imágenes y palabras. Tuvo porte actoral, con rostro inconfundible, y manos de aspecto y tamaño gigantescos, como de Globetrotter. Extendidas sobre la mesa del restaurante hicieron lucir pequeño al plato conteniendo la cena del golero, que estuvo muy buena según comentó. Manga tenía un parecido notorio con Henry Silva (1926-2022), quien durante años fue uno de los character actors (personaje secundario destacado) más laboriosos de Hollywood, habiendo trabajado en filmes clásicos, en la mayoría de ellos interpretando a gánsteres y criminales, como El candidato de Manchuria (1962) y Johnny Cool (1963), ejemplo notable de “cine negro” (neo noir), que lo tuvo de protagonista. Lo de Manga, sin necesidad de estar en una pantalla, era algo por el estilo. Quien veía su rostro impar podía interpretarlo de dos maneras: una fotogenia a contramano, o un acoso visual a favor.
El recuerdo de esa lejana noche montevideana, afuera cálida y estrellada, y que para mí fue mágica, no por la plata en forma de tan bienvenida propina, sino por haber podido atender a uno de los dos mejores goleros que vi en una cancha de fútbol, me ha acompañado durante toda la vida, y seguramente habrá de seguir volviendo cada tanto, porque los recuerdos del fútbol son los que más rápido nos llevan de regreso a la infancia.
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