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Contenido creado por Paula Barquet
Obsesiones y otros cuentos
WilliamCho / Pixabay
OPINIÓN | Obsesiones y otros cuentos

No necesitamos un Ministerio de Justicia (ni más ministerios)

La historia nos enseña que la causa de la decadencia suele ser que el Estado nacional trató de hacer demasiado, no demasiado poco.

Por Miguel Arregui
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06.12.2024 14:26

Lectura: 5'

2024-12-06T14:26:00-03:00
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El programa del Frente Amplio, un documento verborreico, propone crear un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos que tendría autoridad sobre servicios que hoy dependen de otras carteras o son independientes: fiscales, registros públicos, rehabilitación de reclusos y vigilia de derechos humanos, entre otros.

En vez de ordenar la abrumadora cantidad de dependencias públicas ya existentes, una tarea ciertamente hercúlea, se idean más burocracia y centros de poder.

En realidad, la creación de un Ministerio de Justicia, que tiene una historia deshonrosa en Uruguay, parece depender más que nada de negociaciones y adjudicación de cuotas de poder.

Puede argumentarse que países con democracias plenas cuentan con ministerios similares con funciones parecidas. Puede preguntarse incluso si alguna vez en este país el Poder Judicial fue auténticamente independiente, a salvo de presiones directas o indirectas del Ejecutivo y de modas políticas e ideológicas. Pero, en términos generales, un país democrático y republicano con una estricta división de poderes no necesita un Ministerio de Justicia.

En 1883, durante la dictadura de Máximo Santos, se creó el Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública. Sus funciones fueron asumidas en 1891, tras la apertura democrática, por el Ministerio de Fomento. El nombre de esa cartera fue luego modificado varias veces hasta que en 1970 tomó el de Ministerio de Educación y Cultura.

En setiembre de 1976, de nuevo en dictadura, se resolvió crear un Ministerio de Justicia “a través del cual se traben las relaciones entre el Poder Ejecutivo, el Judicial y otras entidades jurisdiccionales, excepto la Penal Militar”. A la Suprema Corte de Justicia se le quitó el título de “Suprema”, pues sus decisiones podían ser revisadas por el Poder Ejecutivo, aunque se mantuvo el nombre del Supremo Tribunal Militar. Fue un notable ejercicio de realismo político.

Este nuevo Ministerio de Justicia, que además tuvo el control de los fiscales y de los registros públicos, se fundamentó a partir del Acto Institucional Nº 8 de julio de 1977. Ese decreto de carácter constitucional, a la manera de los militares brasileños que gobernaban desde 1964, reclamó la primacía del Poder Ejecutivo sobre los demás, para acabar con “el dogma” de la separación de poderes, “un defecto radical que parcela la unidad en el goce y ejercicio de la conducción del gobierno y limita la responsabilidad”.

El Acto Institucional Nº 8, de una verborragia digna de estudio, fue un negocio entre dos abogados de talante autoritario y fundacional: el presidente Aparicio Méndez y su ex fiscal de Corte, Fernando Bayardo Bengoa, con la bendición de los militares. Bayardo, un destacado penalista, docente y ensayista, fue el primer titular de esa cartera, que ocupó hasta 1981.

El mes pasado el periodista Leonardo Haberkorn recordó en televisión y en su blog El informante el ingreso a dedo al Poder Judicial durante la dictadura de Gustavo Salle, flamante diputado conspiranoico, por entonces alumno dilecto de Bayardo.

En julio de 1977 el abogado y economista Ramón Díaz publicó en Búsqueda, revista que había fundado en 1972, un breve y fuerte alegato contra el Ministerio de Justicia. Reivindicó la independencia del procedimiento para designar jueces y promoverlos, así como una remuneración adecuada (“ofrecemos a nuestros magistrados estipendios que han fluctuado entre la pobreza y la miseria”). También atacó los juicios por escrito, indeciblemente lentos, y los procedimientos o presumarios secretos.

Díaz remachó: el Acto Institucional Nº 8 estaba “detestablemente redactado”, con un “estilo pedante y verboso, carente de nervio y de vigor, decididamente decadente. Diríase que es más bien el fin de algo que el principio de otra cosa”. Era un claro ataque a su autor, Fernando Bayardo Bengoa. El resultado fue la clausura por dos ediciones de Búsqueda, entonces un mensuario, y el procesamiento por desacato de Ramón Díaz, su director.

Tras el retorno a la democracia en 1985 ese Ministerio de Justicia fue reabsorbido por el Ministerio de Educación y Cultura. También se crearon nuevos Ministerios: el de Turismo (en 1986), el de Vivienda (1990) y el de Deporte y Juventud (en 2000). El 21 de marzo de 2005, en los inicios del primer gobierno del Frente Amplio, se creó el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en tanto el Ministerio de Deporte y Juventud se fusionó con el de Turismo. En julio de 2020, al principio del gobierno de Luis Lacalle Pou, se creó el Ministerio de Ambiente.

Uruguay cuenta ahora con catorce ministerios y una dolorosa proliferación de dependencias y jerarquías.

La creación de ministerios a veces responde a razones de reparto político entre partidos o sectores. Y hay otros cuyos cometidos han quedado muy disminuidos por razones de hecho o de derecho. Así, el Ministerio de Educación y Cultura tiene poca o nula incidencia sobre la educación pública tras su descentralización (ANEP, Codicen); y el Ministerio de Industria, Energía y Minería es neutralizado, de hecho, por el predominio absoluto de las grandes empresas públicas (Ancap o UTE marcan el compás, no el ministerio).

Un Estado eficaz suele ser pequeño y disciplinado. El “Estado presente” que reclama el Frente Amplio es aquel que puede cumplir sus objetivos con agilidad, no ese gordo al pedo que mentaba José Mujica.

La izquierda debería cuidarse de su antigua propensión a tratar de arreglarlo todo con más burocracia.

La decadencia de Uruguay a lo largo del siglo XX encaja a la perfección en la regla enunciada por el británico Hugh Thomas, a propósito de Roma o del Imperio español (y de la Unión Soviética): La historia nos enseña que la causa de la decadencia suele ser que el Estado nacional trató de hacer demasiado, no demasiado poco.

Por Miguel Arregui
[email protected]